Caridad, la modista
Caridad, la modista

En esa lucha he sobrevivido al instinto imperioso de defender la vida, mientras que la vida en sí ha perdido tanto que no le queda mucho más que el propio nombre. Lo que hay y que perdura está mutilado y torcido, y lo que nace y empieza ya en el embrión está envenenado, quebrantado.
Ivo Andrić

Estoy leyendo un tercer libro de Dubravka Ugrešić. Ya había leído No hay nadie en casa, sobre su condición de inmigrante: su realismo al hablar de la nostalgia y del dolor por lo perdido en Yugoslavia, su patria. Una patria que va conformando de un lugar a otro, luego: “en solo un año había perdido el hogar, los amigos, el trabajo, la posibilidad de volver pronto, y también el deseo de volver”, nos dice.

Ahora, en su diario: El museo de la rendición incondicional, que es un acercamiento a la madre y a otras mujeres solas como ella que soportaron el exilio, o la guerra; alumnos que tuvo mientras vivió en Holanda; amantes que fue conociendo en los diferentes países donde vivió: encuentro donde nos emparentamos. Y hago un mapa desde un país parecido al suyo en una época de carencias (la mía, por el llamado Periodo Especial, en La Habana, y la suya, por la guerra). En un exilio que no queremos nunca reconocer porque “quizás para ellos el género del exilio”, como lo llama Ugrešić, sea otro género literario más, vislumbrado como “un estado inconmensurable”: como esa mentira que se vuelve verdad sin querer.

El exilio, nos dice Ugrešić, “era la historia de las cosas que dejamos atrás […] un cambio de voltaje y de hertzios […] cuando extenderíamos en el plano de una ciudad […] en vez de una bandera, una crucecita”. Y pienso en mis cruces: en “las crucecitas y los nuditos” que se mudan de un lugar a otro como los objetos. Los que llevé para armar aquella casa, y los que traigo ahora de vuelta. Mi hija me dice: “estás armando otra azotea aquí”.

Entre esos cambios de tonos de luz, entre las sombras de un techo bajo en la azotea, amortiguado por la llegada de los comejenes, y un apartamento con ventanas de vidrio en Coral Gables, en Miami, estoy. Muchas veces me pregunto qué hago aquí, o que hago allá. Pienso en las claridades que se vuelven diferentes al iluminarlas, y en los atardeceres que rumian intensidades perdidas. Pienso en la dedicación con la que construí tantas cosas que se van diluyendo por los hertzios, por los puntos o nubecitas negras de los ojos; cosas por las que no puedo luchar más o esclarecerlas.

Entonces, Dubravka Ugrešić habla de los retales (para mí, retazos) con lo que vestía a las muñecas. Habla de los ojos de la madre que la siguen mientras miran juntas las fotografías familiares: El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes, título de la novela de Tatiana Țîbuleac, que ella menciona, mientras que la madre va perdiendo la memoria: “los imparables hilos”, los llama. Y los ojos tan verdes antes tienen una neblina amarillenta que les cambia el color. Escribí por entonces, en 2008, El libro de las clientas, dedicado a mi madre, la modista, y la senté en un sillón junto al balcón de la esquina de Ánimas y se lo leí de un tirón.

Han pasado doce años desde entonces, y las manos de mi madre son como una telita extremadamente fina que se pega a los huesos de los dedos y aprietan como tenazas cuando los meto entre los míos. Esas manos, llenas de carreteras con salidas y entrantes de venas, no de joyas, presumen de haber encerrado un lugar con pinchazos de alfileres: un alfiletero de carne, mi madre.

Así me pinchan ahora, cuando la miro bajo el perímetro de unos ojos que se han convertido en míos, oscureciéndose. Uno más gacho, el izquierdo, me mira desde ese hueco de la pupila que se desgaja y donde queda un pozo. Aquel del patio de la casa de abuela donde me aferraba al brocal para no lanzarme. Por eso, nunca miré el agua.

- Anuncio -Maestría Anfibia

Por eso, ya me dicen Cari, su nombre, cuando paso por la calle donde vivía, confundiéndome con ella. Ya que, por ser la que me fui, y ella, la que permanece, tal vez durante ese proceso, tuve el privilegio de convertirme en ella. No sé si por aquella foto de cuarto grado celebrando con la maestra Fefita en la escuela Paquito González, de Lealtad entre Virtudes y Ánimas (la antigua escuela América, se llamaba antes de la revolución), con kepis de fieltro carmelita con letras blancas bordadas a relieve. No sé si por el chimis beige de algodón satinado que se ponía ella, porque era la única tela que vendían, y por eso la llamábamos: “la época del algodón satinado”, con sus cuatro bolsillos militares de tapa, dos arriba y dos debajo, abrochados con botones de nácar. Porque, para mi madre, tenían que ser de nácar, redondos y grandes. Los botones, los traje también en una cajita de cartón.

Todos, alguna vez, armamos nuestro museo particular que, más que de objetos, recoge nuestras sensaciones. Tanto miedo tenemos de perderlas al bajar las escaleras, por cada día que sentimos un poquito menos, y apretamos los zapatos al mármol sucio donde perdemos también algo de la supuesta redención con nuestra indiferencia. “¿Se acuerdan de las cosas que ha perdido el día siguiente? Humildemente le piden por última vez quedarse con ustedes. Pero el ángel de la pérdida los ha rozado con su olor indiferente; ya no son nuestras, las tenemos a la fuerza”, dicen Rilke y Ugrešić.

Toco las canas ásperas de un pelo que fuera negro, ondulado y sedoso, férreo ahora hasta las sienes como las tenazas de los dedos que se aferran a mi mano al peinarla, y que “ningún peine convertirá ya en hierba tupida”, pero no tengo más redención que asta: la de este momento junto a ella. Casi temo tocarla, no se deshaga entre los míos que parecen alfileres que pinchan, y sangran.

 II

Mi padre quedó cesante el mismo día de mi nacimiento y mis cuatro partos fueron tal vez por eso, sin dinero, y sin padres. En el primero me rajé de arriba a abajo con veinte y ocho puntos a las doce del día de un doce de mayo: “el tiempo de juntarse la luz” dijo el camillero, que se llamaba, José. El segundo, trece días después del suicidio de mi único hermano, pasando por once “torniquetes” que ahora están prohibidos, porque el niño perdía el latido: el foco. El tercero, nacido contra un preservativo chino vencido, y deseado a pesar de la intromisión de aquel dispositivo que, matemáticamente, logró vencer. A la salida de la Cinemateca tuve contracciones y llegué al hospital con dilatación suficiente, y con el libro de Herman Hesse El lobo estepario, escondido debajo de la camilla.

—Señora, ¿le importa más el libro que el niño? –gritó el enfermero.

—¡Válgame dios, las dos cosas me importan! No una en detrimento de la otra. Y, de un pujo, sin cortar con las tijeras, salió él.

Con la niña hubo fuente rota: “al ánimo, al ánimo la fuente se rompió, al ánimo al ánimo volverla a componer… Uri uri urá, la reina va a pasar…” Porque, era primeriza otra vez, añosa. Había pasado demasiado tiempo desde mis otros partos, todos en el mismo hospital de El Vedado con escaleras de granito verdes.

Pero, cada día al bajarlas con un nuevo libro entre las manos, sentimos un poco menos y nos apretujamos en el círculo oscuro de unos ojos, ese de la supuesta redención que no llega. Los hijos tampoco nos redimen de nada: —mamá, tú lo sabías, pero no me lo dijiste. Conforman algo más fuerte que el sentimiento con el que nos los apropiamos al nacer: solo conforman a la especie. “El apareamiento es muy breve, la maternidad, ciertamente, algo más larga, pero no lo suficiente para llenar el abismo de la soledad”, sentenció ella.

“El zorro está condenado a la soledad, a una vida lejos de su especie”, dijo Borís Pilniak.

III

“Dentro de la bola está mi mamá sentada y se chupa los copos del dedo”, dice, Ugrešić. Mamá nunca me contó de sus partos ni hablamos jamás de los míos. Tampoco me contó el de mi hermano. Supe que usaba un diafragma y que solo esas dos veces salió embarazada: a los treinta y a los treinta y tres años. Nunca se hablaron esas cosas íntimas en mi casa. Una vez me dijo que lloré en el vientre antes de nacer, o que ella había sentido que lloraba. Temas de partos, de hombres, y de sexualidad, estaban censurados entre nosotras.

Por eso, cuando se enteraron de que estaba embarazada, mi tía, peinándose frente al espejo de la cómoda del último cuarto, lanzó el cepillo con el que se desenredaba el pelo contra mi vientre. Ella no pudo parir. Siempre sospeché que aquellas vomiteras suyas no eran parásitos, sino embarazos interrumpidos con legrados, como les llamaban entonces. Pero ni muerta los confesaría ni yo me atrevería a preguntarle. Se vanagloriaba de no haber visitado a un ginecólogo ¡jamás!

De esa idea puritana del amor provengo, fue lo que ellas me enseñaron. Y fue lo que tanto terror me causó siempre al entregarme a medias: romper el estado platónico donde mi vida se movía mentalmente. Confundidas las cosas del amor —y de la sexualidad- con la de mi incapacidad y frustraciones, he llegado a este tiempo lleno de crucecitas: todas las cosas que tacho por no hacerlas ni lograr una armonía con ellas.

A pesar de eso, sentada junto a un bosque de pinos sobre la nieve espesa que formaba un banco en Leningrado aquella vez, jugaba con la hoja de abedul entre los dedos. Dicen que, de los árboles, “los que con más prisa crecen son los abedules”. A pesar de eso, aún me arriesgo a sentir el cambio de las estaciones y sus olores; las texturas de las hojas y de las pieles que toco, incluso, de las que no tocaré más, porque me arriesgo de otra manera dentro del texto donde: “podría empezar a inventarme la realidad. Porque inventar la realidad es la auténtica tarea de la literatura”, decimos (ella y yo), al unísono.

En el exilio de esa bola de cristal del pisapapeles, las dos escritoras reviven sus miserias cogiendo palas dispersas: “en la secreta topografía de nuestras vidas se descubre esas cosas casuales, empatan con nosotros por razones que solo más tarde pueden confirmar, aunque no necesariamente, una lógica más profunda”. Esa lógica que va tomando rumbo en el mapa de lo inconmensurable que no tiene redención alguna es la literatura como exilio permanente.

Dubravka Ugrešić
Dubravka Ugrešić

El zorro

“De veras, ¿cómo se crean los cuentos?”, pregunta Ugrešić, refiriéndose a un texto sobre Borís Pilniak en su libro Zorro, donde relata su encuentro con el hijo de este, durante una beca que obtuvo por dos semestres en Moscú. También aparece en este ensayo-relato –podríamos llamarlo así– su historia con el amante pelirrojo de ojos verdes: el zorro aquel. Al zorro que aparece y desaparece lo encontramos “como mediador entre dos mundos”, porque “el zorro no pertenece ni a las bestias, ni a nosotros, los humanos, ni tampoco a los dioses. Es el eterno polizón” que cuida el mundo de los recuerdos. El mundo que creó también Isaiah Berlin para diferenciar razas de escritores en El erizo y el zorro.

Cuarenta años después, Ugrešić encontrará, casualmente, aquellas carpetas de hojas cuadriculadas escritas a mano, donde intentó una biografía sobre Pilniak que no llegó a escribir: “Tetrad”. Pero, de esas carpetas, aunque no salió ningún contenido, salió “un olor pesado e irrepetible”: un olor a estas cosas que nos proponemos y nunca llegamos a realizar a las que llama: “embriones petrificados”.

Todos llevamos embriones petrificados en la memoria. Intentar descalcificarlos es el trabajo del escritor (del zorro). Los demás viven sin desenrollarlos, pero nosotros tenemos ese vicio de volver sobre un lugar, un objeto, una historia: “de persecuciones, de palizas, […] de humillaciones, de soledad y de consuelo barato […] Recordar conlleva un fuerte mecanismo de microcreación que parece satisfacer nuestro impulso secreto de crear mitos […] y, una vez creado el mito es difícil que algo lo derribe”, señala ella.

Por eso, no sé realmente cuál vida viví, cuando todo lo petrificado –sin orden cronológico y sin pasión– se ha vuelto presente, y todo lo que se desenvolvió, olvido. Rara combinación de estaciones pasadas que ahora detento como lo que fue y desaparición de los instantes que en verdad existieron: “nunca sabremos qué relaciones o situaciones conllevan una capacidad potencial de cautivarnos”, dijo ella.

—¡Y ese juego suyo de los recuerdos! ¡Insistiendo con sus puñeteros recuerdos! –le gritó Igor.

II

Mi zorro es de una piel tan vulgar que, al intentar sus murumacas, no queda nada adentro, solo pellejo rojizo: su maldad que “canjea por amor este rato de admiración”, pienso, igual que ella. Siento el vacío de algo que, supuestamente, fue lo que más sentí. ¿Prendida de qué rama quedó aquello que alguna vez quise? La historia de Leningrado –como la suya con el amante pelirrojo que se la recuerda, y ella niega haber vivido con él– seguro que se perdió en algún lugar al que nunca fui.

Beriodzka es un pequeño abedul. Lo sostuve entre mis manos en aquella isla donde quedaron petrificados los embriones. Con ellos hago ahora, maquetas. Como “murales de enfermeras” –dice un amigo con maledicencia–; como herraduras dispuestas a pegar con su imán contra el cartón todo lo que caiga encima, provocando: un hacer sin recordar; una rutina que me involucre con un después que sigue sin existir.

Pongo aquellas fotos en libretas ridículas para algún día venderlas. Las fotos están dañadas, pero todavía nos reconocemos en ellas. Mi vestido era casi un disfraz con la falda rizada por un elástico oculto en la cintura y una cenefa carmelita en el dobladillo que iba creciendo con los años y que, ahora, detesto: “pues todos nosotros somos piezas andantes de un museo”, dijo Zoran: “estábamos en todas partes” –apuntaló–, y en ninguna –digo yo.

¿Quién era ella que la desconozco ya? “Definitivamente, el espacio no era el mío. Pero yo tampoco era mía”, dice Dubravka Ugrešić en El ministerio del dolor, cuarto libro suyo que leo: “El aula está vacía. Sus alumnos han crecido más que usted, se han dispersado por el mundo […] Y usted, en algún lugar sigue siendo «candidata de la ilustración popular»” –le grita Igor–, cuando tiene las esposas puestas y una pegatina tapándole la boca: enmudecida, llora.

Ella, que aún daba clases o escribía o pensaba sobre una cultura inexistente; sobre una cultura empobrecida donde todo se había mezclado despiadadamente con la política; donde la mezquindad iba in crescendo, “dejó la ocasión de decirlo alto y claro” –le impugnaba aquel alumno reprobado que se convertirá en su amante, luego. Ella que “desaprovechó el momento para decir que toda esa historia de la literatura suya se había convertido en una tonelada de carbón, real y simbólica”.

“No ha apoyado lo que había que apoyar y, peor aún, no lo ha hecho aquí, donde contaba con toda la libertad del mundo” –gritó de nuevo él–, apabullándola. Y me petrifico ante estas líneas que vienen contra mí como espadas que cortan la carne. No solo siento el pinchazo de los alfileres de mi madre clamando por una redención, sino la menesterosidad de mi esfuerzo por crecer más allá del dolor de un dobladillo.

El sillón de la fotografía muy destruido ya, lo conserva en su casa. Se mece todavía en él contra la nostalgia de un viento que da miedo. La yugonostalgia de la escritora que lee, la labananostalgia suya: pobres desafíos. “Como la patria ya no existe, no existe tampoco el exilio, y por lo tanto tampoco es posible la vuelta a la patria” –dice un ensayista desconocido por ella–: el exilio había sacado a flote todos “los miedos infantiles […] como si fuera una especie de regresión”: hacia un lugar vacío.

Si me estuviera permitido irme no sería de un lugar precisamente, sino de lo que soñé, de lo que creí, de lo que esperé. De mi manía de perseguir ilusiones de tinta y de papel al convertirlas en subproductos de lo que fuera una vida. Si me estuviera permitido irme a un exilio más lejano que este, donde no soluciono las pérdidas formando álbumes que, aunque ella –la escritora de estos libros cree que, para contradecirme, perdurarán más que las personas, aunque lamentablemente, no es cierto.

Si la inmortalidad fuera el precio de estos desencuentros con “las almas” que nos tocaron conocer –y no de aquellas que hubiéramos querido poseer– es una relación demasiado frágil la que hicimos. Así no viajan las almas, a través de hebras que se prendieron a los abrigos al paso entre la gente, como todavía cree ella. Porque así solo viajarán los desechos de las cosas que alimentaron nuestros egos más que nuestra razón: las que multiplicaron, más que nuestra curiosidad, nuestro orgullo.

“No, no hay liberación. Solo existe el olvido. Aunque al exiliado le parece que el estado de exilio tiene la estructura de un sueño […] y que el exilio no es el resultado de las circunstancias externas, ni es elección propia, sino que son coordenadas confusas que el destino desde hace mucho había trazado para él”, dice Ugrešić. Y, en este sueño petrificado ya, veo a través del cristal nevado dentro del pisapapeles, las complacencias que he tenido.

III

Un zorro se llevó a Borís Pilniak a prisión, acusado ser espía japonés, y allí lo fusilaron a los cuarenta y cinco años, recuerda Ugrešić en Zorro, empatando la conversación con el diario que antes leí y donde sigo avanzando hacia otras muertes: Isaak Bábel perdió la vida a los cuarenta y seis años; Mijaíl Bulgakov a los cuarenta y nueve; Ósip Mandelshtam a los cuarenta y siente, Marina a los cuarenta y nueve; y Maiakovski antes de los treinta y siete.

Todas estas vidas, de una forma u otra, fueron mutiladas por Stalin, dice, Irina Ferris en el libro del que se hace eco Ugrésic y, también ahora, yo. Otras vidas que conocí fueron mutiladas también, como la de los poetas: Ángel Escobar, Juan Carlos Flores, y Raúl Hernández Novás, que prosiguen la lista de suicidios, aunque en otro lugar, otro tiempo: “se mataban por la humillación, por el miedo, la soledad, la vergüenza.”

Me cuesta cambiar el tono de un autor por otro sin llevarlo al máximo de identificación conmigo, porque estos muertos tienen identificación en un pasaporte común: el de la literatura del totalitarismo y del dolor. En este mapa, se dilata el exiliado de una zona a otra, traspasando: “el miedo consciente de los habitantes a la desaparición”, denuncia ella.

Y entonces, pregunta: “¿acaso el cuento de Pilniak no está también hablando de mí?” ¿Y en sus ensayos y diarios –me pregunto– no estará a la vez, hablando conmigo? Porque el cuento –con su conversación apuntalada en alguna veracidad– no estará más que en un proceso, inacabado. Ya que las hebras –esas líneas de la verdad o la mentira; del encontrar o no a las almas que perseguimos– seguirán su camino desperdigándose sin que sepamos hacia dónde se fueron. Equidistantes a nuestra necesidad de encontrarlas. Para, a la vuelta de muchas rutas, encontrarlas sólo en el texto: “por culpa de la geografía maldita que sí determina los destinos”, insistió ella.

Por eso, yo no estaba leyendo inocentemente sus historias. Buscaba atraparlas, convertirlas en mías: por la entonación de una voz que perseguía y me robaba, pero que, sobre todo, me juzgaba. ¿Qué pasaría “si anduviéramos por el mundo con numerosas revisiones de nosotros mismos […] si lleváramos pegadas las biografías de otras (¡una, dos, mil!) personas, […] ¿qué pasaría si los textos se pegaran unos a otros, se encastraran dentro de nosotros […] habitados por unos inquilinos ocultos”?

Siempre que me importaba un escritor (hombre o mujer, vivo o muerto), me pasaba esto: quería continuar el fluido de su poética y de su vida, como una experiencia que arrastraría hacia la mía como en un juicio: “¿Por qué me he pegado a esta historia?” –se quejaba ella–, al diseccionar el libro de Irina Ferris sobre los vanguardistas rusos aniquilados en el 1937 por el estalinismo. Y ¿por qué me he pegado yo a las historias de Dubravka Ugrešić? ¿Tendrá algún valor declarar nuestros “inquilinos ocultos”?

IV

Por ejemplo, la conversación que sostiene con la viuda del escritor Boris Levin cuando fueron a ver los papiros de Herculano en Nápoles, es casi una novela dentro de Zorro. O, lo que entresaco de la historia de la mariposa encontrada por Nabokov entre los vellos púbicos de Dasha, al subirse la falda para tomar el sol en el Gran Cañón que, dieron lugar a las llamadas: “mariposas de la mente” del escritor ruso, me provocaron buscar si fue real o no, aquella forma de hallar el lepidóptero.

Y, aunque conlleven diferentes perspectivas de un encuentro, sus destellos surgen de esa cadena de entrecruzamientos; de ese ritmo que inicié en algún lugar, algún tiempo y que se posesiona, profundamente: pupa and imago.

Por eso, la viuda me aconseja también a mí, en el lugar donde los papiros sepultados son un pretexto para un encuentro siglos después:

—¡Con la edad que tiene, y aún no ha llegado a un acuerdo consigo misma acerca de las cosas básicas! –dice.

 —¡Todo el secreto reside en andar erguida! Es lo único que he aprendido en esta vida. ¡Así que enderece la espalda!

Y esto me recuerda otra vez a mi madre: erguida siempre a pesar de las horas frente a la máquina de coser: “párate derecha” –me gritaba–. No saqué su hidalguía, su postura que aún, a los casi noventa y nueve años, siguió sin encorvarse frente a nada ni a nadie. Ni frente a mí, en otra máquina que se trueca por aquella, ella con su lección de costura y postura perfectas. “Devanábamos el ovillo de nuestras conversaciones”, como ahora hago con mi hija cuando hablamos solo de gatos, por eso Ugrešić le regaló a su madre un canario: “algo vivo. Indoloro y leve […] un sucedáneo que calma el dolor”.

Por delante, también va Marlena –la que monta los zancos vestida de jirafa regalando fruslerías–: “a la tortuga un terrario, una zanahoria para el conejo, una pelotita para el gato, un cestito de mimbre para mí. Lo importante no es el dinero”, dice. Lo importante es lo que damos a cambio de palabras: “dejadle que escriba diez palabras y reanudará de nuevo su existencia”, dice un escritor encarcelado por los terroristas en la novela Mao II de Don Delillo.

Como el guiño de Nabokov petrificado frente a las medias negras que suben hasta las ingles de Dasha, contrapuestas a la piel tan blanca. Dasha, que no llevaba ropa interior aquel día por no haberla secado a tiempo, antes del viaje por la costa de Norteamérica, no imaginaba que se posaría en su pubis la ansiada mariposa. Así, un mundo extraño, verosímil o no, pero maravilloso por cómo está narrado, se abre en cada confesión: “a través del coleccionismo, la taxonomía, que luego incluye también el sacrificio, la aguja y la disección”.

Estos sucedáneos son las pequeñas ráfagas que nos acompañarán como dobles: “cuando la historia empieza a comportarse como un aspersor de jardín y salpica en todas direcciones”. Porque la literatura permite hacer un gran regadío desde esa corriente subterránea de personajes y autores que les arrebatamos a sus páginas. “Ningún ser vivo sin llevar en la espalda su cadáver; ninguna felicidad sin su infelicidad”, dijo ella. Ninguna escritura sin llevar la sombra de sus aparecidos, digo yo.

Caridad, la modista
Caridad, la modista

Fragmentos de memorias. Miami, 19 de marzo a tres años de la muerte de mi madre y a dos días de la muerte de D. U.

Colabora con nuestro trabajo
Somos una asociación civil de carácter no lucrativo, que tiene por objeto principal la promoción y fomento educativo, cultural y artístico. En Rialta nos esforzamos por trabajar con el mayor rigor profesional en la gestión, procesamiento, edición y publicación de los contenidos y la información. Todos nuestros contenidos web son de acceso libre y gratuito. Cualquier contribución es muy valiosa para nuestro futuro.
¿Quieres (y puedes) apoyarnos? Da clic aquí.
¿Tienes otras ideas para ayudarnos? Escríbenos al correo [email protected].
REINA MARÍA RODRÍGUEZ
Reina María Rodríguez (La Habana, 1952). Poeta. Entre sus libros destacan: Para un cordero blanco (1984), En la arena de Padua (1992), Páramos (1995), Te daré de comer como a los pájaros (2000), Variedades de Galiano (2007), Otras mitologías (2012) y Travelling (Rialta Ediciones, 2018). Ha recibido en dos ocasiones el Premio Casa de las Américas, así como el Premio de la Crítica en Cuba, la Orden de Artes y Letras de Francia con grado de Caballero (1999), el Premio Nacional de Literatura de Cuba (2013) y el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda (2014). Dirige en La Habana el prestigioso espacio de promoción de la literatura Torre de Letras.

2 comentarios

  1. Magnífica, Reina María Rodríguez:, es un maravilloso encuentro en mi vida de lector. La lectura de «Y ahora haremos nieve», ha producido un cambio real en mi percepción de buena parte de mi historia personal y de la Historia con mayúsculas. Buscaré sus textos en papel o en ciber pantalla, no tengo más remedio. Gracias a Rialta y a Reina María. Bernardo Echeverry C.

  2. Grata evocación. Me hiciste recordar los días en que venía de Holguin, me hospedaba en tu casa, jugaba con tus niños y tu mamá me trataba como un hijo más. Mil gracias. Mil besos

Deja un comentario

Escriba su comentario...
Por favor, introduzca su nombre aquí