Fotograma de ‘La memoria infinita’, Maite Alberdi, dir., 2023.
Fotograma de ‘La memoria infinita’, Maite Alberdi, dir., 2023.

“No hay gente indiferente en el mundo”, dice el escritor ruso Yevgueni Yevtushenko en uno de sus poemas. El poeta se refiere a que los destinos de las personas son como las historias de los planetas y quiere gritar una y otra vez desde una irrevocabilidad: la de esos mundos secretos que no pueden revivirse, de la gente que se va y no puede ser traída de vuelta. El cineasta chileno Raúl Ruiz le contó una vez al periodista Augusto Góngora que le gustaba resucitar a los muertos. Después, en una película de Ruiz, Góngora hará de un muerto que habla, que todavía interactúa con los vivos. Luego, en la etapa al final de su vida, en un documental de Maite Alberdi, Góngora, será simplemente El Augusto, un desmemoriado, que todavía conserva la memoria: La memoria infinita (2023).

Alberdi se enfrenta a la misma irrevocabilidad que atormentaba a Yevtushenko, pero no elige el grito, sino una “piadosa contemplación”. Le ha dado la vuelta a la irrevocabilidad, le ha abierto sus escotillones y le ha entregado al mundo la historia de amor, de olvido y de recuerdos de un hombre que padece Alzheimer y de su esposa, quien se convierte en su cuidadora.

Ella es la actriz chilena Paulina Urrutia, ministra de Cultura del primer mandato de Michelle Bachelet, quien viajó a La Habana, para en el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano presentar la película que coprotagoniza, y que “hasta último momento se negó autorizar”. Así, a último momento, se ha sentado a un asiento por medio del mío en la tercera fila del centro del cine 23 y 12. Entonces deseé con todas mis fuerzas ser estrábico por 100 minutos. No quería perderme su doble imagen, su doble reacción en pantalla y en persona ante la dureza y belleza de lo que estaba reviviendo.

Fotograma de ‘La memoria infinita’, Maite Alberdi, dir., 2023.
Fotograma de ‘La memoria infinita’, Maite Alberdi, dir., 2023.

Reirá Paulina y le saldrán lágrimas. Así también el resto de los espectadores. La tristeza de la situación no excluye el humor. Lo tiene claro Alberdi desde El agente topo, y en La memoria infinita retoma esta potente ambivalencia de su discurso. Hay que tener fuerza para cuidar a un paciente que sufre Alzheimer, pero más hay que tenerla para convencerse que esa experiencia se debe documentar para que la observen miles de personas. Y ambos son expuestos, pero a la vez no. Vemos la despiadada paradoja de la vida de un hombre cuya especialización como periodista y documentalista fue el registro y el rescate de la memoria en plena dictadura de Pinochet y luego ya en democracia, que termina sin reconocerse a sí mismo ante el espejo.

Pero sentimos cómo Maite Alberdi ha logrado que este Augusto Góngora, vacío de recuerdos, genere un último ejercicio sobre la memoria, su más completa reflexión sobre la memoria desde el límite físico, mental, ético. Para ello se apoya en breves paseos por su historia personal a través del rescate de sus archivos fílmicos, tanto los privados como los profesionales.

En la pregunta de su “quién es” pudiera estar también un “quiénes somos”. Lo que vemos silenciosamente se pluraliza, se expande. El padecimiento de Augusto puede ser el padecimiento de Chile, de parte de su sociedad, o de cualquiera de nuestros países. Su desconsoladora desorientación funciona como analogía de las consecuencias de pérdida de identidad nacional o de los olvidos forzados que promueve el poder.

Si existe el suicidio asistido, aquí estamos ante una sobrevida asistida, pues Góngora entrega su alma a la causa por la que luchó siempre. Desde su universo perdido pudo ser recuperada su memoria afectiva y la de toda una época, quizá una galaxia completa.

Góngora fue coautor de La memoria prohibida, un volumen que, en 1989, documentó una serie de hechos ocurridos durante la dictadura de Pinochet. Cuando conoció a su esposa, le regaló un ejemplar de esa edición notoria.

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La lectura de la dedicatoria que más de 20 años después de ese momento realizaba Paulina en pantalla hizo que no me volteara más a mirarla: podía haber hecho florecer el desierto de Atacama… Salí del cine y ella quedó esperando en la entrada las reacciones del mínimo público asistente. Un amigo chileno nos presentó, ella me pidió que le hiciera cualquier pregunta, pero yo no era capaz de abrir la boca, por lo que me dio un abrazo de consuelo, cuando debió ocurrir lo inverso. Lo reverso. Desde el reverso de todo, Augusto, Paulina y Maite muestran la dolorosa esperanza de que la memoria no se pierde, ni perdiéndola.

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