Fotograma de 'Juan de los Muertos', Alejandro Brugués dir., 2012
Fotograma de 'Juan de los Muertos', Alejandro Brugués dir., 2012

Partamos de algo muy simple: todo emigrante participa del duelo.

Todo aquel que abandona el lugar donde nació atraviesa una fase de luto ligada al desarraigo. Este duelo no comienza en el lugar de destino, sino en el momento justo que se tiene la seguridad de la partida. La confirmación trascendental de que hay que abandonarlo todo, aunque duela. En ese instante ya solo queda tierra muerta. El olvido empieza a perpetuarse mientras se completan los pequeños rituales de despedida.

El desarraigo es una escisión permanente, no importa cuánto tiempo trates de esconderla. Lo de veras necesario es saber lidiar con ella.

Piensa este luto como el acompañamiento a alguien durante una larga enfermedad. En el justo momento de la muerte, no invade al cuidador una sensación dolorosa sino el alivio. La pena fue estirándose tanto durante la convalecencia que ya no queda nada por lo que llorar. Te libras de una carga, aunque fue tanta la espera que no sabes qué hacer con tu nueva libertad. Puede, también, asumirse el duelo como el eterno estiramiento de una ruptura amorosa, que es otra manera de morir o de matar. La incisiva espera de dejar que el otro dé el primer paso para quitarnos la carga de terminar la relación.

Se dejan de lado los pequeños gestos de cariño, los detalles significativos. Se olvida la caricia antes de dormir, llevar el café a la cama, la mirada cómplice. Se da por inevitable el final. Sabes que necesitas salir de ahí, que tu vida está en otra parte. Estás convencido de que no queda nada a lo que aferrarse, que todo lo que te llena la cabeza son excusas. No sientes. Te debates entre el vacío y la costumbre. El no perder lo poco que se tiene, la minucia que calma el desespero.

En ambos casos se impone un periodo de duelo necesario. El luto que se guarda tras la muerte. Un proceso de congoja cuya temporalidad depende tanto de lo socialmente establecido como del tiempo que necesita la persona para recomponerse. Nunca es fugaz, se va penando desde antes de reconocerlo totalmente.

La mía es una generación de emigrantes. Todos sueñan salir del no-país que se ha vuelto Cuba. Quieren ser y lo merecen. Llevo años con la idea del adoctrinamiento patriotero reventándome los sesos. Quiero salir de eso también. Es parte de mi luto.

Salirme del drama cubano para poder respirar. Descansar de él, al menos unos minutos. Unos días. Puede que algunos años. No se puede vivir bajo la nieve con la cabeza enterrada en las arenas de Guanabo. No se puede estar pendiente del móvil para saber sobre el último asalto o la nueva disposición de la empresa eléctrica. No se le puede exigir a quien se va que hable constantemente de Cuba. Tampoco pedirle que no la recuerde con cariño o con rabia. Cada quien recuerda a sus muertos como quiere, como puede. El dolor embellece o aniquila la memoria, pero siempre deja amargo el paladar y la boca seca por las cenizas.

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Cuba es a la vez un cadáver y una amante. Cuba es un no-país perpetuado en la memoria.

No se le puede exigir a quien se va que no piense recurrentemente en los suyos, que se posicione binariamente, a favor o en contra. Tantos años de ideología en vena son difíciles de abandonar. Las transfusiones son pocas y caras.

En Juan de los Muertos, Vladi California quiere irse a vivir a cualquier país donde no sepan nada de Cuba. No pretende olvidar de dónde viene, sino evitar el látigo constante de la memoria. La marca en la frente de Caín, el denostado recordatorio de la insularidad. Saltarse las preguntas incómodas, las explicaciones vacías. Quiere vivir en paz. Hace mucho tiempo que asumió su luto.

Pero el deseo percute en la frente como la gota china.

Quiero recordar con cariño y sin rencor. Quiero que, cuando piense en algo relacionado con Cuba, mi primera imagen no sea Díaz-Canel haciendo el ridículo o la egolatría de Fidel Castro en todas las esquinas. Quiero ser objetivo y no pasional. Dejar a mis muertos tranquilos y que no vengan a atormentarme. Aspiro a no obsesionarme con mi ex, ni ella conmigo. Dejarla que siga con su vida, que se desbarranque si le da la gana, pero que no me lleve consigo.

Para quien emigra, es importante el luto. Dejarse llevar por las emociones y soltarlo todo. Un emigrante es una persona que lleva su casa a cuestas, su pequeña patria envasada en los libros, un poco de tierra o una botella con el agua del mar. Un emigrante es un buscador, a fin de cuentas. Alguien que busca dónde pertenecer.

Gabriel me cita una frase que escuchó alguna vez, y yo parafraseo lo que quiero recordar: “Patria es el lugar donde la comida caliente te espera en la mesa y la gente te recibe con una sonrisa”.

No sé si esté del todo de acuerdo.

Rubén Blades dice que “Patria es el cariño que guardas después de muerta la abuela”.

Quizás con eso empatizo un poco más.

Simone Weil dice algo así como: la patria, ese no lugar de obligaciones absolutas hacia cosas relativas, y yo me trago cualquier acotación.

Patria es un concepto vacío. Una construcción humana de la necesidad de asirse a algo. Siempre es el recuerdo de lo minúsculo, lo que alcanza la vista. Ya no sé lo que es.

Quizás solo otra gota.

Sin el duelo se vive en la negación. Se acusa al otro (la isla) porque no sabes desprenderte, porque no quieres olvidar. Te niegas a seguir, a establecer otras relaciones. Vives aferrado a la nostalgia, a una nostalgia que es lo único que puede salvarte del desespero. Lo jodido es que te agarras a esa tabla carcomida pensando que tu único valor está dado en relación con eso, que lo único que te define es cargar con el gentilicio a todas partes.

No quiero cargar con el peso muerto de la isla sobre mis espaldas, de estar todo el tiempo reivindicando la política. Hacia ninguno de sus extremos. No quiero vivir bajo la comparación de lo nimio, de la facilidad y el funcionamiento del transporte, del precio del puerco o los frijoles en el mercado negro. Quiero evitar el afán de comprobar qué hora será en la isla, qué estarán haciendo ahora.

No es sano.

No me apetece hacerlo.

Salir de Cuba trae consigo un exorcismo. Se es cubano, a pesar de todo. Incluso cuando se reniegue de las raíces porque, gracias a dios, la isla es mucho más que su gobierno.

Pero el duelo es miserable. Es enterrar en vida todo lo que uno ha sido con la esperanza de reinventarse. Es necesario e inquietante.

No existe un manual de instrucciones para ello. No puedes acercarte a una librería y seleccionar un libro, como quien elige un mapa o un folleto de autoayuda. En las farmacias no hay píldoras mágicas para curar la situación, solo analgésicos temporales. El gorrión vuelve, desplumado, cabizbajo. Se posa en la ventana los días de sol o de llovizna. Si lo dejas entrar se te posará en la cabeza, con su pico gastado te agujereará los sesos. Hay que espantarlo, aunque sepas que con él se te va una parte de la vida.

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1 comentario

  1. Excelente escrito Daniel. Nunca me había leído nada tuyo. Enhora buena a tus juicios acerca de ser un emigrante y el luto que llevamos. Gracias por compartir. Gusté mucho

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