Presentación
Robert Hughes (1939-2012) escritor y crítico de arte australiano, productor de documentales para la televisión. Nació en Sidney, aunque se muda a Nueva York en 1970 donde comenzó a trabajar de crítico de arte en la revista Time. Antes había estudiado artes y arquitectura en la Universidad de Sidney. En 1964 vivió en Italia antes de irse a vivir a Londres, donde escribió en notables publicaciones como The Spectator, The Daily Telegraph, The Times y The Observer, entre otras. Los trabajos de Hughes para la televisión son varios: escribió y narró la serie de ocho capítulos de la BBC The Shock of the New (1980) sobre el desarrollo del arte moderno desde los impresionistas; la serie de televisión Hughes American Visions (1997), que repasó la historia del arte estadounidense desde la Revolución; y el documental de Hughes sobre Francisco de Goya, Goya: Crazy Like a Genius (2002), transmitido en la primera noche del nuevo servicio digital nacional británico, BBC Four. Publicó numerosos y muy importantes libros, entre ellos The Art of Australia (1966), The Fatal Shore (1988), Culture of Complaint: The Fraying of America (1993), Barcelona: the Great Enchantress (2001), Goya. Vintage (2004). Recibió el premio El Brusi de literatura y comunicación concedido por la Olimpiada Cultural de Barcelona y en 2006 fue galardonado con la Creu de Sant Jordi, distinción otorgada por la Generalitat de Cataluña. Los dos textos que aquí presentamos provienen de su libro Nothing if Not Critical: Selected Essays on Art and Artists (Including “SoHoiad”) de 1991.
Francis Bacon
De repente, a toda prisa, los ingleses saben lo que tienen. “Seguramente el pintor vivo más grande”, escribió Alan Bowness, director de la Tate Gallery de Londres. “El pintor más grande del mundo”, afirmó Lord Gowrie, ministro de las Artes de Gran Bretaña, “y lo mejor que este país ha producido desde Turner”. El artista es Francis Bacon y las palabras se escriben con motivo de su segunda exposición retrospectiva en la Tate (la primera tuvo lugar, con algo menos de éxito, en 1962).
Parte del arte es papel pintado. El de Bacon es papel matamoscas, y a él se adhieren innumerables afirmaciones: durante los últimos cuarenta años ha atraído extremos de elogios y calumnias. Todavía hay mucha gente que ve su trabajo como un guiñol sensacionalista y de modales gélidos. Es el tipo de artista cuyo trabajo genera admiración más que cariño. La evolución habitual de los grandes artistas en la vejez, en la que se convierten en acogedoras y grandiosas figuras paternas, que dan palmaditas en la espalda a sus jóvenes y recuerdan con melosidad otoñal a sus coetáneos muertos, no le ha ocurrido a Bacon, que tiende a descartar casi todo lo pintado en el siglo XX con un sombrío desprecio. Ha dejado constancia de su admiración por Giacometti y Picasso; para algunos otros, unas pocas palabras de respeto; más allá de eso, la sensación de aislamiento es feroz. El lema de una familia francesa aristocrática decía: “Roi ne puis, prince ne daigne, Rohan je suis” [“Rey no puedo ser, príncipe no me digno a ser, soy un Rohan”]. Cambie el contexto y tendrá el epítome de la propia visión de Bacon sobre su lugar en el arte del siglo XX.
El léxico de las imágenes de Bacon es famoso. Su componente más familiar es el Papa gritando, surgiendo de la oscuridad como un ectoplasma carnívoro, su trono indicado por un par de remates de oro, todo encerrado en una jaula incompleta –homenaje a un original que Bacon niega firmemente haber visto alguna vez, el retrato de Velázquez de Inocencio X en la Colección Doria de Roma–. (Puedo testificar que, incluso si Bacon nunca lo vio, la primera vez que lo vi se parecía notablemente a un Bacon; no visto de frente, sino reflejado en el rabillo del ojo por el ángulo casual de la decrépita puerta rococó vidriada del cubículo en el que colgaba solo en la Galería Doria Pamphili, distorsionado por los viejos cristales hechos a mano, listo para gritar). Están los motivos de la Crucifixión, reflejos de Grünewald y la Crucifixión de Cimabue en Santa Croce en Florencia (parcialmente destruida por la inundación de 1966), cuyo cuerpo sinuoso y casi deshuesado Bacon alguna vez comparó sorprendentemente con “un gusano que se arrastra por la Cruz”. Están las figuras que se arrastran y luchan sobre paletas o mesas de operaciones; los retratos retorcidos e interiorizados; las puñaladas, las penetraciones; las furias de Esquilo clavadas contra el cristal de la ventana; y las transformaciones de la piel en carne, de la nariz en hocico, de la quijada en mandíbula y de la boca en una especie de orificio polivalente con molares mortales, todo lo cual aspira, en la opinión común, a la condición de documentos. Aquí, se nos ha dicho una y otra vez, está el límite exterior del expresionismo: estos son los signos de la alienación pesimista a la que una historia de sufrimiento masivo extremo ha reducido la imagen humana. La psique colectiva ha implosionado, dejando sólo la carne individual borrosa, horriblemente generalizada. Las pinturas “reflejan” el horror. Su poder está en su reflejo. Son narrativas, aunque no siempre abiertamente legibles.
Bacon rechaza rotundamente esta opinión. No se ve a sí mismo como un expresionista sino como un realista que, sin embargo, apuesta el resultado de su arte por una oposición entre inteligencia (ordenar, recordar, ejemplificar) y sensación. Sus pinturas no se esfuerzan por contar historias, sino por sujetarse al sistema nervioso del espectador y ofrecer, como él dice, “la sensación sin el aburrimiento de transmitirla”. Una vez comentó: “Una forma ilustrativa te dice inmediatamente a través de la inteligencia de qué se trata la forma, mientras que una forma no ilustrativa actúa primero sobre la sensación y luego lentamente vuelve a filtrarse en el hecho”. El quid de la diferencia entre las figuras de Bacon y las del expresionismo es que las suyas no solicitan compasión. No son patéticas y no intentan llamarte a su propio espacio. Todo transcurre en silencio, al otro lado de la pared de cristal. (Tal vez es por eso que Bacon insiste en colocar incluso sus lienzos más grandes detrás de un vidrio: hace que la separación sea literal, aunque a veces, demasiado literal. El vidrio se convierte en un elemento, incluso en una especie de collage). Como señala agudamente la historiadora de arte Dawn Ades en el ensayo de su catálogo para la exposición de la Tate, hay mucho en común entre la visión de Bacon de los asuntos humanos y la alusión neurasténica y quebrada del primer T. S. Eliot –una mezcla cinematográfica y cortante de “nostalgia por la mitología clásica, la brusquedad de los modales modernos, la amenaza de lo invisible y el estallido de violencia casual”–. Algunas líneas de “Sweeney entre los ruiseñores” de Eliot son bastante baconianas:
el anfitrión con alguien impreciso
conversa al lado de la puerta,
los ruiseñores cantan cerca
el Convento del Sagrado Corazón,
y cantaron en el bosque sangriento
cuando Agamenón dio alaridos,
y dejaron caer sus líquidos residuos
para mancillar el tieso, deshonrado sudario.
Ese “alguien impreciso” es, por supuesto, una figura clave en Bacon. La verdadera peculiaridad de su estilo figurativo es que logra ser a la vez preciso e inasible, ya que sus distorsiones del rostro y las extremidades guardan poca relación con todo lo que los pintores han hecho con el cuerpo humano desde Cézanne. Las formas están gobernadas por el deslizamiento: se manchan de lado, giran, no como la sucesión de hechos expuestos y planos transparentes en el cubismo, sino como si hubieran soportado algún reordenamiento terminal mediante masaje. Su forma conserva una obstinada integridad, resultado preciso de un movimiento brusco. Y entre principios y mediados de los años sesenta, la época de los grandes trípticos, cuando Bacon abandonó decisivamente las evocaciones “espectrales” y confusas del rostro utilizadas en sus Papas y hombres de negocios enjaulados, sus figuras habían comenzado a encarnar un inmenso poder plástico. A veces estas criaturas, anudadas en contrapposto, parecen desesperadamente educadas; pero hay otros momentos en los que las manchas y los nudos de la carne, no tanto representados sino reconstituidos en los verticilos grasos y las manchas de pintura, adquieren una densidad trágica más cercana a Miguel Ángel que al modernismo. Entre los artistas que, en el siglo pasado, intentaron representar la interioridad del cuerpo, Bacon ocupa un lugar destacado, junto con Giacometti. Rompe la cadena de expectativas pesimistas llevando sus prototipos más allá de sí mismos hacia la grandeza. En el arte anterior había un repertorio de emblemas clásicos de energía y patetismo, empezando por el Laocoonte, al que los pintores podían recurrir para esta operación. El punto de partida de Bacon tiene menos autoridad: fotografías de cuerpos blancos anónimos y herméticos en The Human Figure in Motion, de Eadweard Muybridge; una instantánea de un babuino o de un futbolista en movimiento borroso, de un portero golpeando la pelota contra los muñones, del rostro ensangrentado de la niñera en las escaleras de Odessa en El acorazado Potemkin de Eisenstein, graznando en silencio mientras el cochecito se aleja, con sus gafas torcidas. Estas y otras imágenes comienzan como pistas, agujeros en el tejido social, y luego, gradualmente, se convierten en emblemas. Los cristales elípticos de las gafas de la niñera, por ejemplo, se convierten en elipses más grandes, sin rostro detrás; como signos de puntuación que ordenan a uno a concentrarse y a mirar, tachonan la pintura de los años setenta. Los luchadores de Muybridge se convierten en los signos de batalla sexual de Bacon. Pero se despojan de su propósito documental y, al hacerlo, abren el camino a otro discurso de figuras. Cuando están impulsadas por una fuerte emoción –como en Triptych May-June 1973, que conmemora el suicidio de su amante, George Dyer, en un hotel de París dos años antes– las imágenes “impactantes” de Bacon se elevan al orden de una gran lamentación: nos devuelven al pasado clásico, pero a sus sacrificios, no a sus mármoles.
Nada de esto sería posible sin el dominio de Bacon del lado físico de la pintura. Se ha hablado mucho de su dependencia del azar, pero parece haber afectado su vida (es un jugador empedernido, un adicto a la bayeta verde) más que su arte. Se podría decir que la jaculatoria de pintura blanca en el cuadro Two Studies for a Portrait of George Dyer, 1968, es azarosa, pero ese tipo de azar se manipula fácilmente con la práctica y rima sospechosamente bien con otras curvas de la pintura (como el respaldo de la silla en la imagen dentro de otra imagen de la izquierda). La verdad es que el Bacon que vemos esta vez en la Tate tiene mucho más en común con los viejos maestros que con la pintura contemporánea. La pintura adquiere una maravillosa plenitud al hacerse carne. Uno piensa en la luz centelleante, el dibujo intersticial rojo veneciano, de Tintoretto. Este tipo de superficie de pintura es parte del trabajo de transmitir sensaciones, no proposiciones, y no es ociosamente suntuosa ni “irónicamente” sexy. Pero lo único que no puede hacer de manera confiable es arreglar la extrema disyunción entre las figuras de Bacon y sus antecedentes. El contraste de los dos –la intensa plasticidad de las figuras, el plano escenario de las habitaciones y espacios en los que se convulsionan– es lo que da lugar a la acusación de “ilustración”. No desaparecerá del todo, porque Bacon rara vez logra establecer todo el campo del lienzo como una estructura coherente, ejerciendo en cada parte la presión necesaria sobre la siguiente. Uno mira las figuras, no el suelo. De ahí la teatralidad de sus fracasos. Pero al igual que sus éxitos, estos también son obra de un artista absolutamente convincente que morirá sin herederos. Nadie podría imitar a Bacon sin parecer estúpido. Pero ignorarlo es igualmente absurdo, porque ningún otro pintor vivo ha expuesto con tan despiadada claridad las tensiones y paradojas que rodean todos los esfuerzos por ver, y mucho menos pintar, la figura humana en una era de fotografía.
Time, 1985
Willem de Kooning
Willem de Kooning cumplirá ochenta este año. Haber llegado a tal edad, todavía pintando con valentía, es haber sobrevivido a todos los enemigos y a la mayoría de los amigos; a estas alturas su reputación difícilmente puede verse disminuida, y tal vez por eso el Museo Whitney de Arte Americano no ha tenido más remedio que ampliarla un poco más. Si De Kooning no es exactamente un Picasso americano, al menos ha estado en todos los libros de historia del arte y en la mente de muchos artistas durante los últimos treinta años. Su carrera comenzó tarde –ni siquiera tuvo una exposición individual hasta los cuarenta y tres años– pero resultó duradera. Así que, aunque la exposición de más de 250 de sus pinturas, dibujos y bronces en el Whitney sea la mayor retrospectiva de De Kooning jamás realizada, no deja de ser un informe provisional. Y, hay que decirlo, lamentablemente incompleto.
Muchos de sus mejores trabajos están ausentes. El Instituto de Arte de Chicago se negó a prestar Excavation, 1950, la mayor y más ambiciosa de las abstracciones biomórficas de De Kooning, mientras que de la célebre serie Women de principios de los años cincuenta, esas amapolas con sonrisa de tiburón ante cuyos torsos regordetes y amenazantes se ha presentado tanta rapsodia crítica, faltan tres de las pinturas principales (propiedad de Australia, Irán y el Museo de Arte Moderno de Nueva York). Tampoco llegamos a ver Police Gazette, 1954-1955, o Gotham News, 1955-1956, las impactantes pinturas de la ciudad que iniciaron los valientes paisajes de De Kooning de finales de los años cincuenta. Con estas y otras lagunas, se obtiene una imagen poco completa del artista en su mejor momento, hasta los sesenta años. Para cuando la muestra llegue a Europa y otros trabajos iniciales se hayan separado, será aún más irregular; esto frustrará cualquier esperanza de que la exposición revise la historia del arte con fuerza, instalando a De Kooning en el lugar de Pollock como el héroe central del expresionismo abstracto.
El ensayo del catálogo de Jorn Merkert afirma que De Kooning “quizás jugó el papel decisivo” en el desarrollo del expresionismo abstracto (a pesar del generoso homenaje de De Kooning a Pollock como quien “rompió el hielo”). El propósito de la canonización está bien logrado; una vez más –aunque hay que exceptuar el mesurado y esclarecedor ensayo de Paul Cummings sobre los dibujos de De Kooning– la obra de un artista distinguido se convierte en un pedestal para la exhibición de reivindicaciones infladas. Quizás no esté en el espíritu navideño sentir que esta obra tiene fallas o limitaciones.
Pero lo hace; ¿qué pintor serio no lo hace? Su naturaleza puede evaluarse comparando al De Kooning “temprano” con el “tardío”. Cuando el joven holandés, delgado y pálido, entró clandestinamente en los Estados Unidos sin los documentos adecuados en 1926, trajo consigo algo que muy pocos de sus colegas de la Escuela de Nueva York de los años cuarenta y cincuenta llegarían a tener: una formación artística exhaustiva basada en el gremio que se centró en el dibujo formal de la figura. Sus primeros retratos –ya sea a lápiz, como es el exquisito estudio de Elaine de Kooning, Portrait of Elaine, de alrededor de 1940-1941, o al óleo– tendieron a consolidar una infalible densidad de estructura debajo de sus superficies de aspecto vacilante y de tonos cerrados; todos los matices y dudas en la parte superior (a menudo De Kooning, como Arshile Gorky, no se atrevía a darle la forma final a una mano o al costado de una cara, dejando una mancha borrosa), eran hierro por debajo. Fue el arte del dibujo de De Kooning lo que le permitió consolidar sus comparaciones con otros artistas (desde Gorky, John Graham y, sobre todo, Picasso) hasta un núcleo firme. Se pueden citar las adquisiciones picassianas en Seated Woman, de alrededor de 1940 (el cabello de Dora Maar, los senos y las pantorrillas de Marie-Thérèse Walter), pero el dibujo, el ritmo, el sentido del intervalo y la estructura ya son propios de De Kooning, y tienen un fuerte sesgo clásico, fijado por un largo estudio de Ingres. (Los hombros de las mujeres de Ingres, alzándose con sublime complacencia lunar desde sus escotes imperiales o, desnudas, desde los azulejos turcos, tenían mucho que ver con la sintaxis de De Kooning en aquel entonces).
El resultado fue que las mismas pinturas que aseguraron la reputación de De Kooning como figura clave del expresionismo abstracto, un pintor apenas menos “radical” que Pollock, se basaban en el prototipo y la práctica clásicos: si sus pinturas de la década de 1945-1955 parecían una milla hacia adelante, también parecían dos millas hacia atrás. Su estructura inherente no tenía nada que ver con el expresionismo alemán ni con ningún otro tipo de expresionismo modernista. Estaba más cerca del cubismo, pero con los giros y parpadeos de la forma cubista se le daba una densidad agitada, casi literalmente hecha carne: una desgarrada rejilla poco profunda y reconstituida por la acción vigorosa, viril y exploratoria de la línea de De Kooning. Sus dos abstracciones casi monocromáticas de finales de la década, Attic, 1949, y Excavation, invocan el cuerpo sin representarlo. Parecen estar repletas de codos, muslos e ingles, pero estas imágenes –que, en manos de un simple pintor de mentalidad surrealista, podrían haber convertido la superficie en un osario– son sublimadas por los instintos clásicos de De Kooning a un sentido generalizado del cuerpo que coincide, de forma concisa, con los musculosos rastrillos de su pincel.
Si Excavation y Attic fueron quizás las pinturas más importantes de la larga carrera de De Kooning, las más conocidas son sin duda Women. De Kooning siempre ha estado obsesionado, como pintor, con los cuerpos de las mujeres, citándolos en su totalidad y en detalle, con una mezcla única de distancia, intimidad, lujuria, humor y despecho. En ellos, a veces renace la ondulante amplitud de la carne de Rubens, junto con el afecto sardónico que Reginald Marsh sentía por sus bellezas de Coney Island. Pero las mujeres de principios de los cincuenta son sus canónicas –en parte Ishtar arcaica, en parte prostituta de Ámsterdam y en parte Marilyn–. Su atributo más amenazador es su sonrisa, originalmente recortada de un anuncio de la revista Life y luego pegada; en Woman and Bicycle, 1952-1953, hay dos sonrisas, una donde debería estar y la otra dispuesta como un collar de dientes alrededor de la garganta. Con tales pinturas, De Kooning logró la unión casi imposible del arcaísmo expresionista con la feminidad del estilo pop de los años cincuenta. Women puede carecer del rigor formal de las pinturas que la preceden, pero profundiza tanto en las actitudes estadounidenses hacia lo bello y lo banal que su vitalidad como signo no ha disminuido en treinta años.
El gran cambio en la obra de De Kooning se produjo después de 1960, cuando dejó Manhattan para ir a Long Island –esa lengua plana de campos de patatas, molinos de viento y matorrales, arqueada con un aire deslumbrante, que ya había recordado a generaciones de artistas su Holanda natal–. Sus pinturas se volvieron más dulces y atmosféricas; las superficies rayadas y córneas de las imágenes de la ciudad dieron paso a una creciente exuberancia; su sintaxis se debilitó a medida que los efectos “expresivos” sueltos del pigmento mantecoso y espumoso ahogaron el antiguo rigor de su dibujo. Uno espera constantemente que surja algo “importante” de su retórica: indicios de violencia erótica; las posturas extendidas y como de ranas; la extraña atracción entre la figuración cruel y el dulce color soleado.
Pasaje tras pasaje pintado recuerda que la antigua astucia de la mano permanece, aunque a menudo en suspenso —el “toque”, como el tono natural de los cantantes, por el que De Kooning es justamente famoso y en el que se basa su sentido del dibujo–. A veces, una pintura entera recupera la intensidad lírica anterior: una es Pirate, 1981, con su superficie aireada, rosa y dorada, de carne y nubes. Pero hay mucha banalidad y autoparodia, consciente o no, entre tales obras, especialmente en la escultura, que se trabaja hasta alcanzar un frenesí háptico de superficie sin transmitir la más mínima energía como forma, su falta de hueso imita la falta de estructura en las pinturas.
Naturalmente, los curadores de la muestra no comparten esta opinión. La discusión sobre el difunto De Kooning siempre ha estado influenciada por los informes meteorológicos, y su etiqueta exige que el pintor sea tratado como el huracán Willem. El ensayo de Merkert ofrece muchos galimatías de este tipo. “La fuerza creativa de eros se ha fusionado con el flujo de un magma informe de luz y materia liberada que se dirige hacia la congelación y la forma. Las nieblas y los gases oscurecen estos acontecimientos”. De hecho, lo hacen, y la figura en esta oscuridad neo-bayreutiana es el propio der fliegende Holländer, deslizándose con el viento oratorio. Es el mito el que suscita ese lenguaje, un mito ahora agrandado hasta el punto de que se espera que veamos a De Kooning no sólo como un pintor notable e incluso ocasionalmente genial, sino como una fuerza primordial de la cultura cuyas acciones adquieren relevancia con cada día que pasa. ¿Pueden haber pasado sólo quince años desde que Hilton Kramer aseguró a los lectores de The New York Times que “la cuestión de la influencia del señor De Kooning es ahora un tema muerto”?
Lo que ocurrió entre ambos, por supuesto, fue el neoexpresionismo. Así como sus pinturas de los años cincuenta fueron imitadas desde la Calle Décima hasta Sídney (y pisoteadas tanto por minimalistas como por greenbergianos en los años sesenta y setenta), sus obras tardías se convierten en el padre adoptivo de los “nuevos fauves”. Lo parecerá aún más cuando este espectáculo, despojado de la mayor parte de las obras cruciales de De Kooning anteriores a 1960, llegue a Berlín. Sin duda, esto dará a las últimas pinturas una capa retórica más espesa. Pero eso no las hará mejores de lo que son.
Time, 1984