Al habla con Roberto Picciotto, dices: “Toda mi infancia es la infancia de un muchacho encerrado en una habitación penumbrosa donde, por orden materna, tengo que estar en una habitación a dormir la siesta”.

Terminaba el almuerzo, tenía que hacer la digestión, lo que en los judíos es un tremendo asunto, todo un problema. Siempre digo que el pez muere por la boca y el judío muere por el estómago. Cuidar, hacer la digestión era muy importante. Como tradición en nuestra casa, mamá imponía una siesta, pero un muchacho vigoroso, saludable, deseoso, que tiene doce, trece, catorce años, no puede dormir literalmente una siesta de una hora y quedarse en la habitación descansando durante un par de horas, cosa que además te impone el clima cubano, pues nadie sale a la calle a las dos o tres de la tarde a hacer nada, salvo en invierno, si es que a enero o febrero se le puede llamar invierno.

Esto a mí me obligaba a no saber qué hacer con mi tiempo, que se vuelve un verdugo. Ahora estoy en esta habitación, se supone que duerma una siesta, pero no tengo sueño, y es ahí donde viene el tema del que hemos hablado un poco: empieza la imaginación a cundir, leo pero todavía no leo demasiado, estoy más metido en el mundo de la imaginación propia, del vivir el descubrimiento de que el cerebro se mueve, funciona, te dice cosas, hay imágenes y son diversas, cambian constantemente de espacio, zona, tiempo, tesitura. Y todo esto hace llevadero el tiempo solo, el tiempo aislado, que se me ha impuesto.

Uso con mucha conciencia la palabra impuesto, porque todo lo que estoy narrando tiene que ver con esta coyuntura donde en una casa medianamente en orden, medianamente dichosa, una casa bien, donde no pasa nada –y qué bueno que no pasa nada, porque siempre cuando pasan son trágicas–, pues en esa casa hay un elemento negativo para mí que es la imposición. Papá que te dice: “no se puede hablar mientras se almuerza”, mamá que te dice: “terminaste, tienes que dormir la siesta”. No se me impone nada a nivel religioso, no se me impone ser judío, ir a la sinagoga, no se me impone leer el Talmud o el Tanaj, o ni siquiera ser un buen judío, aunque sí se me impone casarme con judía, convivir con amigos judíos. Y no es que no se pueda convivir con los amigos gentiles, no hay ese prejuicio, pero preferiblemente siempre y cuando conserves los vínculos con tus amigos judíos; luego, vive como quieras. Hay un sine qua non, hay premisas que son muy fuertes, son grilletes, y a mí el grillete nunca me gustó. Siempre me rebelé contra el grillete, quizás porque recuerdo de niño la imagen de Martí en grilletes; eso me marca visualmente, y luego anímica y espiritualmente.

Entonces ese cuarto, esa imposición, es casi esclavitud, pero al mismo tiempo es libertad, porque a mi cuarto no entra nadie. Pasaba el cerrojo y ahí no entraba nadie. Si mi madre quería entrar tenía que tocar a la puerta y yo decidía si la dejaba pasar o no. Tenía la libertad absoluta de hacer con mi mundo interior lo que me diera la gana. No compartía cuarto con nadie. Sólo cuando me caso empiezo a compartir cuarto con mi mujer. Y eso es una gran libertad. Hasta el día de hoy trabajo en una habitación que es la mía y Guadalupe está en una habitación que es la suya. Nos reímos mucho porque nuestro ritmo es de juntarnos y de separarnos, de acercarnos y de alejarnos. El almuerzo, la hora sagrada para nosotros, es el punto en que nos juntamos a compartir la bondad de la cocina, las experiencias del día, y conversamos mientras almorzamos, rompiendo con el esquema que me impuso mi padre. Luego ella se va a lo suyo y yo me voy a lo mío; y de burla decimos “ahora tú a tu área y yo a la mía”, burlándonos de ese nuevo lenguaje extraído del inglés area. Con un lenguaje muy cubano nos decimos “chica, ve a tu área, que me voy a la mía”. Reímos mucho y compartimos ese momento de lenguaje a través de la risa, la risotada, la carcajada, lo que nos une muchísimo. Un contrapunto a esa infancia solitaria donde no existía la risa, pues en mi casa no se reía; donde no existe el chiste verde. Ya en el exilio, en una conversación con mi madre, descubro que ella ni siquiera conocía ciertas malas palabras. “Mamá, no me jodas”, le decía; y ella: “¿Qué es eso?” Hasta ese punto hay una no divulgación del lenguaje en su multiplicidad.

De manera que me voy rebelando contra todas estas cosas, en principio contra la imposición de nada. Cuando se produce la Revolución cubana, una de mis primeras reacciones es “sí, muy bien, aquí hay un idealismo, pero no, muy mal, porque aquí ya me están empezando a imponer cosas, y a mí no me gusta que me impongan nada”. Ahí empiezo a pensar en hacer las maletas. En mí es muy natural reaccionar de esa manera. Que no me digan lo que tengo que hacer; ya es bastante con tenerlo que hacer o con decírmelo a mí mismo; este es un asunto mío. Como mismo no le digo a nadie lo que tiene que hacer. Tiene que haber un respeto mutuo. Pueden decirme o sugerirme, pero no imponerme nada.

Todo esto viene de esa infancia entre dichosa y desdichada que vamos tratando de detallar y de entender. En el caso de esa habitación en penumbras, de esa madre que te impone, el primer exilio interior, el del cuarto por unas horas que resultan demasiadas, empiezo a escuchar los ruidos de la calle, mis amiguitos que juegan, ya son las cuatro, cuatro y media, y yo todavía tengo que estar en la habitación, entonces me digo “¿qué es esto?” O es la una de la tarde, estamos jugando pelota en la esquina y mamá me dice: “es la hora del almuerzo, ven”. “Mamá, dame cinco minutos”. “No, no hay cinco minutos porque es la hora en que se almuerza”. Es una rigidez casi aterradora, pero todo se incorpora, se asimila y se interioriza. Esa misma rigidez existe en mí. Tengo que luchar a través de la vida contra esa propia rigidez que se vuelve obsesiva: “¿cuántos poemas he escrito?”; que se vuelve cómputo: “¿son suficientes 9 400 o debo tener 10 000?” “Y 10 000, ¿serán suficientes?” Ahora mismo tengo montado un pequeño mito casero en el que le digo a Guadalupe que pienso escribir 10 000 poemas si Dios me da vida; y cuando llegue a ese punto, corto, no escribiré un poema más, sólo el 10 001, como Las mil y una noches. Ese último poema lo empezaré a escribir al otro día del poema 10 000, y terminará en mi lecho de muerte, cuando ya esté muriendo. Escribiré todos los días, pero sólo un poema más. Desde el punto de vista de la contabilidad será sólo un poema, aunque tenga mil páginas o yo qué sé.

Lo de computar tiene que ver con eso de estar solo y no saber qué hacer con el tiempo. Estar solo y no saber que hay recursos como la meditación, el silencio profundo o el ocio, como el Wu wei de los chinos donde la inactividad es lo fundamental. Ese aprendizaje que implica sentarse y no tumbarse en la cama, o no pensar o imaginar, sino dejar que se disuelva todo, y vivir también en el descanso y en el reposo del vacío, es algo muy tardío en mi vida, porque viene de la cultura oriental y no tiene nada que ver ni con mi casa ni con mi país de nacimiento. En una entrevista, el poeta cubano Omar Pérez dice una cosa muy chistosa con la que estoy muy de acuerdo: “aspiro a que Cuba sea un país budista zen”. Yo voy un paso más allá y aspiro a que el mundo sea budista zen. Creo que sería lo mejor. Nos evitaríamos muchos dolores, muchas penas sociales, políticas, materiales, que han hecho y siguen haciendo un daño terrible a nuestra sociedad y a nuestro planeta. Si adoptáramos una posición budista zen, más tranquila, más dadivosa y misericordiosa, como actitud social y política, no estaríamos tan enloquecidos por tanta maquinaria y tanta mendacidad.

- Anuncio -Maestría Anfibia

[…]

Hay una escena tristísima, que se me ha quedado pegada a la retina. Viene de tu diario, donde evocas algo que ocurría habitualmente hacia 1968: las visitas a tu mujer, recluida entonces por psiquiatría en el Hillside Hospital. Luego hay una contundente entrada que en sí misma resulta un relato, que se refiere a una visita tuya muy puntual, un domingo del crudo invierno neoyorkino de ese año. No olvido que la grisura de la escena y la tristeza que rezuma ese relato terminaron impactándome hace ya algunos años, cuando lo leí por primera vez.

Aquello era durísimo. El único día en que podía visitarla y tratar de ayudarla (que era mi intención), y lograr que ella viera a su hija, era el domingo. Llegar a ese hospital suponía para mí dos horas y tantas de metro, autobús, ya ni recuerdo, y luego el regreso. Para mí resultaba devastador porque simplemente llegar a este sitio llevaba tanto tiempo. Era un lugar muy bello, con jardines, y ella estaba muy atendida, pero era también un sitio horroroso, porque estaba lleno de locos.

En esa escena que tú descubres, recuerdo el día en que, en un momento dado de la conversación, ella me dice: “¿Ves ese piano?”. “Sí”, le respondo. “Pues debajo de ese piano ayer hice el amor con ese que va pasando por ahí”. Imagina, yo todavía estaba casado con ella; si quieres acúsame de machismo, pero es muy desgarrador y doloroso que tu propia, entre comillas, mujer, aunque yo ya ni la consideraba como tal, te dijera eso. Y lo dijo con saña, para herir; y me hirió, cómo no. Yo me pude haber ensañado con ella, y seguro que lo hice, por lo menos mentalmente. Lo que ya yo había roto por completo con esta mujer, y cada vez me afectaban menos este tipo de situaciones. Mi necesidad era protegerme, ayudarla en lo posible, porque sí, siempre que puedo ayudar a un ser humano lo haré, y sobre todo proteger a mi hija, que era lo más importante. A ella la llevé varias veces porque incluso legalmente tenía que hacerlo. Pero el ir y volver a aquel sitio, los domingos, con aquel frío neoyorkino, encontrarme con las escenas que me encontraba, no era nada fácil.

Aunque aquello venía de una secuencia de escenas que te podría narrar interminablemente. Hay una que es curiosísima: a ella y a mí nos invitan a una fiesta, un sábado en New Jersey. Vamos para allá disfrazados de bohemios, yo con el pelo largo, ella con cuatro bufandas, yo con un suéter portugués que había comprado en Rockport, como el de los pescadores, ambos con los pantalones ripiados. Y todo el mundo en aquella fiesta era normalito, todos vestidos como buenos burguesitos, y empezamos a participar y a beber y a bailar y qué se yo, a disfrutar de aquella fiesta, y poco a poco el ambiente se fue enrareciendo cada vez más, y ya yo no entendía lo que estaba ocurriendo, ni ella tampoco, y por cosas que se dicen nos damos cuenta que todos esos normalitos eran pacientes de un manicomio, a quienes dejaban salir el fin de semana porque ya estaban mejor, y que los bohemios de aspecto enloquecido, mi mujer y yo, éramos los únicos normales.

Este contraste, este impacto, a mí me significó mucho, porque el juego literario de apariencia y realidad se pone en evidencia más que nunca; todo el barroco está ahí presente, ese retrato que aquí ves, que hace Sor Juana Inés de la Cruz, también lo está: cómo la vida te traiciona constantemente y hace de lo aparente lo real, y de lo real, lo aparente.

Pues estas son experiencias vivas que te pueden y te marcan mucho, sobre todo cuando eres muy joven y todavía tu interior se está formando y conformando. Sí, no fue nada fácil digerir toda aquella información. Me dolió. Pero bueno, yo tampoco era un santo, yo me acostaba con quien fuese por ahí. Amor con amor se paga; eso ya es agua pasada, y esa agua no mueve molinos. De veras que de todo esto que estoy contando no tengo ningún tipo de excrecencia o de dolor íntimo, o de pena. Son anécdotas, episodios de una vida común y corriente, donde sucedieron ciertas cosas. Y ya, me tocaron a mí. A otros le han tocado otras peores o mejores, qué se yo. Toda vida es un pequeño infierno.

[…]

¿A finales de los años setenta y a inicios de los ochenta, tuviste algún vínculo con la revista escandalar?

Ninguno, porque como éramos enemigos Octavio Armand y yo, pues él se negó en rotundo a publicarme. Fue una revista que subvencionó Víctor Batista de la siguiente manera: él dijo “Yo costeo veinte números, y a partir de ahí ni uno más, ocurra lo que ocurra”. Y me ofreció esto, momento en el cual le respondí: “Víctor, te agradezco muchísimo esta gran oportunidad de hacer una gran revista, pero yo no la acepto porque estoy muy metido en mi escritura, estoy en un momento en que intuyo que si dejo de escribir y me meto en la revista, más lo complicada que de por sí es mi vida, voy a dañar mi escritura”. Le agradecí mucho, tras lo cual él se la ofreció en segundas nupcias a Octavio Armand, quien hizo una gran labor. De hecho, hizo una labor mucho mejor que la que yo hubiera podido hacer, porque él sí tenía muy buenos contactos, gente muy importante que publicó ahí. Armand es un tipo lúcido, muy inteligente.

García Vega lo elogia en El oficio de perder.

Sí, sin dudas, es un tipo valiosísimo, yo no le quito el mérito en lo más mínimo. Y creo que dejó como legado esta gran revista, esos veinte números, y se comentó mucho que yo no apareciera, porque en esos momentos yo ya sí tenía un nombre, pero él se negó de modo rotundo a publicar nada mío. Y así fue, no pasa nada.

A veces estar ausente de algo se vuelve tan valioso como estar presente. Si estás presente entre muchos, te pierdes entre ellos; mientras que si estás ausente y hay pocos ausentes, pues eso tiene su relevancia y su razón de ser que hay que investigar o entender, ¿no? Ahora sí, magnífica revista, y esta es la historia que yo conozco de cómo llega ese proyecto a manos de Octavio.

[…]

Quienes hemos estado afuera como lectores, y quienes ni siquiera llegamos a conocer a Lorenzo, tenemos una serie de fotos mentales. Por ejemplo, Lorenzo mensajero, office boy, en la editorial Abrams; Lorenzo portero en la tienda Gucci. Él mismo habló de “la estúpida imbecilidad de trabajar en una tienda para millonarios” en Los años de Orígenes, un libro escrito, por cierto, mientras Lorenzo estaba desempleado y se sostenía gracias a los trabajos de costura de su esposa en Nueva York, en 1977. Sin embargo también trabajó en Caracas, en el CONICIT, un centro de investigaciones científicas, como asesor técnico enviado por la OEA. ¿Cuáles de estas fotos te llegan, qué información tienes de ellas?

El resumen está claro, es un hombre que no puede ganarse la vida, no sabe cómo ganársela. Salir al mundo le resulta demasiado complicado, demasiado difícil.

Mira esta anécdota que puede servir para explicar lo que digo: en una universidad de Texas se hizo un encuentro pequeño sobre el neobarroco, yo pedí que lo invitaran y así se hizo. Había unos honorarios, unos gastos cubiertos, etcétera. Como no cubrían a nuestras cónyuges, fuimos Lorenzo y yo, y de nuevo la pasamos muy bien. Fue bellísimo: él leyó por su cuenta, yo leí por la mía, todo fue muy bien. Y al final, le digo al que organizaba “dame la plata”, y me da un cheque para mí, y le digo “dame a mí el de Lorenzo, por favor”. El hombre me lo dio en mano, me acerqué a Lorenzo, que tenía un saco puesto, y le dije “mira, aquí está el cheque”. Se lo mostré. “Está a tu nombre, todo en orden, la cantidad”, y se lo puse en el bolsillo interior del saco. Al final le dije: “Ten cuidado no lo extravíes”. “No, Kozerio, qué lo voy a extraviar, no te preocupes, no soy un tonto”, me respondió.

Pasa el tiempo, tres, cuatro meses, suena el teléfono un día y es Marta, estamos hablando de Lorenzo y me dice: “Oye, tú, aquello de tal universidad, ¿te pagaron?”. Digo, “Sí, sí, por supuesto”. “Ah, no –me responde ella–, porque como a Lorenzo no le han pagado”. Digo: “Perdóname, Marta, a Lorenzo no sólo sí le han pagado, sino que el cheque lo tuve en mano y se lo puse en el bolsillo interior del saco”. Dice: “Ah, típico de Lorenzo, me ha dicho que no le han pagado. Eso quiere decir que lo perdió”. Le daba vergüenza decírselo a Marta. Entonces me dice ella: “Seguro que lo metió dentro de un libro, en esta biblioteca que tenemos aquí en casa enorme, vete a buscar en qué libro, o simplemente se le cayó del bolsillo, lo perdió”. Lorenzo era muy despistado y ya tenía problemas motrices, al caminar se iba de medio lado, cosa que le enfurecía.

Y en ese punto, le dije: “Mira, no te preocupes, va a ser lento y tedioso pero déjame intervenir”. Llamé a quien tenía que llamar y le pagaron de nuevo, porque se tuvo que cancelar, ya sabes, es un proceso burocrático; le pagaron de nuevo, tres meses después.

Pero esto es típico de Lorenzo: perder un cheque, pese a lo cuidadoso que uno ha sido en recalcarle que no lo pierda, y luego no enfrentarse con el hecho. Porque si a mí me pasa una cosa así, lo primero que hago es decir: “Ah, caray, he perdido el cheque, hay que recuperarlo”. Punto. Yo no tengo ningún problema con eso.

Lorenzo, en su febril, laberíntica –nunca mejor dicho en su caso– mente, las cosas se le complicaban ad infinitum. Todo se volvía para él un enredijo cuesta arriba, difícil de resolver, y cosas que para ti y para mí tendrían una solución inmediata, para él se convertían en un infierno. No tenía experiencia en la vida, y esto nos puede retrotraer mucho al grupo de Orígenes. Porque, ¿cómo era Lezama?, ¿cómo era…? Todos ellos eran personas muy incapacitadas para ganarse la vida. En el caso de Lezama lo sabemos perfectamente bien, hay todo un anecdotario.

El caso de Lorenzo es lo mismo, ¿no? Ciertos trabajos que él tuvo, donde él pudo haber prosperado un poco y por lo menos ganarse la vida decentemente.

Como el de la OEA.

Según se me dijo en algún momento, esa posibilidad misma la marró él mismo, la echó a perder, porque su temperamento, su carácter era…

Ríspido.

Era ríspido y de no plegarse a ciertas cosas, que tampoco son indignas, sino que son parte de la realidad.

Normas.

Sí, como ciertas normas. Yo creo que se hizo mucho daño en este sentido, y siempre, hasta que murió, parte de las peleas que yo presencié con su propia mujer tenían que ver con esto. Había la sensación del hombre que no puede ganarse la vida, que no sabe ganársela, y en una sociedad bastante fosilizada e imbecilizada como la nuestra esto es inaceptable. Te vuelves casi un mendigo a la vista de todo el mundo.

[…]

Quiero regresar a uno de tus autorretratos, que he tomado de tu diario, exactamente del 15 de julio de 1995: “Estoy en la tradición de los poemas in crescendo, de largo vuelo entrecortado; poemas deseosos de interminabilidad. No pertenezco a la banda de los económicos, rocallosos, precisadores que invierten doce horas en cuatro grafemas”. Me interesa conocer tu definición de tu propia poesía.

Hay una frase de Oscar Wilde que a mí me gusta –aunque él no me gusta mucho porque era muy postalita– que dice: “Definir es limitar”. Toda definición acaba siendo una cortapisa, una limitación de una posible visión de algo que debe ser más amplio. En el caso de la poesía, toda visión debe ser lo más amplia posible. Tener una propia definición, una etiqueta de la poesía que uno hace creo que es casi imposible, porque uno está siempre en una escritura desde adentro. De manera que sólo el crítico, viendo esto un poco desde afuera, es capaz de consolidar y de sintetizar a nivel, si se quiere, académico o programático, en cierta medida pedagógico, que permita eso que estás buscando, una definición.

Mi poesía se ha movido desde el comienzo por cauces creo que improvisados, donde, si algo puedo decir, es que he sido el personaje que escribe desde una inocencia, porque la escritura siempre fue para mí un acto muy inocente, en el sentido de que nunca me he dado mucha cuenta de lo que estoy haciendo. Ni siquiera cuando era extremadamente joven, en aquella primera etapa en la que el ego era tan fuerte en mí y me podía tanto que yo, para ser lo más sincero posible, sentía que ser poeta era no sólo muy importante, sino un gran camino que llevaba a la “inmortalidad”. Y hoy digo entre comillas, pero en aquel entonces no lo hubiera dicho.

En esa primera etapa, desde aquella inocencia, lo que iba haciendo, ese chisporroteo que iba saliendo de mí, incluso pecaba de la necesidad, que hoy deploro, de nunca corregir lo que hacía, porque el que corrige, pensaba, ya no es un genio, no es un gran poeta. Yo imaginaba que Rimbaud o Baudelaire o Lorca o los poetas que admiraba de joven jamás corregían nada. Craso error: todo el mundo corrige, y ¡qué bueno! Esto ha ido cambiando en mi vida con el tiempo. Entonces hay un primer momento poético en el que ese chisporroteo va por los cauces de la época: años cincuenta, los de mis comienzos, pero sobre todo los sesenta, que a mí me impactaron profundamente en Nueva York. Por ahí mi poesía toma un cariz un tanto, si se quiere, parriano, vallejiano. Es una poesía conversacional, a la manera que se hacía en el Village en los años sesenta, la que hacía la generación beatnik, la que hacía todo el mundo, incluso poetas que considero más interesantes y más serios que la misma generación beatnik.

Lo que me ocurre es que, justo cuando me están sucediendo tantas cosas a nivel humano y a nivel de lector, hay un rechazo del mundo cercano, del ambiente beatnik, bohemio, en el que participo de lleno, pero del que al mismo tiempo hay un rechazo en cuanto literatura. Por ejemplo, soy lector de Allen Ginsberg, pero Ginsberg en realidad no me interesa.

En paralelo a todo aquello hay nombres como T. S. Eliot, Ezra Pound y Wallace Stevens, de donde viene una marca muy fuerte en mi vida. Empiezo a entrar en una zona de lenguaje que entronca mucho con la cosa cubana. Cuba es un país donde el lenguaje es fundamental, donde hablar, para bien y para mal, es esencial para lo que considero que es una de las bases fundamentales de la nación. Martí es un tipo que habla, que sabe hablar, que sabe dirigirse. Castro es un señor que no sabe hablar, que improvisa un lenguaje que considero muy pobre, muy depauperado y, por ende, destructivo; pero es un señor que habla constantemente, pues somos un país gárrulo.

Para mí la poesía conversacional va quedando a la zaga, producto, entre otros, de Trilce o de Poeta en Nueva York. Mi mundo poético se va moviendo más hacia esa zona de la poesía norteamericana, que es la menos conocida, la menos trabajada. Todavía la poesía norteamericana es vista como una poesía conversacional, que lo es a muchos niveles, pero que no lo es cuando lees a Ezra Pound, a Louis Zukofsky o a Lorine Niedecker, poetas que me han ido poco a poco marcando, al descubrirlos y leerlos y trabajarlos. Hubo una etapa en la que, antes de escribir un poema, me leía a Wallace Stevens en inglés, porque no afectaba a mi mundo en lengua castellana.

Ese momento en el que se cruzan lo conversacional y lo neobarroco, es el de mi propio estallido interior, en el que mi poesía empieza a tomar un cauce, quisiera decir, propio, porque creo que lo es, y decirlo no es vanidad y ni siquiera negligencia. Se trata de un cauce real, donde mi poesía empieza a ser otra cosa para mí, y no hablo del mundo que me pueda o no leer. Me refiero a mí mismo, a lo que me está sucediendo. Esa poesía empieza a tener una marca muy curiosa, y va no sólo proliferando, creciendo, se crea un continuismo que al principio es muy obsesivo, pero que luego se naturaliza y pasa a ser simplemente algo que hago como mismo respiro. Esa poesía se nutre mayormente siempre de algo cercano, de algo que se suscita, como el dedo suscita al gatillo de una pistola antes del disparo.

Yo tengo muchas estrategias para suscitar escritura. Y ese modo en que un poema sucede a otro, y este a otro, ese argollarse de los poemas, es algo que me viene sucediendo desde hace treinta años, que no son dos días. No puedo darle una definición a ese proceso, porque no creo que la tenga. Es tan natural, tan espontáneo, pero al mismo tiempo está tan basado en una vida que ha tomado este camino que implica también un amor y un respeto al trabajo –que es el trabajo de cualquier otro poeta también–, porque respeto y amo a muchísimos poetas, igual que detesto y deploro la poesía de muchísimos poetas.

Ese amor por la poesía, por el acto de la escritura, no tiene una definición para mí, aunque se puede usar el término “neobarroco”, si se desea, pues facilita pedagógicamente las cosas, porque en realidad eso se está suscitando con un mínimo de intervención. Se ha vuelto para mí, mi meditación, mi relación con el budismo zen, con mi propia vida, con mi estómago, con mis vísceras, con mi propia mujer, Guadalupe, con el aire que respiro, con el sitio donde estoy. Yo me asomo a una ventana y empieza a hacerse poesía. Llevo una etapa de, diría, un año, en la que escribo dos poemas al día: uno cuando me levanto y otro por la tardecita. Pero no necesito hacer poemas, Gerardo. Hasta cierto punto, hacer más perjudica, si se quiere, a mi poesía. “¿Para qué este señor nos presenta otro poema?”, dirían.

Tú has entrado esta mañana en esta casa y yo, un poco exaltado, te he dicho: “Le acabo de hacer un homenaje a Soleida Ríos y creo que es un poema bellísimo”. Y sinceramente lo creo. ¿Por qué lo hice? No lo sé. Quiero mucho a Soleida, estamos en contacto, y de repente surge “esto”, que viene de la mejorana, la hierba que me viene a la mente, que me hace pensar en Cuba, en La Demajagua, Céspedes, ¡yo qué sé!, la cabeza es un embrollo siempre muy extraño, ¿no?. Y de repente me veo, yo, que soy un bebedor de manzanilla, pues bebiendo mejorana. Y a esta hierba aromática, a este condimento, la asocio con el mundo de Soleida, y ahí empieza a surgir este poema. Él va por su cauce, guía mi mano, mis ojos, mi respiración, guía sobre todo últimamente mi oído; y cuando este poema ha sido hecho, lo corrijo con una meticulosidad, con un cuidado casi obsesivo, donde el oficio es lo fundamental, y después de que me haya parecido hecho a satisfacción, lo mecanografío y lo olvido. Lo olvido total y absolutamente.

Recuerdo poemas míos –en una obra que ya tiene más de diez mil poemas– sólo porque los he leído muchas veces en público, o alguno que otro por ciertas razones ya sentimentales, personales. Hay un poema que leo mucho, un poema de amor, no tanto a Guadalupe, como a nuestra vida en casa, a nuestra vida como pareja, y a ese claro que lo recuerdo, sé en qué libro está, casi te puedo decir en qué página; pero esto ya es muy raro en mí, porque todo lo diluyo, todo lo olvido. Y antes de morir, mi gran aspiración es llegar a un punto donde mi único mundo, mi única lectura sean de carácter búdico, y mi única relación con la escritura sea esta que acabo de relatar: hago, abandono, y eso tiene su propia cuenta, tiene su razón de ser o de no ser, pero donde ya no intervengo para nada. Mi única intervención es momentánea: cuando hago el poema, veinte o treinta minutos, y cuando lo corrijo, normalmente al día siguiente. Al tú llegar hoy, yo estaba corrigiendo un poema que escribí ayer sobre el tema de cómo la palabra y el diccionario no me sirve de nada para la “cuestión”. Y esta “cuestión” es el tema de la muerte, de la vida eterna, de la no-existencia.

Estoy en una etapa muy tranquila dentro de mí, en la que la edad no me pesa, no me hace daño. Estoy preocupado como cualquier ciudadano por cosas muy concretas, mis hijas, mi mujer, que yo al morir pueda dejarles un dinero para ayudarlas, pero estos son preocupaciones, si se quiere, de familia, que en un sentido ulterior y cósmico son bastante banales. Llegar a este estado me ha llevado mucho tiempo. He llegado a desinteresarme por el ser y a interesarme cada vez más por el estar. Tenemos la suerte de un idioma donde se diferencia entre ser y estar. Y a mí me es muy útil esto, porque yo quiero estar, como estoy en una estancia, un tiempo efímero que es la vida, y hablo de estancia en el sentido en que vivo en un cuarto.

A eso he llegado. Lo demás, que si me dan un premio, que si no me lo dan, que si me invitaron o no a tal sitio, que si invitaron a otro y a mí no, todo ese barullo, que está bien, que es divertido y es parte de la vida –no lo niego–, está casi muerto en mí. Lo que pasa es que hay una percepción de este señor que se llama José Kozer como un tipo creído, vanidoso, que está en todas partes, que publica mucho, que se cree que es un gran poeta. Todo el mundo piensa de esta manera de mí, porque a mucha gente le conviene para no enfrentarse con ellos mismos y con un espejo que les diría “Querido, dedícate a otra cosa, por favor, no sigas perdiendo el tiempo”.

Es muy doloroso, y esto lo digo desde un amor, ver a gente que aprecio y que ha dedicado toda su vida a hacer poesía en este exilio cubano, y que de todos ellos no habrá uno que permanezca en lo que se llama “la historia de la poesía”. No sé si yo voy a permanecer, no yo, sino mi trabajo. No lo sé. Ahora, te aseguro que muchos de estos nombres que tengo en mi cabeza no pasarán; es imposible, porque se trata de una obra deleznable. Y ellos han invertido toda una vida en ello. Y es muy triste. Es trágico. Es una tragicomedia.

Entonces, ante eso no puedo hacer nada. Lo que he hecho es aislarme cada vez más, alejarme e irme a la cocorocha de la montaña, a quedarme ahí solo como un recluso. Me he vuelto un recluso. Ahora, desde el punto de vista de mi política personal, hago toda una gala, un alarde de no participación. Y no participo.

[…]

Hablábamos hace unos minutos sobre esa especie de pugna, que me gusta identificar como una disputa entre el escritor occidental que persigue dejar una huella, que está marcado y determinado por el sentido de la trascendencia, y el lector y alumno del mundo oriental que has sido desde hace unos quince o veinte años. Precisamente, de aquella época de cambios (tu huida de Nueva York, tu paso por el sur de España), viene esta entrada de tu diario: “Quitando a mis padres, a mi mujer y algún que otro amigo, los demás habrán pensado en mí, como mucho, un total de diez horas”. ¿Ha cambiado ese José Kozer tras veinte años?

Sí, claro, porque aquel José Kozer está pensando en que los otros están pensando en él. No hay nada más irrisorio que haber dicho eso, e incluso cifrarlo, y decir diez horas es creerte demasiado importante. Qué conocido piensa en uno, durante equis años, un total de diez horas. Cómo se computa eso, y para qué. Sobre todo para qué. Ahí está el ego, un ego muy fuerte, que se traiciona a sí mismo.

Cuando uno empieza a acercase al punto en que se es un poco figura pública, donde hay un reconocimiento, empieza a caer en trampas tremendas. Esta es una discusión que tengo con Guadalupe, cuando ella me reclama “cuidado con lo que dices, porque lo que dices se corre y eso tiene efectos que pueden perjudicarte”, y yo me cago en la noticia.

Yo soy muy desfachatado, y si me da la gana, aunque me perjudique, de decir ciertas cosas, ¡no me voy a callar!, porque a mí me signa la necesidad de no callarme. Nunca me callé. Lo hice de niño ante mis padres, dos calladas muy duras (o muy fáciles) de sobrellevar, y nunca me callé: herí a mi madre por no callarme, enfrenté a mi padre, que era un hombre dificilísimo, por no callarme, cómo yo voy a callar ante el mundo, si yo vengo ya de esa tesitura y de ese hábito. Al mismo tiempo, me he vuelto un hombre más prudente, quizá por consejo de Guadalupe, que me cuida, algo de lo que me alegro; y hay cosas en las que no incurro ya tampoco porque no valen la pena, ¡te cansas! ¡Para qué decir tal cosa! –y esto me pasa en público, cuando me viene una idea y me digo “no, no la digas”–. ¿Por qué? Porque llevaría a un debate, a una disputa, y sería una pérdida de tiempo, ¡no sirve de nada!

Si algo veo en mi vida actual, es que mi relación con el mundo todavía busca el crecimiento propio, y esa necesidad de crecer es tan fuerte en mí. Por eso sigo escribiendo y codeándome con los jóvenes, quienes realmente me hacen crecer, o con ciertas personas a las que escucho con interés y a veces hasta con devoción. Porque es ahí donde está para mí el verdadero conocimiento y el crecimiento, que es lo que da vida.

Hace poco estuve leyendo los diarios de Jules Renard en una edición en español, porque leer francés me cuesta trabajo, y encontraba cosas, que me decía: “¡Madre mía, cuánto me ayuda esto a crecer!, cómo esta frase, esta reflexión suya, este error que ha cometido, me ayuda a crecer”. Claro, en este momento en mi vida en que ya uno crece muy poco, me estoy notando casi que lo contrario, Gerardo. Estoy notando que crezco quizá mucho más que antes, porque estoy en un crecimiento más hondo, más tranquilo, más espiritual, donde no estoy pretendiendo nada, no con nadie, sino conmigo mismo.

Hace poco, cuando fuimos a Vermont, alquilamos un apartamento por una semana, pero la compañía cometió un error y por razones técnicas la señora propietaria nos tuvo que cobrar ochenta dólares más. Sin embargo, cuando reclamamos nos dijeron: “Nosotros no devolvemos ese dinero; si usted quiere plantéeselo a la señora, a ver si ella buenamente quiere devolvérselo, pues bien”. Lo primero que me dije fue “¿Yo, por ochenta dólares, me voy a poner a discutir con una señora que ni conozco, cuando me voy de vacaciones a disfrutar con mi mujer a un sitio que me interesa? ¿Vale la pena?”. Antes hubiera discutido ¡a muerte!, porque se trata de un principio. Hoy me digo “¡A la mierda con ese tipo de principios! Aquí no hay ningún principio, sino ochenta dólares, y ¡sanseacabó! No nos llamemos a engaños. ¡Fuera!, por ochenta dólares no voy a perder mi tiempo”. ¡No me interesa!

Pues conocí a la señora, nos caímos muy bien, era una tipa estupenda, luego me presentó a un poeta que me interesa muchísimo. ¿Hubiera valido la pena plantearle siquiera aquello? Que ni me hubiera devuelto el dinero, porque no era su responsabilidad; la culpa había sido de la compañía y me lo habría dicho inmediatamente. ¿Para qué?

Esta noción, ese principio de realidad, y aquel otro principio del placer, se están conjugando bien en mi última trayectoria de vida. Y eso me da gusto, me da placer, porque no incurro en torpezas excesivas; y todavía incurro en muchas.

Yo tuve un altercado hace mes y medio con un vecino que es un perfecto imbécil, y lo tengo que decir así, porque lo es: el tipo trató de dar marcha atrás y para mí ya era tarde, porque me había insultado de una manera…, y yo no trancé. Y ahora cuando me ve se pone muy nervioso, pero ese es su problema, no el mío. Aunque todavía me come el coco, todavía ese suceso (ahora mismo lo estoy contando) no ha desaparecido; algo que todavía estoy tratando de hacer: diluir al máximo ciertos incidentes que no vale la pena, en un sentido práctico, dejar que te absorban. ¡Porque es una pérdida de tiempo!

Para mí esa es la auténtica madurez: ver que algo que te ha dolido o molestado, pero que no es profundo –eso es otra cosa– se diluye por sí solo, y tu única función es dejarlo diluirse, no te aferres, no te hagas demasiado a eso porque no merece la pena.

[…]

En cierta ocasión Claudio Magris le contó a Isaac Bashevis Singer sobre un niño de su familia que vivió torturado por un cáncer, a lo que Singer, tras un silencio, le contestó: “Sabe usted, la literatura sirve de muy poco”.

Acabo de leer Microcosmos, que para mí no es su mejor libro, pero yo a él le tengo una gran admiración y un afecto profundísimo. Magris hace algo extraordinario: hablar de las cosas más desconocidas, que si Trieste, que si Tirol, que el Danubio, y entonces gentes que uno se dice “¿y quiénes son?, cómo se lo habrá inventado”. Parece una cosa borgiana, ¿no? Y no, no se lo ha inventado. Lo valioso es cómo eso él lo transforma en belleza, en profundidad, en política, en historia, en tantas cosas humanas. Es un ser único. Una de esas personas que uno quisiera, no conocer, sino mantener realmente de amigo cotidiano, irme a un café allí en Trieste y sentarme a conversar con él de cualquier cosa.

Pero la respuesta de Bashevis Singer es verdadera. Cuando tienes un cáncer, que te vas a morir, y sobre todo en un niño, qué se puede decir. No, la literatura no sirve de nada. Pero, perdón, ¡nada sirve de nada! ¿Me sirve Dios de algo cuando me voy a morir de cáncer y tengo ocho años? ¿Me sirve el consuelo de la madre? ¿Me sirve una mano amiga? ¿Me sirve la última cena? Es tremendo lo que le pasa al ser humano, es atroz.

Por eso muchas veces, cuando siento que me voy a quejar de algo, me digo: “Cuidado, Kozercito, tranquilízate, de qué carajos te vas a quejar tú cuando tienes setenta y seis años, has trabajado, has escrito, has comido, no has estado en ninguna guerra, no te han dado palos, no te han metido en la cárcel siendo judío, siendo cubano, no te ha pasado gran cosa”; y eso que puede parecer algo negativo para un escritor, es lo más positivo que lo que pueda creer en este momento. ¡Qué bueno que no me ha pasado nada! Lo único ha sido la escritura, y casi ya ni me doy cuenta de que esté pasando.

Entonces, comparado con ese niñito que va a morir con ocho años y quién sabe en qué condiciones y con cuánto dolor físico, la respuesta de Singer es correcta, es cabal, y es bueno que Magris la haya registrado para todos.

Por otra parte, también en ese punto hay un melodrama con el cual no se hace literatura, y por eso creo que Singer también está pensando que la literatura no sirve para nada, porque con las cosas más elementales de la vida, las mayores formas de la hermosura, del dolor, del amor, con eso no puedes hacer literatura pues acabarás haciendo Corín Tellado.

La literatura es, aparte de un misterio, una mala madre que expulsa a sus hijos, que te lleva por caminos muy turbios, muy contradictorios y muy retorcidos. Porque para hacer una buena literatura, decente o grande, tienes que retorcerlo todo y manosearlo y manejarlo de otra manera. ¡Eso es atroz! Qué bueno poder ser José Ángel Buesa y “pasarás por mi vida sin saber que has pasado”, ¡y ya!, y que varias amas de casa te quieran y te aplaudan: todo eso que nos hace reír y que sabemos que no es una gran literatura. Lo que yo veo constantemente es mala literatura, y cada vez que pongo el dedo en la llaga me doy cuenta de por qué lo es, pues tengo mucho oficio y experiencia, y le puedo decir a cualquier escritor “quita esto, pon esto, porque está dañando tu literatura”, pero al mismo tiempo estoy quitándole muchas veces la forma más humana del ser.

Esto es a rajatabla, una de dos. Dejas de escribir o, si vas a hacerlo, tienes que ser durísimo contigo mismo. De esto hablábamos Lorenzo y yo. Y tienes que cometer esa atrocidad que consiste en decir las cosas de una forma tan ambigua, tan desastrosa. Esta mañana, al terminar un poema, estaba pensando en cuánto hay oculto en el momento de la escritura, porque si no lo ocultaras, dañaría el poema. El no decir versus el suficiente decir es parte de este juego del que estoy hablando. Cuánto dices para mejorar el poema y cuánto dejas de decir; y entre esos dos polos está uno luchando constantemente con una cosa que se llama “el lenguaje”. Y el lenguaje es rey, sigue siéndolo; el lenguaje lo es todo.

No hay día que pase –sobre todo porque vivo en inglés y en español, y eso es durísimo– que no esté revisando interiormente mi lenguaje español, para que no se me muera, para que no decaiga. Esto aparece en mucha de mi poesía. En un poema que escribí recientemente vuelve a suceder, me aferro a ciertas palabras, porque aferrándome a ellas, vivo. Como cuando aprendí que los brahmanes, los ascetas de la India antes del budismo, se ponían el pelo en rodete, y me aprendí esa expresión, “el pelo en rodete”, como tantas expresiones que aprendo y olvido constantemente, y esta siempre me la repito, porque es una expresión tan visual, tan chistosa, para mí tan importante y llena de vida, que no quiero perderla, porque no vivo en ese contexto. Esto es algo que me está sucediendo por la edad, y no es Alzheimer, no.

Hace poco, durante dos días no me venía el nombre de Marc Chagall, y me daba una rabia. Le podía preguntar a Guadalupe, pero me negaba a hacerlo y a buscar el dato en Google, donde lo hubiera encontrado enseguida. Pero es que yo quería recordarlo y no había manera. Entonces, ya desesperado, salí y le dije: “Guada, este pintor ruso judío, el del violín”. Y ella, que estaba viendo algo en la televisión, casi sin mirarme me dijo: “Sí, sí, Chagall”. Silencio. “¿Pasa algo?”, me dijo. “No, no, es que se me olvidó de momento”. ¡Pero llevaba dos días sufriendo! Bueno, eso me está pasando mucho últimamente, y me produce miedo. Miedo a perder, de repente, el lenguaje.

Ahora, una definición del Nirvana, es que este es el lugar incontaminado por el lenguaje. Entonces, “¿qué quieres, Kozercito, el lenguaje todo el tiempo o el Nirvana? Decídete, hermano, porque las dos cosas son contradictorias”. Y claro, como no confío en el Nirvana, me quedo con el lenguaje, y por ahí voy.


* Estos fragmentos forman parte del libro “José Kozer: tajante y definitivo. Entrevista”, que será publicado este año 2020 por Rialta Ediciones.

Colabora con nuestro trabajo
Somos una asociación civil de carácter no lucrativo, que tiene por objeto principal la promoción y fomento educativo, cultural y artístico. En Rialta nos esforzamos por trabajar con el mayor rigor profesional en la gestión, procesamiento, edición y publicación de los contenidos y la información. Todos nuestros contenidos web son de acceso libre y gratuito. Cualquier contribución es muy valiosa para nuestro futuro.
¿Quieres (y puedes) apoyarnos? Da clic aquí.
¿Tienes otras ideas para ayudarnos? Escríbenos al correo [email protected].

Deja un comentario

Escriba su comentario...
Por favor, introduzca su nombre aquí