‘Eureka’, de Lisandro Alonso, osado fresco sobre la suerte histórica de los nativos americanos

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Fotograma de ‘Eureka’. Imagen: Le Pacte.
Fotograma de ‘Eureka’. Imagen: Le Pacte.

A inicios de los 2000, Argentina dio al cine latinoamericano contemporáneo uno de sus más singulares artífices: Lisandro Alonso. El estreno de La libertad (2001), su ópera prima, supuso el arribo al paisaje cinematográfico de un transgresor imaginario artístico y sus obras ulteriores han resultado siempre osadas aventuras creativas. Cada nueva película de este realizador confirma su radical sensibilidad fílmica. Ahora tenemos el elocuente ejemplo de Eureka (2023), estrenada en el Festival de Cannes, otra producción que evidencia que Alonso no extravía el genio, la inventiva… Nueve años después de Jauja (2014), su filme anterior, y bajo una producción mucho más ambiciosa, Eureka suma otro ensayo estético irreverente y virtuoso al brillante catálogo del autor.

El paisaje temático de Eureka comporta, sociológicamente hablando, reflexiones urgentes sobre nuestro tiempo. La película enfila una mirada a la suerte histórica de las comunidades originarias de América; piensa, otra vez, el impacto en sus descendientes de la empresa modernizadora y la colonización. No obstante, cualquier criterio acerca de las motivaciones temáticas del filme debe atender primero el trabajo estrictamente formal desplegado por el director argentino.

Esta película resulta un sugestivo alarde de estilo. La belleza plástica del diseño visual, la performatividad acompasada del montaje, la ausencia de concesiones en la narración, la capacidad perceptiva de la puesta en escena, hacen de Eureka una experiencia estética deslumbrante. El interés del director por la intromisión fascistoide del orden capitalista en la vida social y la subjetividad de los pueblos nativos de América no puede ahogar la atención y el disfrute de su fábrica estilística.

Como Blanco en blanco (Theo Court, 2019), que también se ocupa –desde otros ángulos e imperativos antropológicos–, de la destrucción histórica del “otro indígena”, este filme consigue sublimar estéticamente, con absoluta originalidad, sus motivaciones discursivas. Dando continuidad a su vocación experimental, Alonso resuelve que el doloroso devenir de los pueblos originarios, sometidos por una hegemonía excluyente que se prolonga incluso a la imagen fílmica, se perciba más en el tejido expresivo (en el cerebral, abrazante, a ratos onírico ejercicio audiovisual), que en los propios accidentes argumentales. La película explica poco, casi nada, nomás muestra, presenta situaciones, y uno no puede sino quedar atrapado en cada secuencia y colegir un pensamiento en ellas.

Eureka es un tríptico: tres cuadros narrativos integran el relato, enlazados más a nivel del discurso que de la trama, pero yuxtapuestos con el propósito de expandir o cuestionar las ideas suscitadas por cada uno. En blanco y negro, el plano inicial muestra, en la cima de un paisaje rocoso frente al mar, un nativo del oeste estadounidense que toca un tambor y entona un rezo o canto en su lengua. Así comienza un western donde Viggo Mortensen encarna a un pistolero que arriba a un pequeño pueblo minero del siglo XIX en busca de su hija desaparecida. La travesía del personaje posibilita registrar la destrucción del lugar, unas pocas casas y tabernas destartaladas plagadas de borrachos, cadáveres y nativos domesticados por los blancos que se han apropiado del territorio.

Quizás lo mejor de este primer segmento de Eureka es la paródica artificialidad con que pulsan los códigos expresivos y esquemas narrativos del género. Al terminar esta parte, descubrimos que lo que hemos estado viendo es una película visionada en televisión por alguno de los personajes de la próxima historia, aunque ya antes se sospechaba que no podía ser la simple suscripción del director a la ideología y canon expresivo del western.

Dentro del discurso global del filme, se invita a pensar cómo este corpus genérico, el western, esculpido en territorio estadounidense esencialmente y devenido paradigma nacionalista en su Historia cinematográfica, ha legado una imagen bastante superficial, estereotipada, degradada, incluso deshumanizada, de los habitantes originarios de la región. Siendo el cine mismo un paradigma cultural de la modernidad, con este ejercicio de representación el director advierte cómo Estados Unidos se eleva sobre la exclusión absoluta del nativo, condenado como una otredad a los márgenes de la sociedad y la Historia.

Del criterio de realización absolutamente coreografiado del western, pasamos a una segunda historia emprendida en un tono más realista, documental, contemplativo… Acá se despliegan las experiencias de una agente policial, Alanina, y una adolescente profesora de baloncesto, Sadie, ambas residentes de la reserva sioux de Pine Ridge, Dakota del Sur. Tal como el recorrido del personaje de Mortensen permitía registrar el hábitat de aquel pueblo remoto, la rutina laboral de Alaina, que patrulla toda la noche, mapea la atmósfera fantasmal de la reserva, el ambiente hostil, triste, agobiante en que sobreviven los residentes. Las carreteras recorridas por el personaje, las casas a donde llega, el casino al que acude, las situaciones que presencia… exponen cuerpos precarios sometidos a la extrema pobreza, la violencia y el alcoholismo, una comunidad en plena destrucción. En un registro capaz de recordar por momentos a Lynch y los hermanos Coen, Alonso capta la desesperanza de una comunidad, cuya marginalidad geográfica y las inclemencias de su clima, equivalen al extravío social que experimentan.

El registro del director argentino –comprometido con cartografiar éticamente ese mundo venido a nada–, guarda sus momentos más elocuentes al personaje de Sadie. En algún punto, tras la joven conocer a una extranjera que visita el territorio, interesada en realizar una película, se deja saber que el índice de suicidios crece allí cada día más. Siempre introvertida, como interrogándose a sí misma sobre sus posibilidades de futuro, Sadie decide dar un paso definitivo en su vida, pero antes va a visitar a su hermano en la cárcel. Luego de ver a este último, acude al encuentro de su abuelo, en las afuera de la reserva, y será el anciano quien le ayuda a escapar de la soledad y la descolocación a través de una reconexión con sus tradiciones culturales. En el itinerario de la muchacha, en sus escuetos diálogos con uno y otro personaje, se cifra una sensibilidad siniestra y onírica que arroja sobre el espectador la amarga realidad del lugar.

En un giro mítico que conecta al personaje –y al filme– con la cultura autóctona que los nativos han conseguido salvar, Sadie se trasfigura en un pájaro, en una escena tan cautivante como surreal. Aquí la película resuelve introducir la idea de la negación de los sioux a comulgar con la lógica del sistema como un posible acto de resistencia, en la medida en que fuerza el fracaso del proyecto de sociedad que los excluye…

Y será ese animal el que conecte este segundo segmento narrativo con el tercero y último de Eureka. Dentro de la lógica atemporal del filme, viajamos hasta la Amazonía, y allí, en medio de la selva, en un periodo que no se puede ubicar históricamente con precisión, asistimos al peregrinar de un nativo que deserta de su grupo para entregarse a las garras explotadoras de los blancos europeos sedientos de encontrar oro. La fuga del personaje, su renuncia a la vida dictada por sus tradiciones, no lo conduce al éxito; esa decisión sellará trágicamente su destino. Alonso convierte el cuerpo fatigado y enfermo del nativo, a causa de la explotación a que es sometido durante la búsqueda de oro, en un mapa de la devastación de su cultura. El personaje, que se desplaza sin sosiego entre las rocas del río y los árboles, experimenta un suplicio fisiológico que el filme convierte en alegoría de la violencia cataclísmica de su suerte.

Eureka confirma el interés de Alonso por los individuos marginados del orden del mundo actual. Ese interés se manifiesta de disímiles formas en sus filmes. Ahora, con esta radiografía de la destrucción cultural y familiar de los nativos americanos por el hombre europeo, sobrevuela épocas y espacios, para entregar una variación de sus obsesiones que tiene el estatus de una auténtica obra de arte.

ÁNGEL PÉREZ
Ángel Pérez (Holguín, Cuba, 1991). Crítico y ensayista. Compiló y prologó, en coautoría con Javier L. Mora y Jamila Media Ríos, las antologías Long Playing Poetry. Cuba: Generación Años Cero (Casa Vacía, 2017) y Pasaporte. Cuba: poesía de los Años Cero (Editorial Catafixia, 2019). Tiene publicado el libro de ensayos Las malas palabras. Acercamientos a la poesía cubana de los Años Cero (Casa Vacía, 2020). En 2019 fue ganador del Premio Internacional de Ensayo de la revista Temas, en el apartado de Estudios de Arte y Literatura. Textos suyos aparecen en diversas publicaciones de Cuba y el extranjero. Vive en La Habana.

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