Fotograma de ‘Hellraiser’, Clive Barker dir., 1987
Fotograma de ‘Hellraiser’, Clive Barker dir., 1987

Coleridge publicó en 1816 su poema Kubla Khan, escrito bajo el influjo del láudano. El texto, cuyo subtítulo es A Vision in a Dream, representa la gozosa angustia del realismo cuando, tras dejarse fascinar por el poderío de la imaginación, comprende que el mundo real es finito y tangible y que los palacios del inconsciente viven tan sólo en el sueño y el deseo.

Pensando en eso recuerdo que, sobrecogido, el poeta Jorge Luis Arcos me había mencionado en su casa, una noche, las palabras finales del protagonista de Hellraiser (1987), el exitoso largometraje de Clive Barker. Como sucede con cierta porción de artistas obsesionados por la expansividad de sus fantasmas y obsesiones (Barker es un escritor, pero también hace cine, dibuja, pinta y diseña escenografías), fue él mismo quien se atrevió a dirigir la película, basada en una de sus “historias de sangre”. Cuando pienso en Barker, no puedo dejar de asociarlo con Jean Cocteau, con David Lynch, con Peter Greenaway.

Me acuerdo en este minuto de unos versos del libro bíblico de los Proverbios. José Gorostiza, el enorme poeta mexicano, los coloca al frente de su extraordinario texto Muerte sin fin: “quien peca contra mí defrauda su alma, y todos los que me aborrecen aman la muerte”.

El protagonista de Hellraiser, Frank, buscador de experiencias que sobrepasan los límites del dolor y el placer –o que sobreviven en una zona del soma y de la mente regida por algo que no es ni dolor ni placer, sino una combinación inestablemente cuántica de ambos–, es destrozado por los garfios de unos seres interdimensionales, los Cenobitas, al enterarse estos de que ha pretendido escapar de ellos, de su compromiso con ellos. Las palabras de despedida de Frank, unos segundos antes del descuartizamiento (una barroca mutilación que, sin embargo, queda por debajo del efectismo, real y bien documentado, de los castigos británicos infligidos hace siglos por intentos de regicidio), son estas: “Jesús lloró”.

Por detrás de esa aseveración, de esa seguridad que remite a un darse cuenta, o más bien a un tuvo que ser así, hay una especie de blasfemia. El Crucificado llora cuando quizás debería, dentro del martirio, ser un héroe y comportarse como uno. O acaso como un testigo (la palabra mártir alude a la capacidad de testificación) de la salvación del hombre en una próxima (e improbable) vida. ¿Los héroes no deberían llorar?

Lo que vemos en las obras de Clive Barker es esa vuelta adicional, extralimitada, que se le da a la tuerca de la imaginación martirológica. El personaje de Frank es un libertino de la carne. Jesucristo es un libertino del espíritu. Ambos coinciden en un punto: justo en el acto de trascender fronteras con una violencia inaudita. La voluptuosidad de la carne y el sexo es el envés de la voluptuosidad del ejercicio milagroso del bien.

Para creer en todo esto (y todavía sobrevive en mi memoria la expresión asombrada de Jorge Luis Arcos), hay que suspender voluntariamente la incredulidad. En Biographia Literaria, célebre autorretrato de su poiesis, Coleridge nos recomienda eso mismo: “a willing suspensión of disbelief”. En la base de esa recomendación hay una actitud de escritura, de producción de textos. Coleridge sigue a los estetas alemanes que lo inspiran y nos habla, todavía hoy, de cómo la imaginación es un componente de la búsqueda de la verdad y de la forma definitiva de los hechos. Semejantes ideas, tan escandalosas, no pueden sino devenir trascendentales para comprender el gótico de Clive Barker.

Fotograma de ‘Hellraiser’, Clive Barker dir., 1987
Fotograma de ‘Hellraiser’, Clive Barker dir., 1987

Uno de los detalles exquisitos que hacen de Hellraiser una película de culto se encuentra en el mismo inicio, cuando la cámara capta la aproximación de una cucaracha a una figurilla (un biscuit con aspecto japonés) donde se ve a dos personas copulando. La miniatura y la cucaracha están en la cama de alguien. Una cama revuelta, con desperdicios de alimentos, ropas, botellas de vino y revistas pornográficas. Clive Barker es un explorador residual de esa dimensión oscura, y con visos sobrenaturales, que el sexo puede formular, fundar, erigir. Es un hombre hechizado por el dramatismo que se desprendería de los ámbitos (en términos modernos, muy urbanos, por así decir) creados por Piranesi, en especial cuando Barker bosqueja, para el cine, una mazmorra o un poste de torturas donde hay penes, orejas, trozos de hígados, tiras de piel, lenguas, intestinos colgantes y otras suculencias.

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(Esa, la parte espectacular, no debería ser motivo de asombro. He visto un video donde un sicario del cártel Jalisco Nueva Generación, bajo el mando de la llamada comandante Catrina, le abre el pecho a un prisionero vivo, le arranca trozos de los pulmones, corta una lasca del corazón y la mastica).

El libertino moderno que es Frank, personaje que asume el dolor como pasión y la pasión como dolor, muere a consecuencia de atraer la presencia de esos seres transdimensionales que lo despedazan con fruición y escrupulosidad. Pero Frank escapa, regenera su cuerpo (los Cenobitas no saben esto), y, a punto de emprender una nueva existencia ya con otra piel, vuelve a caer en manos de esas criaturas cuya concepción (en tanto delineación, maquillaje y vestuario) es todo un acierto en la historia del cine de terror.

Provenientes de una región profundamente arraigada en la experiencia del deseo como demarcación infinitamente exacerbable, los Cenobitas trafican con el alma y la salvación del yo, pero en el recinto del cuerpo, el placer y el padecimiento. Seres con una extraña fe en la trascendencia del sufrimiento (y, en este sentido, podrían conectarse con la resonancia y la repercusión de las muchas horas de oración de Jesucristo en el Huerto de los Olivos, cuando le pide al Padre que no lo abandone en el sufrimiento horrible que le espera, pero que él hará Su Voluntad), aparecen gracias a un mecanismo llamado La Configuración del Lamento, o Caja de Lemarchand.

La caja es un objeto steampunk, digamos, pero también se supone que sea un dispositivo cuántico.

De acuerdo con el texto original de Barker (The Hellbound Heart, una noveleta), los Cenobitas llevan con orgullo agudas y sangrantes heridas cubiertas de ceniza, y, cosa rara, huelen a vainilla. Cuando aparecen, lo hacen saliendo de pasadizos que se abren en las paredes, dando paso a una dimensión ignota. Por esos pasadizos se puede caminar. A través de ellos uno llegaría a una especie de ciudad ciclópea, desmesurada, muy en el estilo de Piranesi, y que se hunde en el abismo del tiempo y de la mente tras alzarse hasta donde la vista no llega. He aquí una interpretación cinematográfica de las Carceri d’invenzione: un paisaje interior apto para ser habitado por lo peor del hombre, o, simplemente, por el hombre real.

Tengo a la vista un conjunto de dibujos de Barker en los que se proyecta la corpulencia figurativa (que es la más escalofriante) de los Cenobitas. En uno se inserta un torso con cabeza, brazos y unas piernas flexionadas sobre el cuerpo de un escarabajo gigante, o que lo parece. Esta criatura descansa con las manos cruzadas detrás. En otro dibujo, uno de los que dieron lugar al aspecto final de Pinhead, supuesto jefe de los Cenobitas, hay un hombre con una venda en los ojos. Del centro de su cabeza brota una espiga ramificada en 4 pedúnculos. En el extremo de cada uno hay un ojo abierto, como esos pezones-ojos que describe Coleridge en su poema Christabel, que narra el encuentro de una joven noble con una bruja-vampira, Geraldine, de maravilloso y horrendo poder.

De Christabel a Pinhead va un trecho largo, pero sembrado de evidencias cuyo vigor es aún notorio. La cuestión sexual (atracción lésbica, sometimiento) constituye una turbadora pincelada en Coleridge, y también, como veremos, se deja ver en Barker. En este posee un curiosísimo momento que no aparece en ninguna de las películas donde los Cenobitas gobiernan el pánico y lo atroz. Me refiero a “El hombre autosuficiente”, un dibujo que podría haber integrado la galería de buscadores de emancipación, reconocimiento y empatía que aparecen en Hustler White, de Bruce LaBruce. El dibujo de Barker representa a una suerte de pensador sedente y contorsionista. Con un pie agarra su pene erecto y se masturba. El otro pie lo introduce en su ano.

Como ese dibujo hay otros. Muchos más. Es obvia la conexión, atravesada por la modernidad y por un neomedievalismo barroco, con El Bosco. ¿Una cabeza-pene? Sí. O más bien una cabeza-glande. O un esqueleto que se masturba. En cualquier caso, un orbe falocéntrico que se abre, sin embargo, a otros orbes.

Suspender la incredulidad siguiendo a Coleridge: he ahí el primer paso. Lo demás es maestría literaria y, en consecuencia, sugestión los sentidos. Y a propósito de esos ojos en los pezones de la bruja Geraldine, ¡qué morbo más gráfico el de Coleridge! Lo erótico y la sexualidad ligados al más soportable de los sobresaltos: el que injerta la curiosidad en el miedo.

Son pocas las metamorfosis del cuerpo en el gótico que estén a la altura de algo así. El texto de Christabel se publicó unas semanas antes de que Percy B. Shelley, Mary W. Godwin y Claire Clairmont se fueran a visitar a Lord Byron en Villa Diodati. En alguna parte, y antes de la publicación de Frankenstein, Mary, que ya era Mary W. Shelley, declara que todos habían leído el poema antes de reunirse en Villa Diodati. Es decir, el poema funcionó como un proveedor de agitaciones, pesadillas y zozobras.

Al escribir sobre el gótico en el cine, cuyo resultado fue Señores de la oscuridad, mi editor me dijo que los Cenobitas sí daban miedo porque iban más allá y rompían las fronteras, como hizo Coleridge en su época. Y me referí a ciertos logros parciales que el cine gótico le descubre a cualquiera que, con suficiente sensibilidad, se adentre en semejantes atmósferas, o sea testigo de esas reacciones que tienen algunos personajes sometidos a lo inexpresable. Habría que tomar nota de eso: el acto de sumisión a lo que no puede ser dicho.

Repasando Hellraiser, uno comprende que los cuatro personajes se detallan bien en términos físicos, pero que el cine los completa de modo magistral e inquietante. No tienes más que ver la película para darte cuenta de que los Cenobitas están a la altura de Alien (1979), ya que imponen unas formas que te dejan sin palabras. Pero ocurre que Clave Barker no es Ridley Scott, y que los Cenobitas, si bien son monstruosos tanto o más que la criatura de H. R. Giger, salen de un entorno mental, interior, subconsciente, mientras que la criatura de Giger-Scott viene del espacio, de un planetoide, o más bien de una nave extraña cuya historia merecería después ciertas explicaciones. Los Cenobitas pertenecen a una ontología demasiado oscura (incluso filosóficamente). No dan lugar a un fenómeno hipermasivo como lo es el monstruo de Alien.

Se supone que son seres interdimensionales en quienes se revelan elementos de la cultura BDSM. Se adelantan, creo, a la moda deathcore y le ofrecen al espectador algunas especulaciones que entrarían en el campo de la demonología. Pero el cine hace lo que puede, o lo que le dejan hacer, y así, por ejemplo, en la novela la única cenobita hembra tiene la vulva tajada en cortes sangrientos, con garfios que la abren, y eso no se ve en la película. Y no se ve porque supongo que los censores dijeron que era demasiado.

Son los Señores de la Oscuridad, pero en ellos hay una hondura intelectual que quizás no se lleve bien con la notoriedad y la resonancia del monstruo de Alien. Él es espontáneo y no necesita ser meditado. Los Cenobitas, sí. Y lo que saldría de esa meditación no podría ser sino portentosamente indócil, turbulento.

Decir body horror es decir body art. todos los cuerpos son sexualizables, como indica Clive Barker desde la perspectiva de la corrupción que nuestra época impone día a día. El sexo, territorio ilimitado donde lo teratológico hace una entrada triunfal, está de acuerdo en conceder todos sus bienes, sí, pero en un interregno viscoso: allí donde placer y dolor desmedidos pactan confundirse. He aquí al monstruo conceptista, metamorfoseado en el monstruo barroco. El mundo no ha cambiado.

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ALBERTO GARRANDÉS
Alberto Garrandés. Narrador, ensayista y editor. En años recientes ha publicado Sexo de cine (Premio de la Crítica en Cuba, 2013), Body Art (cuentos, 2014), El ojo absorto (ensayo, 2014), Una vuelta de tuerca (ensayo sobre cine de autor y películas de culto, 2015), y Demonios (novela, 2016, Premio Alejo Carpentier). En 2018 reunió lo esencial de sus cuentos en Mar de invierno y otros delirios.

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