Dibujo de Joseph Sima para la portada de la primera edición de Adelphi de ‘El Monte Analogo’, de René Daumal.
Dibujo de Joseph Sima para la portada de la primera edición de Adelphi de ‘El Monte Analogo’, de René Daumal.

Entre los escritores que, por un motivo u otro, han sido calificados como “excéntricos”, René Daumal ocupa un lugar prominente: autor de textos poéticos mucho más delirantes que cualquiera concebido por los surrealistas,[1] consumidor compulsivo de alucinógenos, lector voraz de textos esotéricos,[2] devoto, en definitiva, de todo lo excesivo, el polígrafo parisino[3] no parecía conocer la noción de mesura y, en una existencia tan breve como la de Mozart, llevó su vida y su obra al límite más extremo. No sorprende, entonces que, entre tantas cosas, haya pergeñado también una extraña, inconclusa, supremamente enigmática narración que puede ser considerada, en cierto sentido, como la más depurada síntesis de su saber arcano. Me refiero, naturalmente, a El Monte Análogo.

Innúmeros escritores[4] han intentado resolver sus perplejidades existenciales mediante la creación –más o menos afortunada– de narraciones inscritas en el linaje de la así llamada “novela filosófica” (o, si prefieren un término menos presuntuoso, “novela de ideas”): mucho menos frecuente resulta, sin embargo, la escritura de tratados esotéricos disfrazados de novela de aventuras… pero precisamente eso es lo que ha conseguido René Daumal. En efecto, El Monte Análogo funda, según creo, un nuevo subgénero literario que podríamos llamar el relato de peripecias (en la mejor tradición de Stevenson) con sesgo hermético: una mezcla a primera vista insostenible que, sin embargo, funciona… ¡y de qué manera!

Ahora bien, no siempre resulta sencillo, ni mucho menos, descifrar el sentido profundo –vale decir, esotérico– de estos curiosos artefactos verbales, pero en el caso de Daumal, el propio autor nos brinda algunas claves que, sin disipar del todo la oscuridad inmanente a todo lo que escribió, dijo y pensó,[5] nos permiten aprehender algunas ideas fundamentales en la composición del relato. Así, en el inicio mismo del texto, el narrador innominado en primera persona (erudito en cuestiones herméticas, teólogo aficionado, paleontólogo y alpinista) comenta un ensayo publicado por él en la así llamada Revista de Fósiles donde esboza lo esencial de sus teorías (en las que, sin embargo, no cree: son un mero pasatiempo intelectual).

“En síntesis, escribí que en las tradiciones fabulosas la montaña representa la unión entre la Tierra y el Cielo. La cima roza las regiones eternas y la base se ramifica en múltiples estribaciones en el mundo de los mortales. Es el camino mediante el cual el hombre puede elevarse hacia la divinidad y la divinidad revelarse al hombre. Los patriarcas y profetas del Antiguo Testamento ven al Señor cara a cara en los lugares elevados. Son el Sinaí y el Nebo de Moisés y, en el Nuevo Testamento, el Monte de los Olivos y el Gólgota. Además, llegué a descubrir este símbolo en casi todas las mitologías. Después seguía con algunas consideraciones generales sobre los símbolos… y concluía con mi definición de la montaña simbólica por excelencia (el Monte Análogo): aquella inaccesible por los medios humanos ordinarios. Terminaba afirmando que para que una montaña pueda desempeñar el papel de Monte Análogo es necesario que la cima resulte inaccesible, pero que su pie sea accesible a los seres humanos tal como la naturaleza los ha hecho. Es necesario que sea única y que exista geográficamente. Pues la puerta hacia lo invisible debe ser visible.”

Texto capital, cuya importancia sería difícil exagerar y que revela a al narrador como un adepto de la doctrina esotérica Tradicionalista,[6] con todo lo que eso implica. Ahora bien, como ya se han escrito, acaso, miles de libros sobre el tema, a continuación ofrezco sólo un brevísimo esbozo de esta ancestral genealogía hermética. Los rasgos fundamentales son:

  • El concepto de Philosophia Perennis: todas las religiones comparten un origen común que se remonta a una sabiduría o numen primordial.
  • La idea de una necesaria Iniciación –como en los ritos mistéricos de Eleusis– al conocimiento esotérico (no se adquiere leyendo a Madame Blavatsky… ni ningún otro libro, si vamos a eso; de hecho, la transmisión suele ser oral y depender de un Maestro).
  • El concepto de Reversión: una especie de contrainiciación radical que corrompe el verdadero conocimiento e implica el retroceso espiritual del adepto.
  • La noción de una élite de iniciados (necesariamente minúscula) que sostiene el peso del mundo con su conocimiento ritual.
  • Por último, la noción de que toda manifestación fenoménica es también símbolo de una realidad ulterior cuyo significado debe ser descubierto por el iniciado.

Todo esto (y algún que otro “desvío creativo”[7]) se despliega profusamente en el texto de Daumal (sin duda uno de los más curiosos que haya leído) y disipa –hasta cierto punto– nuestro desconcierto: es posible, después de todo, insertarlo en un sistema conceptual más vasto.

Pero regresemos ahora a la trama. Tras la publicación de su ensayo, el narrador recibe una carta de alguien que dice compartir todas sus ideas sobre el Monte Análogo (no se ha percatado de que, en rigor de verdad, tales disquisiciones eran fundamentalmente un pasatiempo intelectual para el protagonista… al menos hasta ese momento) y le ruega que se reúna con él para abordar ese tema con la mayor profundidad posible. Aunque el narrador, como ya he señalado, no cree ni por un instante en la existencia de semejante lugar sagrado, la curiosidad lo conduce a visitar al autor de la extraña carta, el más que peculiar Pierre Sogol: este personaje incomparable, “desgarrado hasta el escándalo por sucesivas y contrarias lealtades” (Borges), desafía cualquier tentativa de definirlo: me limitaré a llamarlo supremo especialista en la teoría y la práctica del esoterismo. El tipo no se conforma con las especulaciones metafísicas en torno al Monte Análogo, sino que dice haber calculado el sitio exacto donde se encuentra… ¡y pretende convencer al narrador de que lo acompañe en su delirante travesía hacia lo desconocido!

Contra todo pronóstico (cualquier persona sensata lo habría considerado un estafador o un maníaco),[8] pronto convence al narrador de que se halla en posesión de la verdad definitiva sobre el elusivo sitio sagrado y reúne a otros seis aficionados a lo esotérico y el alpinismo (entre ellos, un lingüista, dos austríacos obsesionados con los deportes extremos,[9] una así llamada “pintora de alta montaña”[10] y un médico inglés que posee además doctorados en botánica y zoología) para emprender una travesía al lugar más inaccesible de la Tierra (llamado por Sogol “el Continente Invisible”).

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Inútil entrar en detalles sobre cómo consiguen, en definitiva, arribar al Monte Análogo:[11] lo esencial es que llegan. En cualquier caso, mucho más interesantes que los –como mínimo, dudosos– detalles del viaje, resultan los profusos monólogos de Sogol sobre… bueno, sobre casi cualquier cosa imaginable: sus “experimentos destinados a medir el poder del pensamiento humano”, una portentosa meditación sobre la dimensión alegórica de los glaciares y, en fin, su grandiosa teoría sobre el Continente Invisible: “todo, en efecto, indica que no existe; sin embargo , a priori y en virtud de las leyes de la analogía sabemos que debe existir”. Este pasaje proporciona , según creo, una clave ulterior[12] para comprender la poética de Daumal: su pensamiento –y en esto sigue a Baudelaire, precursor más o menos velado de tantos poetas franceses– también considera la analogía como el gran procedimiento taumatúrgico que permite “arrojar luz sobre la oscuridad natural de las cosas”[13] e incluso como fundamento último de “aquello que una gran religión mística[14] llama la correspondencia universal… pues todo –forma, movimiento, número, color, perfume– tanto en lo espiritual como en lo natural, es significativo, recíproco, converso, correspondiente… las cosas se han expresado siempre a través de una analogía recíproca, desde el día en que Dios ha proferido al mundo como una compleja e indivisible totalidad (Baudelaire). Esta es precisamente la idea que guía la búsqueda aparentemente incomprensible de los personajes, la fons et origo de todas las abstrusas teorías desplegadas en el texto.

Y aunque, en rigor de verdad, Daumal nunca alcance la intensidad expresiva de su gran precursor, debemos admitir que el libro no carece de cierto esplendor: Pierre Sogol resulta, pese a todo, un triunfo de la imaginación creadora (erudito, ocultista, aventurero) y el personaje más adecuado si el autor deseaba transmitir, disimuladas bajo el curioso formato de la novela de aventuras, ciertas ideas pertenecientes al “tradicionalismo” esotérico más extremo.[15] No hay que pensar , sin embargo, que nos encontramos ante una mera “novela de tesis”: el poeta francés ha forjado, ante todo, un objeto verbal de primer orden que en ocasiones accede a la auténtica grandeza estética, como en este extraordinario pasaje que por sí solo garantizaría la dilatada posteridad espiritual que sólo pertenece, según Proust, a los escritores más ilustres:

“Muy alto y muy lejos en el cielo, mucho más allá de los sucesivos círculos que van formando los picos cada vez más elevados y las nieves cada vez más blancas, en medio de un resplandor que resulta insoportable para los ojos humanos, e invisible por el exceso de luz que lo rodea, se yergue la punta última del Monte Análogo. Allí, en una cima más aguda que la aguja más fina, está Aquel que llena el espacio íntegro. Allí, en lo alto, en ese aire sutil donde todo hiela, subsiste únicamente el cristal de la última estabilidad. Ahí, en el centro del todo, está Aquel que ve el acaecer de todas las cosas, comienzo y final”.


Notas:

[1] Daumal consideraba a los surrealistas “burócratas de la imaginación”: no eran lo suficientemente radicales para su gusto. Por otra parte, ¿quién hubiese podido serlo?

[2] Y, según algunos rumores, practicante entusiasta de diversos rituales arcanos.

[3] Junto a Raymond Roussel, uno de los últimos “escritores malditos” de la gran tradición francesa.

[4] Thomas Mann, Hermann Broch, Robert Musil, entre los de primer orden. Hermann Hesse, Kundera y algunos más, a gran distancia de aquellos.

[5] Aparentemente, Daumal se tomó muy en serio la doctrina talmúdica sobre los cuarenta y nueve escalones de significación.

[6] Es probable que también lo fuese el propio Daumal: naturalmente, no soy ajeno a la posible objeción de identificar al narrador con el autor empírico del texto, pero sostengo que se trata de un caso especial, consistente con mi postulado sobre la escritura de un tratado hermético disimulado como novela de aventuras.

[7] Por ejemplo, la idea de que “la puerta hacia lo invisible debe ser visible”.

[8] Aunque, como demuestran las novelas de Charles Portis, estos dos términos no son precisamente excluyentes.

[9] “Se especializaban en escaladas acrobáticas”.

[10] Al parecer, la única del mundo.

[11] Y eso sobre todo porque al parecer ni el mismo narrador puede describir con exactitud de qué manera lo han logrado.

[12] Vale decir, el peculiar sesgo que adopta su “tradicionalismo”.

[13] Baudelaire, naturalmente.

[14] Que a su manera se inscribe en la arcana, ancestral genealogía del cristianismo platónico-hermético: en esa afortunada amalgama de Baudelaire con Marsilio Ficino y Thomas Browne radica la originalidad de Daumal.

[15] Por lo demás, resulta absolutamente coherente con su poética (y con el tenor general del esoterismo), velar el acceso al conocimiento hermético utilizando procedimientos exotéricos: en este caso, un género literario que en principio nadie asociaría con el tradicionalismo.

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