Dentro de los poetas cubanos, hay uno neobarroco por excelencia –como lo llamara Jacobo Sefamí, crítico de su obra, en el prólogo al libro AAA1144 (1997)–. También dice Sefamí que faltarían unos dieciséis años para que este poeta igualara con la cantidad de sus poemas la cifra de ese año según el calendario judío: 5 773. En el año 2011 ya José Kozer había escrito más de 7 000 poemas, así que había superado con creces cualquier pronóstico aritmético.

Pero su proeza no está sólo en la cantidad, sino en la variedad de sus reconstrucciones. En los temas que buscan respuestas a una sagrada pregunta, a través de la exageración de los colores que trastocan objetos en sentimientos, a través de ritmos yuxtapuestos: “la palabra yegua es yegua azul”; “una luna azul en la noche”; un “rosado de azul”; “azul acíbar”, “flor azul”.

JK nos ha devuelto el tono de Rubén Darío, negándolo a la vez con ironía: “qué decir del nácar de sus botones, son eternos”. Cuando aparece “el crisantemo mineralizado”, y otros minerales usados para manejar “lo trascendente” a partir de cosas frágiles –como los colores–, Kozer no indica el camino hacia otra naturaleza material también, aunque más ilusoria, sin que existan falsas divisiones entre una y la otra: “mi alma es teológica”, afirma.

A través de esa incontinencia verbal, provocada por relaciones de lenguajes que provienen de disímiles zonas del imaginario, logra ser el poeta cubano más equilibrado entre las estelas de José Lezama Lima y Virgilio Piñera. Su obra hace un puente entre ambos, tejiendo y destejiendo una tramposa estructura circular y, dentro de ella, dejando caer aguacates, salmos, boronillas, bejucos, mimbres, a través de historias cubanas y judías que se mezclan entre los cachivaches.

La palabra a JK le permite la sobrevida –pudiéramos decir– de una visión que proviene de estas comparaciones entre dos mundos que le son inseparables, donde recrea todo lo perdido–. La calle Muralla, telas, vendedores, caminatas hasta cualquier punto donde hubiera una victrola: “Lágrimas negras”. Sonidos de los que dice: “reducido a mí mínima expresión alcanzo mi máxima expresión”.

Por eso, sus carpetas armadas por orden alfabético se vuelven ese delirio que alcanza cifras incalculables de textos para subir una pirámide. Encima de esa pirámide hay una meseta, y sobre ella, una estructura que celebra el día con un nuevo poema (un salmo). Al bajar –a la vida diaria y coloquial–, Kozer nada en la piscina de olas calmas donde muguetes, plumbagos, madreselvas, sacan a flote sus flores y aguijones: pican y se quedan diciendo: “Cuba, nazca de tu bajo vientre ya la lagartija, la vea yo de su rabo desprendido (pausa) corretear de nuevo”.

Su poesía, el resultado de un sin lugar, hecho de pedazos que articula con meticulosidad, rompiendo ritmos de diferente procedencia –como está la (pausa) puesta en medio, entre paréntesis, para detenernos–. Porque la culpa, la que más lo atormenta, es detenerse en esa pausa y olvidar la procedencia al subir las graderías del lenguaje, o perder con la velocidad por donde avanzan, esas palabras exactas, precisas, sonoras, que son la medida del compás que las amarra para no perder su conexión con la imagen, convirtiéndolo en un poeta visual: un concepto que cabe dentro de la imagen –como vemos en las películas de grandes directores.

Lo que diferencia radicalmente a JK de otros poetas cubanos contemporáneos, es esa pasión desmedida por estructuras que lo convierten en un arquitecto de las formas que mutan en la repetición. Una repetición en la que sólo varían los sentidos que extiende como seudópodos para atrapar esos desperdigamientos.

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Así, en “Un análisis fecal”, de 1996, plantea la lucha por entrar en lo descompuesto, en lo escatológico, para intentar hallar un alma dentro de la cotidianidad más putrefacta: no hay diferencias en cuanto a las supuestas jerarquías de los discursos, porque una estructura aguanta y resiste a la otra. Y, un gesto es quien, definitivamente, las soporta a todas: al hilo de coser el botón, a su mirada hacia los objetos provocando siempre una utilidad. Porque las cosas tienen su utilidad en sí mismas, y ese es su límite: su función. Una poesía que delimita, y funciona.

A diferencia de otros neobarrocos, como Néstor Perlongher, por ejemplo, JK no usa apenas frases preposicionales, porque su discurso es una conversación fluida, sólo amarrado a esas cajas estructurales que lo sostienen. Discurso de resistencia del lenguaje en sí mismo, dentro de él mismo, como desafío y protección a la vez.

Estas “cajas kozerianas” soportan la obsesión contra el olvido de su origen, usando las propias palabras como sujetadores. Es un discurso que intenta todo el tiempo olvidar al poder y crear otro poder: la ironía del poder de las palabras para olvidar la isla creando otra isla; para olvidar su cuerpo envejecido creando, con su flaccidez, retratos. Kozer es un poeta exiliado también de formas predeterminadas como nos recuerda en su ensayo: “El neobarroco, una convergencia en la poesía latinoamericana” (2010), donde dice que “el poeta neobarroco es cosmopolita por naturaleza […] así está cómodo estando en una calle de La Habana […] así como al beber sake a los pies de una montaña sagrada de Tai Chan”.

“El rostro de la nada” es un poema central de Ogi no mato, libro donde entremezcla los géneros y que proviene de su gusto por el mundo japonés, por la búsqueda de la emoción intelectual desde otras coordenadas. Aquí, levemente, aparecen frases preposicionales, descartadas casi por completo de otros libros suyos: “chancletas de esparto”, “faroles de papel”, “sépalos de brea”, “paso de ascua”, “vino de arroz”, para reformular el valor de imágenes que ya han sido lexicalizadas de antemano.

Hay una práctica budista como parte de esta nueva locación, donde se rearma un paisaje con guijarros, ciervos, agua que fluye, provocando una quietud intelectual que se desliza por el papel: él no es el monje –nunca se identifica con su yo–, él sólo ve al que pretendería ser. Es sólo un reflejo al que trata de alcanzar “estéticamente”: al que huye, al otro (como siempre pasa en el neobarroco).

JK se adentró en las enseñanzas budistas, no sólo como metáforas o imágenes, sino en el resurgimiento de una creencia, su historia, sus fábulas, palabra por palabra.

En “La ley de las compensaciones”, otro poema del mismo libro, el agua hace de personaje: “aguas, abajo a la fuerza, desembocan: declive y porosidad, inevitables”. Llega un momento en el que vemos lo que el monje ve, y no solo lo vemos, sino que lo sentimos, lo tocamos. Las sensaciones se vuelven palabras. Porque para confeccionar el tono de este libro, JK se adentró en las enseñanzas budistas, no sólo como metáforas o imágenes, sino en el resurgimiento de una creencia, su historia, sus fábulas, palabra por palabra.

Uno siente el paisaje –no lo ve–: huele el arroz, degusta el té que ya se ha enfriado en los labios. Así como Françoise Jullien nos habla de “lo insípido” en su libro Elogio de lo insípido –algo tan desconocido por Occidente–, llegan hasta nosotros vislumbres de aquello que nos trae el Oriente, saboreándolo. JK sabe que, dándonos esta insipidez, ese vacío delicado –no el rebosamiento lezamiano– uno coloca lo que falta: el sabor en el movimiento de la cuchara de plata contra la taza, ese sonido que hará la parodia de un mundo que nos falta.

Retomo el tema de las frases preposicionales porque dentro del neobarroco la preposición es la base de la estructura poética (son como las hormonas para nuestro cuerpo), llevan y traen, relacionan, hacen funcionar a los órganos distantes: son el misterio. Por eso, el poeta neobarroco trata de apropiarse de una fuerza que se debilita, al contraer su musculatura, al afianzarse a una barra que sostenga su desequilibrio. La contracción; la continuidad o la discontinuidad de la que habla Bataille, y no olvidemos de cuántos desequilibrios está armado el neobarroco.

“Esas formas simples mediante las cuales los verbos se completan, ejercen una fuerza poderosa sobre ellos. En el chino, por ejemplo, la preposición es decididamente un verbo”, dicen en Los caracteres de la escritura china como medio poético, Fenollosa y Pound, porque “una de las características de la lengua china es la de que en ella podemos ver, no sólo las formas de la oración, sino literalmente las formas de la oración creciendo, brotando una de las otras como la naturaleza, las palabras chinas están vivas y son plásticas, porque cosa y acción no están formalmente separadas”. Añado, porque las del idioma chino no son palabras abstractas, sino subyacentes, donde el objetivo conserva residuos de significación verbal. Y esto es lo que hace JK en La maquinaria ilimitada, un libro publicado en 1998 por Ediciones Sin Nombre. Libro confesional –que es casi por completo un homenaje a la palabra que lo acompaña– y donde sigue insistiendo en el azul (“bombachos azul”, “gris azul”, ”azul claro”, “azul cielo”), y se pregunta por un color destituido que va con él hasta su degradación, en la vejez –como un árbol– que no se astilla, no lo empobrecen las cosas a su alrededor mientras “verborrea poema de poemas de una sien a otra”.

JK reafirma con sus textos que “la frente vi llena de palabras, ya que de esto se trata y de esto estoy hecho”, aunque, al mismo tiempo, vaya fugándose continuamente de la propia recuperación, y de la instauración. Mientras habla con su mujer (Guadalupe) de Pound a Li Po, y de Li Po a Pound, demostrándonos el corrimiento de espacios, lenguas, y propósitos neobarrocos donde todas las imágenes son trasladadas de un tiempo muy antiguo a otro: “el empleo de imágenes materiales para sugerir relaciones inmateriales” por vías que crean a la naturaleza misma, a sus desviaciones y desintegraciones, hasta naturalezas escritas al revés, buscando nuevas rutas que no vayan hacia ningún fin, sino en retroceso como en los ideogramas. Así sus poemas demarcan territorios y civilizaciones pasadas, a través de los recuerdos más íntimos como si fuera sólo la escritura la que haría desaparecer su vida.


* Fragmento del ensayo “Drapeados magníficos”,  publicado originalmente en Tan sólo esto, Isla de libros, Bogotá, 2016, pp. 83-88.

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REINA MARÍA RODRÍGUEZ
Reina María Rodríguez (La Habana, 1952). Poeta. Entre sus libros destacan: Para un cordero blanco (1984), En la arena de Padua (1992), Páramos (1995), Te daré de comer como a los pájaros (2000), Variedades de Galiano (2007), Otras mitologías (2012) y Travelling (Rialta Ediciones, 2018). Ha recibido en dos ocasiones el Premio Casa de las Américas, así como el Premio de la Crítica en Cuba, la Orden de Artes y Letras de Francia con grado de Caballero (1999), el Premio Nacional de Literatura de Cuba (2013) y el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda (2014). Dirige en La Habana el prestigioso espacio de promoción de la literatura Torre de Letras.

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