Fotograma de 'La montaña sagrada', Alejandro Jodorowsky dir., 1973
Fotograma de 'La montaña sagrada', Alejandro Jodorowsky dir., 1973

Para Enzzo. Y para Eunice, la de la fácil victoria.

Uno de los imaginarios más poderosos del audiovisual contemporáneo es el de Alejandro Jodorowsky, artista exhaustivo, sistemático (y asistemático) que bebe en varias fuentes –los cultos esotéricos, la Cábala, las enunciaciones zodiacales, la cultura egipcia, el simbolismo cristiano– desde la perspectiva de un vanguardismo drástico, intransigente y lleno de un dosificado lirismo.

Creador de la psicomagia, Jodorowsky cree, a sus 94 años, en la suplantación creativa de las identidades, por ejemplo, y siempre configura sus representaciones como si se tratara de una alianza anómala entre el teatro (o la teatralidad de lo vital, de lo material) y el cine, que, lato sensu, podría definirse como proyección real de lo ilusorio.

Jodorowsky es la invención de sí mismo, la producción y fundación incesantes de su lenguaje, un enjambre de gestos que procuran testificar el riesgo de vivir.

Cuando le dije a E que veríamos La montaña sagrada (1973), que es, posiblemente, la creación más testaruda y perentoria de Jodorowsky, protestó un poco. Llena de prejuicios, se había interesado en un surrealismo más neo-noir, acaso menos celestial, o menos pendiente de las encrucijadas del tarot, y terminó confesando que esperaba ver algo de David Lynch (o parecido a Lynch) en el estilo de Inland Empire, su película de 2006, que en verdad deviene su último largometraje.

La montaña sagrada, obra inclasificable, constituye aún, a 50 años de su estreno, uno de esos momentos en que el cine llega a un punto de encuentro consigo mismo, o con la totalidad de las artes en estado de articulación vibratoria. Lo digo así para indicar que, en el sistema de las artes, toda articulación vibratoria consigue un efecto de retroacción y de reescritura, pues cada enunciación, por muy poderosa y contundente y conclusiva que sea, tiende a ser metamórfica una y otra vez.

La montaña sagrada, casi refractaria a una descripción que la caracterice, cuenta la historia de un alquimista que, valiéndose del tarot y otros sistemas de representación/interpretación del mundo, organiza un viaje iniciático en busca de la Montaña Sagrada, en cuya cima viven los Inmortales, que son los dueños del conocimiento.

Ya se sabe que toda interpretación es una verdad momentánea, decididamente efímera, y se convierte, a la larga, en una representación. Y no bien te enteras de que todos los puntos del espacio y el tiempo se comunican, las cosas cambian para ti y para los demás. Las fijezas establecidas con respecto a lo real no esconden más que la condición carcelaria del lenguaje. Lo único que puede hacerse contra ello es practicar inmersiones sucesivas en el carácter proteico de una representación que, al mismo tiempo, sea presentación. O sea: la añadidura de realidad a lo real.

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Nombradas así, las cosas en el filme no parecen conectarse de inmediato, en términos artísticos, con algo trascendental. Sin embargo, el poder de su visualidad es enorme, casi altanero, y se funda en sus posibilidades para evolucionar hacia un mundo propio, de perturbadora coherencia.

E se sienta a mi lado y empezamos a ver la película. Al cabo de un rato, me dice que todo es allí una especie de conjuro de lenguas, de palabras en forma de rizoma (la palabra rizoma la seduce por estos días), y saca su primera conclusión: “Todo esto conduce al silencio del sexo”. Le pregunto si se refiere a un sexo silencioso, sin habla. Me contesta moviendo la cabeza negativamente: “Cuando hablas durante el sexo, las palabras no salen de ahí”. Supongo que se refiere a la impermanencia, a lo efímero. Para mí, hablar en el sexo es decir “cochinadas” innovadoras, fantasiosas, conspicuas, incitantes.

Las primeras escenas del filme, después del prólogo donde el Alquimista corta el cabello de dos mujeres iniciadas, desnudas, hasta raparlas, introducen una perturbación crucial. Hay un pordiosero-ladrón, moribundo, cuya cara está cubierta de moscas. A punto de morir, o casi, uno ve que se orina. El líquido corre. Viene entonces un enano lisiado (le faltan las dos manos y un pie) a consolarlo, y acto seguido aparece una horda de niños desnudos, que descubren una flor blanca nacida en la palma de la mano izquierda del pordiosero. Luego de arrancarla, se llevan al hombre en andas, seguido por un último niño, que se envuelve en una piel de cocodrilo.

La montaña sagrada potencia la lectura perversa y mágica de algunos mitos bíblicos. Allí aparece el Gran Delincuente Crucificado, o crucificable. Es el mismo pordiosero, que duerme, hambriento, en un muladar. El enano mutilado comprende que hay algo muy singular en ese cuerpo, pues ha sido testigo de la flor que crece en su mano. Al ser arrancada de raíz, una herida queda, abierta y sangrante, como un estigma de la Pasión. El hombre en una suerte de Cristo psicodélico, muy metafórico: un vagabundo lelo, al parecer drogado,[1] que observa con interés e incertidumbre ciertos paisajes de ensueño. Más tarde, este Cristo se hace beligerante y reproduce la parábola de la expulsión de los mercaderes del Templo –que apenas es un destartalado almacén de víveres–, y su cuerpo tiene la suerte (o el infortunio) de ser replicado, en yeso, miles de veces.

Lo que alcanzamos a ver es ese enorme conjunto de réplicas amontonadas por doquier en un mercado donde hay romanos gordos que el improvisado Cristo expulsa a azotes, poco antes de que, disoluto y salvaje –él representa el carácter libertino y desenfrenado de la búsqueda del conocimiento–, suba a la Torre del Alquimista y este (el propio Alejandro Jodorowsky) extraiga de su cuello un pulpo verdiazul. Allí, en medio de ese discurrir surreal, libre, pleno de actos impenetrables y asociaciones complejas, el Cristo es asistido por una sacerdotisa negra desnuda. Se trata de imágenes de impacto, de formas arcaicas y arquetípicas. La sacerdotisa está llena de signos y adorna su cuerpo con piezas de metal y un yelmo redondo.

E levanta la mirada, agitada por una mezcla de exaltación y abatimiento. “En qué tiempos más oscuros estamos viviendo”, dice. ¡Lo que ve en La montaña sagrada la conduce a expresarse así sobre nuestro presente! “Muy oscuros”, sostengo con cierta confusión. “No quedan sino tres refugios: el arte, la familia y la pasión sexual”, se atreve a decir. La observo bien. Ella gana en precisión y me siento más confiado. Jodorowsky resulta hipnótico siempre. “Me gustas mucho cuando eres apocalíptica”, le digo. “Lo sé”, dice y sonríe. Se echa encima de mí y apoya su cabeza (cabellos tibios, mullidos) en mi hombro.

Uno de los ejes más firmes de La montaña sagrada es el uso del cuerpo como soporte y como referenciación de un espacio donde el universo podría compendiarse sin perder su regencia ni su perpetua, perenne, diversidad. El body art y la body painting en particular vienen a ser procedimientos para modificar el sentido de lo real dentro de la relación del cuerpo con la mente y con el entorno.

Esta idea es esencial en todo el arte de Jodorowsky porque el imaginario de la película –estamos interactuando, hay que decirlo de entrada, con un cine donde no importan el uso de los movimientos de la cámara ni la maleabilidad de las actuaciones en el sentido dramatúrgico– depende de esa idea: la mente se proyecta en el espacio exterior, o descubre una zona mental de la realidad, un paisaje lúcido que hace del cuerpo lo que quiere. Este es un cine del que acaso pueda decirse que pone al descubierto la inversión apremiante y furiosa de la écfrasis.

Pero aquí comparecen también, junto a grandes alegorías, guiños a lo imperioso e inexcusable de la Historia. En las calles se encuentra la presencia de una Gran Dictadura: los militares están por todas partes, se producen fusilamientos, cunde el terror y la sangre lo mancha todo. Vemos heridas en los pechos de los jóvenes, que previamente han sido silenciados con cruces de esparadrapo impresas sobre sus bocas. Sin embargo, las expresiones de la Gran Dictadura sirven además de espectáculo lírico: del pecho de los jóvenes escapan pajaritos que vuelan. Hay, incluso, turistas tomando fotos.

(Los indicios y efectos de una Gran Dictadura, esa gráfica suya que la desborda, son habitualmente fotografiables).

En La montaña sagrada el cuerpo es santuario de sí mismo. Los órganos sexuales, por ejemplo, representan objetos energéticos, ¡nutritivos!, capaces de instaurar una atmósfera de hiperpercepción, de hipervisibilidad, hasta desentenderse y despojarse de cualquier morbosidad elemental vinculada a la pornografía. Algo así le digo a E, pero, claro está, sin pronunciar las palabras que ahora uso al escribir. “A propósito de eso, me gustaría que la imagen de tu pene se desplazara dentro de ese espectro, de lo conceptual a lo morboso en un movimiento de ida y vuelta”, explica por lo bajo, un tanto nerviosa. Y, para mayor pasmo de mi parte, se atreve a poner una mano sobre mi muslo izquierdo y va deslizándola por encima de él, pero sin acercarse al bulto de mi ya franca erección.

(En un ambiente cultural así extremado, que se manufactura como una trampa cuidadosa, toda reconciliación sentimental viene a constituirse en un vaivén resbaladizo).

Más allá de la nada inocente boutade de unos hombres bailando con otros que son soldados con máscaras antigás, más allá del simpático esoterismo de la Máquina del Amor –donde Jodorowsky asimila, con agudeza y euforia, el cuerpo a la máquina y la máquina al cuerpo, en el estilo del Ballet Mécanique de Fernand Léger–, y más allá de la barroca fiesta en el cementerio local, y de la corpulencia simbólica de eso que se llama, en la película, el Santuario de los Mil Testículos, La montaña sagrada (se filmó básicamente en México) se inscribe en una tradición de obras descolocadas, iracundamente reacias al lenguaje, y que parecen condensar la querella del hombre despierto contra la estupidez de la codicia y del Gran Bienestar Material.

Para llegar a la cima de la montaña hay que vencer a los fantasmas de la ilusión, representados por fobias de notable autoridad visual y que se refieren al cuerpo mutilado, modificado, trascendido o ensoñado.

Incluso en compañía del arte, o dentro de sus ámbitos creativos más soberanos y revolucionarios, todos nos encontramos detrás del velo de Maya. Y, en este caso, en el interior de una película o frente a ella. La cámara se aleja y percibimos a los técnicos, la grúa, las luces. Y Jodorowsky nos dice precisamente eso: hay que romper el velo de Maya.

Por muy hacedora de mundos que sea, la representación jamás sustituye a lo real. Y, a la larga, estamos obligados a salir a su encuentro, pero en procura de un espacio-tiempo que nos redima y nos complete. Nada tiene un final y todo se alcanza mediante el amor, nos induce a pensar Jodorowsky. Y dice, en el desenlace: Adiós a la Montaña Sagrada, la vida real nos espera.

El tiempo se nos ha ido volando, como suele decirse, y E se estira sobre la butaca como una culebra. Huele a jovencita adormecida, o con ganas de dormir. “Pensé que no iba a gustarme”, declara y me da las gracias. “Me alegra que digas eso”, contesto. Hay una pausa, saco el DVD y lo guardo. “¿Seguimos en lo nuestro?”, pregunta como si nada y vuelve a poner su mano en mi muslo.

Afuera el mundo se cae literalmente a pedazos, pero no hay nada que hacer.


Notas:

[1] En efecto, el actor se drogaba. Jodorowsky cuenta, en sus comentarios a las escenas no incorporadas en el filme, que varias veces tuvo que interrumpir el rodaje a causa de ese pormenor.

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