Ilya Efimovich, Tolstói, escritor ruso, retrato
Detalle de un retrato de Tolstói por Ilya Efimovich , 1887

¿La adoración “pagana” de las formas abre un camino que se aleja del sentimiento amoroso, por así denominarlo? De acuerdo con las declaraciones del criminal Posdnichev, el verbalizador principal (irreprimible, inacallable, totalizador) de La sonata a Kreutzer (1889), de Tolstói, el amor sensual, expresado en el deseo y en lo que él condena con más fuerza (la voluptuosidad), nos convierte en animales hipócritas, en poco menos que cerdos.

A Tolstói no le fue nada bien con esa noveleta, una especie de vómito de franqueza (algunas de cuyas partes mantienen, ahora mismo, una legibilidad perturbadora) en torno a esos asuntos. Dicho con simplicidad: el acaudalado Posdnichev mata a su esposa por celos y va a la cárcel. Ella, pianista, se “enreda” (en la imaginación de Posdnichev) con Trujachevski, un violinista cuya presencia acepta Posdnichev casi como una prueba doble: de probidad y de seducción.

Lo mejor de los análisis musicológicos y culturales de la Sonata para violín y piano n. 9 en La mayor (opus 47), de Beethoven, que desde siempre se la conoce como Sonata a Kreutzer (1802), es que, aun cuando dejan en claro que el violín es el instrumento principal, un oyente avezado (y sagaz) puede percibir y entender el protagonismo seductor del piano. O el violín, impuesto al piano, lo convence de desatar su consonancia en un diálogo cada vez más vehemente, o el piano, con sus respuestas, convence al violín de enunciar su pathos. Ambas cosas ocurren, desde luego. El clasicismo prerromántico es muy agitado y acaba formando múltiples tejidos de transición.

Los silencios constituyen aquí zonas de peligro. En ellas puede haber contactos visuales, caricias de las miradas, aproximaciones inexorables. Un palabreo no dicho, no fonocéntrico, pero que existe entre los ejecutantes de la sonata.

No bien comprendemos que la zona de confort de los celos coincide, de muchas maneras, con el espacio de los microespectáculos de la fantasía, cedemos ante la evidencia de que se trata de una fantasía activa, ligada al deseo (al deseo de obrar), y entonces no hay mucho que hacer. Esto último podría decirlo Tolstói, explicando el significado moral de su narración desde la perspectiva de la decadencia de la sociedad.

Lo realmente atractivo en la estructura de The Kreutzer Sonata (2008), la película de Bernard Rose, es su extrema movilidad por entre los tiempos y los espacios de la trama, pero siempre dependiendo de un conjunto inestable de motivaciones (la mente intersticial paranoica puede ser muy creativa) que son, bien entrelazadas unas con otras, un correlato de una sensibilidad sobresaltada: la del rico filántropo Edgar, el protagonista.

No hay que olvidar lo esencial: toda la trama, así como su maraña sentimental (montada sobre el diálogo del espejismo de lo real con lo irreal, de la ilusión temida y deseada con la verdad), proviene de la novela de Tolstói. Es, digamos, su “traducción” y su “expoliación”. Ya en el texto de este (legible, en todo caso, como un apresurado y extraordinario ensayo) había algo tremendamente inquietante: las reflexiones del narrador sobre los efectos de la música (la sonata en sí misma) en el intelecto, los sentidos y el espíritu.

A propósito del texto de Tolstói, lo que Rose respeta en casi todos sus detalles es el aire por completo violento del discurso del asesino, de donde mana un odio sin fronteras al tiempo que sigue deseando (como vigilante que castiga, como castigado que visualiza a su esposa en su condición de cuerpo atormentador) a esa pianista. Él anhela objetivarla, separarla de sí misma, para llegar, con hiriente comodidad, a la conclusión de que no la conoce de veras. Es la madre de sus hijos, pero no se detendrá hasta el final. Al regresar de un viaje, hace varias llamadas a su casa y nadie responde. Cuando llega, es cauteloso. Se quita las botas y avanza descalzo. Va abriendo, en silencio, cada una de las puertas. Solo se oyen el silencio de la mansión y unas risas. Esas risas lo desconciertan y aturden hasta la laceración. Entonces, en la cocina, agarra un cuchillo y llega al umbral del salón desde donde ella y él ríen.

Empuja la puerta.

Lanza una primera cuchillada.

El violinista está allí, es verdad. Y huye aterrorizado.

Pero nada ha ocurrido entre él y la pianista. La sonata no resuena allí, a no ser por sus efectos culturales, sociales, donde Beethoven arropa desde la emoción estética.

La segunda cuchillada corta la arteria abdominal. Hay una profusión de sangre, que primero sale de la herida y, después, de la boca.

Calibrando la escena en paralelo, se diría que Tolstói deja que nos asombremos con estos detalles tan encantadores como espantosos: “Iba a perseguirlo a él, pero pensé que sería ridículo perseguir en calcetines al amante de mi mujer, y yo no quería ser ridículo sino terrible […] Empecé a estrangularla […] y le asesté con toda mi fuerza una puñalada en el lado izquierdo, por debajo de las costillas.

La mente de Edgar es la semantización discontinua de la sonata y la aparición y el transcurso, también discontinuo (de apariencia contra comprobación), de los celos. Tolstói urde un relato en primera persona que es la historia dentro de la historia. El centro inmóvil (reflexivo, predramático) de ese discurso, que no es sino un proceso en pos de la muerte, lo ocupan, en la película, dos planos intercambiables: la adquisición de sentidos (anticipatorios, declaratorios, presagiosos) de la sonata, y el delicado viaje de la presunción hacia la “verdad”, toda vez que la presunción desea tan solo un tipo de verdad: la que culpabilizaría a la joven pianista, Abby (Abigail), en su vínculo con Aiden (el violinista).

Abby y Aiden. Este es un talentoso joven de origen asiático, poseedor de un brío tan elegante como su cuerpo (bien distinto del cuerpo de Edgar y con ventajas, por cierto). Y van ensayando/montando la célebre obra de Beethoven, van estudiándola paso a paso, y tanto Abby como Aiden y Edgar coinciden en fiestas, en encuentros, y hasta en reuniones de trabajo.

Una de las circunstancias significativas de la película es el espacio de la casa de la pareja, que va poblándose de hijos. Al centrarse en el muy aderezado recuerdo de un crimen, el filme no podía seguir la cronología de los hechos, sino más bien el laberinto ordenado de un pensamiento.

En un pretérito que no se encuentra tan lejos, Abby había sido cortejada por Edgar, seducida, y poco a poco, apenas sin darse cuenta, renuncia a la libertad que le ofrecía el hecho de vivir dentro de su arte, para, en cambio, ir hacia el mundo que le ofrece Edgar: el de la familia y la casa. Edgar admira a Abby, convertida ya en su esposa, pero desestima en secreto el lado público de su personalidad: es una concertista que ha ido labrando una carrera hacia el éxito, y él, en rigor, solo aspira a poseerla.

Abby es como una pulida y brillante escultura de Brâncuși puesta en el salón de las visitas.

La constancia (la fijeza) de la irradiación de la sonata (es decir: la conversación entre el violín y el piano) se transforma, dentro de la mente del narrador-protagonista (Bernard Rose introduce una voice-over que es un correlato de la voz de Edgar, pues suena como su propia voz), en un suprarrelato, lleno de sensaciones no verbalizables, del supuesto enlace de Aiden con Abby.

Edgar la oye masturbarse en el baño. La voiceover, saturada ya de espejismos de toda índole, fluye: “Me sentía mal porque mi cuerpo no le alcanzaba y no tenía control sobre el suyo. Ya no me pertenecía. Podía masturbarse todas las veces que quisiera y no podría detenerla. Ni a ella… ni a él. Estaban engañándome. Lo sabía. O ella quería engañarme. Tal vez no lo había hecho, pero deseaba hacerlo y eso era peor”.

El más culpable de los culpables: Beethoven.

¿Cómo es el sexo en esta película, cómo le demuestra Edgar a Abby lo que siente? En realidad, lo sugestivo de este caso, que se muestra como un fenómeno en estado de equilibrio, es que Edgar ansía toda la eficacia de su propio rendimiento y desarrolla un sexo comprobativo, liminal, vigoroso. Además, maneja el cuerpo de Abby con cierta violencia e intenta someterlo. Bernard Rose expresa ese sentimiento por medio de una dinámica cuya edición es atrevida, pero insuficiente. Lo mejor de su desempeño es el montaje en paralelo de escenas de sexo real (¿acaso evocado, imaginado, deseado?) con escenas de sexo referido (en películas pornográficas) que Edgar ve mientras piensa en los distintos grados de infidelidad de Abby.

Tolstói nos indica (y, en su oportunidad, Rose) que lo terrible del proceso de los celos reside en la incorporación de periódicas falsas alarmas. Hechos imaginarios, imaginados, cuya probabilidad cae en el vacío incontrastable de los “hechos”. Es ahí, en ese doloroso torbellino, donde la película cobra carne y sangre. “¡Qué cosa tan rara, esa ilusión de que la belleza es el bien!”, escribe un Tolstói que le da la espalda, airado, a John Keats. Y después se refiere al desamor, “al descubrimiento del abismo que, en realidad, existía ya entre nosotros, pues el amor se había agotado con la satisfacción de la sensualidad”.

He dicho que la película se adentra en un fenómeno en estado de equilibrio. Este acierto es de Tolstói, no de Bernard Rose. El escritor habla del matrimonio, las mujeres, el sexo, la codicia corporal, los hechizos de la inspiración, los celos, el papel de la religión, la maternidad. También alude al diálogo con Dios y al crimen pasional. Y no deja de referirse al nexo subjetivo, sin palabras (y, al cabo, logocéntrico), de la música con una sensibilidad quimérica, defectuosa, impulsiva y saturada de desvaríos, pero que tiene raíces en un afecto capaz de moverse hacia el deseo.

Beethoven pone al violín a los pies del piano. ¿O es en secreto al revés? Años después, Tolstói detecta esa metáfora de la fascinación mutua y la encarna y reproduce en sus ejecutantes para configurar una historia canónica de amor, pasión, sexo y muerte. He ahí el maravilloso encadenamiento de los clásicos.

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