Fotograma extraído de 'The Cabinet of Jan Švankmajer' dirigido por los hermanos Quay
Fotograma extraído de 'The Cabinet of Jan Švankmajer' dirigido por los hermanos Quay

“Autorretrato” es un texto breve, de apenas una cuartilla, escrito por el cineasta checo Jan Švankmajer en 1999. Fue publicado por Analogon, una revista surrealista en la que más que escribir, Jan animaba. Y así empieza: “Soy una mano. La mano es un instrumento. Soy, por lo tanto, un instrumento”. Aquí hay algo. Debajo del papel en el que leo esto no siento ese simple silogismo categórico, sino una ardiente masa de barro que mancha todo el papel –y que no está dispuesta a limpiar nada, porque eso formaría otro tipo de papel.

Nacido en la Praga mítica de Kafka y Meyrink, Švankmajer aprende desde muy pequeño a percibir el mundo con las manos. Checoslovaquia –Bohemia antes de conformarse como Estado independiente– ya tenía desde el siglo XVIII una vasta tradición de teatro gracias a los titiriteros ambulantes que iban de un lado a otro tensando los hilos de la creación. Es así como su madre, a los ocho o nueve años, le regala a Jan un teatro de marionetas. Y como todo niño que al jugar conoce el mundo, el joven cineasta checo se valdría de otros lenguajes para conformar el suyo.

Antes de sobrevolar su filmografía, hay que entender algo: el stop-motion checo. Cuando se habla de los inicios de la animación cuadro a cuadro, en su mayoría se remite a Willis O’Brien y sus dinosaurios de goma combatiendo, o al gran Ray Harryhausen con su cine de criaturas propias y ejércitos de esqueletos feroces. Pero la animación checa se arma de manera distinta porque lo hace con marionetas. De ahí viene la semilla del árbol (que parece carrolliano) que es el stop-motion checo y que crecería tomando la forma del Teatro Negro de Praga, hasta llegar a su madurez gracias al séptimo arte. Podemos decir que la historia del stop-motion checo empieza con una mano, como la del poema “Ajedrez” de Borges, que primero sujeta la cruceta de su loutka, para después desnuda formar una sombra, y terminar moldeando su arcilla mientras sostiene una cámara.

Švankmajer
Fotograma de ‘Alice’, Jan Švankmajer, dir., 1988

La percepción del movimiento es uno de los grandes cajones del gabinete del cine. Švankmajer, después de haberlo abierto con Laterna magika, se da cuenta que a eso quiere dedicarse. Es así que sin cerrar ese cajón va tomando de la pintura y la literatura los elementos que necesita para ir, fotograma a fotograma, narrando sus propias historias. Uno de sus primeros cortometrajes es Juego de piedras, donde podemos ver ya dos cosas importantes de subrayar en su trayectoria: el uso del tiempo y la vida que posee cada objeto. Cada material en la obra del checo demuestra que tiene una vida interior potente con cargas emocionales y sensoriales. Es decir, cuando uno roza el cepillo que fue de nuestra madre –o como yo ahora paso mi mano por la Olivetti de la mía– se desata algo que el cineasta denomina “memoria táctil”. Y esa memoria receptiva y multidireccional es lo que sobrevive a los años, al polvo, y a las cajas de recuerdos mohosas que al abrirlas, más que devolvernos respuestas, nos entregan nuevas preguntas. Eso dota al objeto de cierta vida. Švankmajer mismo lo experimentó con algo, un poco más traumático, que sublima sobre todo en Food y que trata de la repulsión hacia algo que nos es familiar y necesario: la comida.

En Food podemos dar cuenta de otro de los recursos oscilantes de los que se vale su director para servirnos su plástico plato fuerte cinematográfico: el uso del sonido. Y nunca mejor hecho imágen que cuando, en la historia del cortometraje que corresponde al desayuno, vemos que los utensilios salen de los oídos de los personajes. Eso: comer con el oído. Es así que a lo largo de Food escuchamos acciones que nos son tremendamente cercanas, pero intensificadas de tal forma que provocarán extrañeza.

Esa vida interior de cada objeto, su elasticidad narrativa y visual, sumado a cómo suena, nos lleva a otro tema importante: los referentes de nuestro checo. Que contrario a lo que se puede pensar de un realizador cinematográfico, no vienen del cine, sino primariamente de la pintura y la literatura. Vienen del manierismo arcimboldesco, el coleccionismo de Rodolfo II, la alquimia, de Kafka, Goethe, Poe (la literatura gótica será una de sus grandes aficiones, como puede verse en adaptaciones que van desde El castillo de Otranto hasta El pozo, el péndulo y la esperanza), Carroll (tenemos su Jabberwocky a la par de Alicia y resonancias en la adaptación de Fausto donde sueño y realidad se combinan sin dejar muy claro quién devora a quién), Giorgio de Chirico, El Bosco y otros que ya corresponden al mundo del séptimo arte como Sergei Eisenstein, Aleksandr Tairov y Oskar Schlemmer.

Toda su filmografía nos muestra la literatura como sobreimpresión y desborde creativo; la pintura se sale del cuadro y llega a la cámara; los objetos se moldean en nuevas criaturas; el diálogo se desintegra hasta dejarnos a solas con su ruido y sus figuras arcimboldescas (aunque Dimensiones del diálogo da para otro artículo). Y todo esto, sin duda, habla de un cineasta que supo articular su propio mundo desde la arcilla.

“En lugar de uñas tengo pequeñas lenguas puntiagudas y glotonas con las que lamo el mundo”. Eso es el cine de Jan Švankmajer: pequeñas lenguas glotonas que lamen el mundo (y la pantalla).

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