Jane Fonda en la máquina músical y sexual de 'Barbarella'

Hay canciones que llevan a libros y lecturas que nos ofrecen nuevas posibilidades de escucha. Pienso en “Sexo”. Luis Alberto Spinetta la grabó con Jade en 1981, cuando la dictadura todavía se sentía capaz de imponer su manto de interdicciones en todas las zonas de la subjetividad y el cuerpo. “Sexo, amo tu sexo mujer / no creo en nada si no hacemos el amor”. Mierda. Qué osadía. Toda una política de lo erótico se colaba en medio de un entorno mojigato. He vuelto a esa canción después de leer un libro potente e iluminador, Playlist. Música y sexualidad, de Esteban Buch, que acaba de editar el Fondo de Cultura Económica.

Buch es profesor en la École de Hautes Études en Sciences Sociales de París. Sus investigaciones musicológicas son esenciales. Basta nombrar O juremos con gloria morir. Una historia del himno nacional argentinoLa novena de Beethoven. Historia política del himno europeoThe Bomarzo affair. Ópera, perversión y dictadura, sobre la censura que cayó sobre aquel drama musical de Alberto Ginastera y, también, La marchita, el escudo y el bombo. Una historia cultural de los emblemas del peronismo, coescrito con Ezequiel Adamovsky. Libros de referencia que no agotan sus marcas. El joven Buch fue el protagonista, en calidad de indagador periodístico, de Juan, como si nada hubiera sucedido, la película que Carlos Echeverría filmó en 1987 y que sigue siendo medular para acercarse a los esquivos comportamientos de la sociedad argentina durante el terrorismo de Estado. Antes de entrar en tema, digamos que también es el autor de El pintor de la Suiza argentina, el libro que, en 1991, ofreció las pistas más certeras sobre la presencia en Bariloche de Erich Priebke, el Hauptsturmführer de las SS responsable del asesinato de 335 resistentes italianos en las Fosas Ardeatinas.

Playlist tiene una impronta pionera. Abre la posibilidad a muchísimas más indagaciones. El mismo Buch nos recuerda que el sexo y el amor “están presentes en toda la historia de la música, sea cual fuera el género musical del que se trate”. El “lento” en los bailes, la serenata, el striptease y la marcha nupcial son apenas algunas de las manifestaciones de “los placeres íntimos”. El libro nos invita en ese sentido a armar nuestras propias series de objetos que tematizan el sexo. De repente me encontré yendo a Donna Summer (su minimalista “Love to Love You Baby”, de 1975, dura 17 minutos y se escuchan 22 orgasmos que quizá pasaron seguramente inadvertidos en muchos bailes y boliches de la Argentina videlista), y de ahí salté al punido L-Gante, quien acaba de divulgar entre rejas su último videoclip, “El día más feliz”, en el que canta: “No importa ni la fama ni la cuenta que tengo con siete ceros ni las gatas que por un momento me llevé para el telo ni la droga ni los fierros con los cargadores llenos”.

Pero volvamos a Buch. Su propósito es el de contribuir a la elaboración de una “historia sonora de la sexualidad”, o lo que él llama los sex sound studies. Y eso lo puede llevar del Bolero de Maurice Ravel a Barry White, de “La isla bonita” de Madonna a “LʼIsle joyeuse” de Claude Debussy, de “Cuando calienta el sol”, la canción de los Hermanos Rigual, versionada en los noventa por Luis Miguel (“el narrador se abrasa al sol como si hiciera el amor con la persona ausente a la que su canción va dirigida. Puede ser el lugar donde el ritmo del acto sexual se sublima en la intermitencia natural”) a Don Giovanni, de Wolfgang Amadeus Mozart y el tercer acto del Tristán e Isolda, de Richard Wagner, que concluye con el éxtasis erótico de ella sobre el cadáver de su amante.

“El sexo y el sonido se unen a menudo al amor, la felicidad, el placer, el encuentro de los cuerpos sensibles, el abandono de uno a la escucha de otro”. Las músicas que acompañan esos momentos, “ya sea con otra persona o con uno mismo” son, insiste, infinitas. Una relación que nunca acaba. El sextape puede ser afrodisíaco, pero, a la vez, dar lugar a chantajes como el que involucró al exjugador del Real Madrid Karim Benzema.

Playlist es un libro erudito. La biblioteca y discoteca del autor son el fruto de un trabajo de acopio y reflexión de años. Me consta. Buch ha hecho una inmersión que somete a juicios críticos los modos en el que el patriarcado encontró sus analogías eyaculatorias (los climax conclusivos en las sonatas clásicas) o la misma forma fetichizante de la mercancía musical, una caracterización adorniana que en la era del streaming, como bien detecta, se ha transformado en un flujo interminable de sonidos en internet por los que pagamos el derecho a alquilarlos.

Como en anteriores trabajos de este virtuoso ensayista, su nuevo libro ofrece un rosario de hallazgos acompañados por agudísimas reflexiones. Se recuperan la Teoría Crítica y Guy Debord. El primer capítulo de El Capital es leído en una sorprendente clave musical. La lectura de Un mundo feliz, de Aldous Huxley, se solapa con la sexualizada escucha del jazz por parte de Theodor W. Adorno que tantos enojos provocó. Buch escucha las representaciones en los frisos de Pompeya del acto sexual acompañado muy cerca por un músico. Traza una genealogía de los efectos políticos de la erotización del cuerpo por el sonido. Y se encuentra con un furioso Clemente de Alejandría, uno de los padres de la Iglesia católica, para quien ver las imágenes eróticas suponen imaginar su propio entorno acústico, lo que lo lleva a decir a los pecaminosos: “Vuestros oídos han fornicado”.

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Esteban Buch (FOTO Andres D'Elia / Clarín)
Esteban Buch (FOTO Andres D’Elia / Clarín)

Hay amantes que utilizan la música clásica, el rock o el jazz, y a veces la insatisfacción obedece a las afinidades electivas antes que al hecho sexual mismo. La misma música ha tratado de traducir la experiencia amatoria con las literalidades que permiten cada época. Los gemidos de Donna Summer no podían formar parte de los repertorios gestuales del siglo XIX. Los compositores se las arreglaban de otra forma para darles materialidad. El análisis de Esclarmonde, la ópera de Jules Massenet nos lleva de cabeza a YouTube u otra plataforma. Leer esas páginas es habitar esa noche de amor secreta en una isla encantada. “La orquesta cuenta el acto sexual que la cortina de rosas oculta, representando el goce mediante repeticiones aceleradas del motivo principal hasta llegar a un clímax puntuado por un golpe de platillo, tras lo cual la intensidad disminuye para desvanecerse en pianissimo en un acorde perfecto mayor”. Y así fue entendido en su momento, como pudo comprobar el ensayista en la Revue des Deux Mondes, de 1889: “oímos lo que no podemos ver, somos testigos a través de nuestros oídos, ya que no podemos serlo a través de nuestros ojos”.

De Massenet a Hollywood, de Alban Berg a Dmitri Shostakóvich, de Mina a Pink Floyd, el libro gira sus pasos hacia pasado y luego delinea un futuro posible que se encuentra ya en las plataformas. Buch googlea y va a las fuentes, y eso lo lleva a entrevistar al autor de Music for sex Volume 2, un video de 72 minutos. Advierte que su autor, el DJ Kid Vives, se parece a su público. El 80% de los visitantes en YouTube son hombres. Los playlist son analizados como una “herramienta de adaptación a las normas emocionales del capitalismo” que han encontrado en la music for sex su propia taxonomía. Esta pude incluir como extraña deriva un objeto de deseo desencarnado. Buch, a la sazón detective y hurgador de lo insólito, se topa con la explicación de una portavoz de Spotify: “Si no tienes pareja, te recomendamos especialmente «Bohemian Rhapsody», que es oficialmente mejor que el sexo”. Acota ahí el autor: la sugerencia, en este caso, sería no la de hacer el amor escuchando música sino con la propia música, un asunto que desarrolla a la vez de manera deslumbrante en un capítulo donde convergen Barbarella, la musicóloga y organista Suzane G. Cusick y la compositora argentina Carmen Baliero. En el primer caso se refiere a la película de 1968 que Roger Vadim filmó basada en una historieta de Jean-Claude Forest. La heroína, Jane Fonda, es sometida a una máquina sexual y musical (Bach pasado por la psicodelia y el pop). “Un grito se escapa de su boca cuando llega al orgasmo. En ese momento, el aparato se prende fuego y la música se deshace en restos de su propio estilo”.

Cusick es recuperada a partir de una pregunta y una experiencia personal. “¿Y si la música ES el sexo?”. Ella confiesa haberse “enamorado” de una variación para el teclado de Bach. Gracias al trabajo de sus propios dedos, en calidad de intérprete, ella, es decir, la música, reconoce que la música “tiene todo el poder”, y la liberación de ese poder “me reduce al éxtasis”. Cusick ama usar sus dedos, sus pies, que ejecutan los pedales del órgano, y darle la posibilidad al auditorio de develar las complejas relaciones de la pieza que escuchan. Pero el acto de darles cuerpo al atravesar el aire, la lleva a querer saber si está dando vida a las variaciones canónicas de Bach “o es ella”, insistimos, la música ahí representada, “quien me toca a mí”. Y Buch dice sobre ese “encuentro sexual”: la escena integra también al público, o al menos lo invita a hacerlo. “Parece una escena de auralismo”, una excitación causada por el sonido, doble sonoro del voyerismo. El capítulo concluye con Sonata y Osvaldo, un “poema para piano” que Baliero y la pianista Adriana de los Santos pusieron en escena en el ciclo Experimenta que se llevó a cabo en la ciudad de Buenos Aires durante el segundo quinquenio de los noventa. Los nombres se invierten ahí. Sonata es la intérprete. Osvaldo, el instrumento que De los Santos “toma literalmente” al abrazar su cuerpo de madera. La pieza, según la propia autora, encarnaba una fantasía recurrente de los pianistas, el deseo de “cogerse al piano”.

Después de Playlist, las escuchas musicales son, por suerte, menos inocentes. Cómo no agradecerlo.


* Este texto fue publicado originalmente en elDiarioAR. Se reproduce con autorización del autor.

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