Una ensalada griega o una enlazada,
la vigorosa bestia corta el resuello aprieta
el lazo arrojadizo su cimbrar de ballesta.
Camarones al ajillo
cumplen su unción crustácea.
El judío pitagórico vuelve a tocar la tecla.
Está, aunque a menudo escapa.
Levita levítico sobre el Tíbet, atisba el monte Athos,
huye del sino sinagoga de rabino polaco.
Es muchos hombres este hombre,
una manada. Gritan desde abajo:
túmbalo con la vara de tumbar gatos,
le quedan ocho vidas caerá de pie se partirá las alas,
gira la horquilla,
que ya está maduro
antes que se lo coman a dentelladas las ardillas,
antes que los cuervos destrocen sus picos
esquilen su corteza de armadillo.
Borda poemas, el mismo poema, todas las mañanas.
Así ha escrito diez toneladas, diez mil maneras
de agujerear zapatos,
entre sake y saque la tinta vuela, rebota,
al rítmico golpe de botas militares.
Verso a letra caen tintineantes maravedís
en la bolsa perforada del gamberro.
Así embetuna saca lustre a las polainas,
cabalga vientos con energía de centauro.
Esa taza de sake era hace rato un lago,
he visto dos coreanos polemizando
en la orilla aquiescente de un estanque
deslizando palabras como funiculares.
Esa taza de sake es un jardín de arena.
Si soplas desenterrarás una mezquita,
un domo helado, un elefante persa,
la giba crepuscular de un dromedario,
el lomo de un cetáceo decapitado en la tarima,
donde estuvieron los ojos
dos túneles perfectos hacen sangre
como cenotes anegados.
José Kozer bebe sake en el almuerzo
y se detiene el tiempo
–y pienso cuantas veces he querido
romper así la física algebraica,
estar o ser sin que transcurra,
algún convenio peligrosamente humano–
giran glaciares sus ojos como icebergs.
Caen azules canicas a la mesa
al levantar la vista un niña
a pie juntillas sobre la banqueta
se inclina torpe, balbucea,
es paloma picoteando en el centeno.
Escucha una voz, una rumba de cacharros,
desde la cocina crujen los andariveles,
y rotan frenéticos dinamos dreideles.
Así ha intentado que la vida sea
interminable ráfaga chichón eléctrico.
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