Cuando le llegue la hora –esperemos que tardía– de redactar su testamento, Boris Larramendi debería donar su cuerpo a la ciencia. Sobre todo el cerebro. A ver si un neurofisiólogo consigue dar con la clave de esa creatividad con que a la edad en que los músicos se abandonan a la tentación de dejarse admirar, de repetirse a sí mismos, Boris sigue componiendo y grabando canciones como las que conforman Yo vine a querer (Solar Latin Club, 2021). Para entender cómo ejercer a un mismo tiempo la rabia y la lucidez como si las hubieran acabado de inventar.
En Yo vine a querer, Larramendi se aparece con la misma fuerza que en discos anteriores, pero mejor acompañado. Al minimalismo de emergencia de los loops electrónicos de discos como Felicidad, La cibertimba y el bárbaro o Samurái Larramendi vuelve a contar en Yo vine a querer –como en Yo no tengo la culpa o en Libre— con una pandilla de músicos brillantes. Desde la percusión obsesiva y precisa de Armando Arce, Pututi y Eduardo Rodríguez, que lo acompañan en buena parte del álbum, a las apariciones de músicos como el pianista Roberto Carcassés, los guitarristas Nam San Fong y Heriberto Rey, el trombonista William Paredes, el saxo Segundo Mijares y la infaltable cellista Ivette Falcón. Mención aparte merecen las voces ocasionales –pero decisivas en las canciones donde se asoman– de Luis Boffil, Amaury Gutiérrez, Kelvis Ochoa y Pável Urquiza. La inclusión del tres en las canciones “I like you” (Yusa) y “De verdad” (Pável Vitier), y de la kalimba en la “Guajira del pelícano” (tocada por el mismo Boris) están entre las sorpresas más gratas de esta grabación.
Yo vine a querer trae las marcas de fábrica de su autor: el contraste entre la rabia que no cesa y la ternura descarnada, entre la intimidad –acompañada o solitaria– y el himno. No por gusto Boris ha sido lo mismo el autor de “Tú me cuidas”, “El sabor del fin” o “Una de dos” que de “Marchen bien” y “Asere que bolá”. El nuevo álbum resulta un paso más en la maduración de esas regiones del alma. O de la autoconciencia de esa maduración: pasar de la arrogancia juvenil a enterarse que “la victoria fue acostumbrarme a crecer” o descubrir que “la realidá es inaudita y un día no la tendré”. Todo eso lo dice en la inteligentísima y resignada “La realidad” donde, como el Dalí tardío, Boris redescubre la física y nos explica que “los átomos que me forman / nunca se tocan, ya ves. / Todo es cuestión de energía, / todo es cuestión de poder”. Es entonces que nos confiesa que “La realidad me fatiga, pero yo vine a querer” delatando, en una de las canciones más apacibles del álbum, el sentido último de este y del título que lo encabeza. Porque, entre tanto alarde de cinismo, la sinceridad con que Boris Larramendi se ha ensañado, por ejemplo, con el castrismo, la dirige ahora hacia sí para confesar que “me voy a morir sin saber ná”. Y, sin embargo, en medio de sus propias mentiras o de su incertidumbre existencial, “el beso que te di / fue de verdad”.
Todas esas tensiones se anudan de manera extraña y prodigiosa en una de las canciones más bellas de Yo vine a querer, la “Guajira del pelícano”, donde ensarta de un tacazo el yo, las obligaciones cotidianas y el universo. Es la “Guajira…” una épica del currante para quien no hay hazaña mayor que levantarse cada día a enfrentar una rutina no necesariamente estimulante (“Dale, que tú ere un hombre –levántate y cuela café”) mientras un pelícano cualquiera, atado a sus instintos, atrapa peces en algún canal de Miami. Esos dos ciclos contrastados, el del trabajador y el del ave, revelan en toda su complejidad y sencillez el drama humano que no es otro, según Boris, que el de la libertad. Porque “no hay seguridad en la libertad, mi amor”, y mientras el pelícano se entrega ciego a su biología los humanos requerimos invariablemente de la fe.
Es que, aparte del amor, la fe es otra de las constantes de Yo vine a querer. Puede ser la fe, frustrada tantas veces, en la libertad de los cubanos. Esa desesperanza, que da sentido a “Allá en Cuba”, que pregunta: “díganme ahora cuándo va a pasar lo que va a acabar pasando”. Un reclamo que las protestas masivas del verano pasado contestaron en parte, haciendo obsoleta la pregunta y hasta la propia canción en la que Boris se da el lujo de ser acompañado por Luis Boffil y Amaury Gutiérrez. También aparece la otra fe, la ajena. La fe primermundista de una juventud aburrida, borracha de “abundancia y desilusión”, de la canción que pretende “liquidar la contradicción / pa que todos queramos lo mismo”. Así el talento de Larramendi para la paradoja resume en poquísimas líneas el estado actual de rebeldía planetaria en “El animal”, su nueva conga-rock, el género que Boris se inventó hace ya tres décadas y del que sigue siendo su principal y más acabado cultor.
Para himnos de este individualista a ultranza, del nihilista esperanzado que es Boris Larramendi, Yo vine a creer nos trae “Haz lo que te dé la gana”, que ya desde el título es una declaración de principios. Con una concepción de la humanidad a lo Mark Twain (“me basta con que seas un ser humano, no se pué ser ná peor”), reestablece la vieja utopía liberal: la libertad radical con independencia de raza, origen o credos (“no me importa tu color ni tu perfil, / ni a qué amigo imaginario tú le rezas”) o de preferencias sexuales o genéricas (“Te gustan los pitos o te gustan las rajas. / A mí qué me importa. / No te gusta lo que eres y te vas a operar. / Qué más me da”). A la nueva intolerancia en nombre de la tolerancia, le contrapone una perspectiva más universal acompañada de sus propios y amenazadores límites: “Te ofende si a mí tu verdad me da gracia. / A mí qué me importa. / Si quieres querella búrlate de Alá”. La condición irrenunciable que fija Boris es que lo dejen tranquilo. Más que la cortesía del “respeta para que te respeten” propone un contrato más audaz y, a la vez, más realista: “permite para que te permitan”. La propuesta democrática de Boris, su tolerancia radical, no se basa en una idea modélica de lo humano, sino justamente en lo contrario: “Nadie puede ser, tú no puedes ser, yo no puedo ser, mejor”.
El otro himno esencial del disco es su canción más conocida hasta ahora, “I like you”, que incluso cuenta con videoclip ingenioso y eficaz. Pero más que himno, “I like you” es un ligue intercultural y bilingüe: lo mismo se trata de lanzarle los tejos a una chica gringa acodada a la barra del bar, esa que no sabe “quién soy pero sonríes y te pides otra”, que a una ciudad como Miami a la que Larramendi viene intentando enamorar desde hace un par discos. Una canción que se desliza con la suavidad de una buena cerveza en medio de calores abusivos. Pero, como nos deja ver el disco en su totalidad, hay otros amores perpetuos, insuperables. Como ese al que le dedica “Yo te la toco” (“Es tuya la melodía, y el ritmo es tu corazón”). O el trozo de tierra que lleva consigo “dondequiera que esté”, “como quiera que esté” (Cuba, por si hace falta aclararlo). Porque Yo vine a querer, como el resto de la discografía de Larramendi, saca su savia de ciertas lealtades básicas. Las lealtades que conforman a todo artista auténtico en medio de tanta cotidiana traición. No solo debemos creerle a Boris cuando dice “como cantaba mi abuela yo no me olvido” sino hasta podríamos sospechar que en el recuerdo de ese canto está la base de todo lo que vino después.