josé martí
Montaje a partir de una foto de José Martí

Los cuatros palabras que inician el título de este estudio se emplean con regularidad para designar un personalismo de poder. Mas es improbable encontrar una igualdad absoluta en ellas. La base de la escala de peligros para llegar a un déspota, dictador o tirano es el término caudillo, vocablo que según el Breve diccionario etimológico de la lengua castellana de Joan Corominas se fija en nuestro idioma en el siglo XIV, anteriormente se escribía cabdiello (1220-1250) que viene de la palabra latina capitĕllum (cabecilla) que es a su vez un diminutivo de caput, capitis (cabeza). Y como el siglo XIX fue para Latinoamérica un semillero de cabecillas o jefes militares, en 1883 se registra además la utilización de la expresión caudillaje.[1]

El ensayista Thomas Calvo plantea que “el caudillo se apoya en fuerzas inorgánicas: indios, mestizos, pobres, campesinos desposeídos”[2] y “pueden mantenerse porque se encuentran en la cúspide de una pirámide, de una clientela de caciques”.[3] El menciona a cinco figuras emblemáticas del XIX americano: José Antonio Páez, cuya autobiografía leyó José Martí con especial atención y le dedicó varios estudios; Gaspar Rodríguez de Francia; Francisco Morazán; José Gervasio Artigas; y Antonio López de Santa Anna.

Al leer lo anterior surge una nueva bifurcación entre las voces caudillo y cacique, pero gracias al excelente estudio de Blas Zubiría Mutis podemos comprender que el caudillo “es un jefe militar nacido del vacío político en las guerras de independencia o en las guerras civiles”,[4] mientras el cacique es el intermediario natural entre “la modernidad política en el poder y el mundo rural o provincial con sus sociabilidades, sus fidelidades y jerarquías de corte antiguo o colonial”.[5]

El pensador Françoise Chavalier es de la opinión de que existen dos tipos de caudillos: el de la tierra y “el macho”. El primero surge de su propia condición de terrateniente, amos de haciendas, hombres y plantaciones como los famosos “coroneles” de Brasil de finales del XIX o como la copla popular dedicada a Rosas en Argentina:

¿Quién es Rosas? Un propietario de tierras
¿Qué ha acumulado? Tierras
¿Qué dio a sus partidarios? Tierras
¿Qué ha confiscado o arrebatado a sus adversarios? Tierras[6]

Y el segundo tipo se origina “de la etapa más activa de las guerras de independencia, donde el coraje varonil era apreciado en grado sumo y producía ascendencia de mando sobre masas de seguidores”.[7] Y coloca de ejemplo los casos de Boves con sus lanceros y Facundo con sus gauchos.

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Los caudillos del siglo XIX proliferan en un contexto de poca representatividad política. En nuestro continente el caudillaje es una reacción típica ante el largo período de férreo colonialismo español en un ambiente de corrupción e injusticia. Así lo analiza la ensayista venezolana Graciela Soriano cuando plantea:

El caudillismo es la respuesta americana a la desarticulación del imperio español después de la ruptura y de las desiguales guerras de la independencia. Se fundamenta en el “prestigio” de los “jefes” (como expresión de la relación del individuo con la masa) y en la “fuerza” de las armas […] y puede emerger naturalmente en situaciones de debilidad institucional.[8]

No es extraño pensar entonces que estos caudillos decimonónicos necesitaran imperiosamente el resguardo o apoyo del ejército y de su casta de amigos con grados militares y que lamentablemente la combinación de ambos resultara la solución más recurrida para las jóvenes naciones americanas. Zubiría Mutis es de la opinión de que luego de las guerras de independencia en América Latina “las circunstancias plantearon como salida plausible el caudillismo, amparados en los ejércitos como la única fuerza capaz de imponer el orden, aunar voluntades a la fuerza e imprimir severa disciplina”.[9]

La apología del “hombre fuerte” para solucionar los problemas nacionales está muy arraigada en la mentalidad del continente. Es indiscutible el alto grado de unidad que puede llegar a proporcionar un líder, muestra de ello es que, ya entrado el siglo XX, aparecen libros como el de Laureano Vallenilla Lanz Cesarismo democrático (1919) donde se plantea:

Si en todos los países y en todos los tiempos –aún estos modernísimos en que tanto nos ufanamos de haber conquistado para la razón humana una vasta porción del terreno en que antes imperaban en absoluto los instintos– se ha comprobado que por encima de cuantos mecanismos institucionales se hallan hoy establecidos, existe siempre, como una necesidad fatal “el gendarme electivo o hereditario”, de ojo avizor, de mano dura, que por temor mantiene la paz, es evidente que en casi todas estas naciones de Hispano América, condenadas por causas complejas a una vida turbulenta, el caudillo ha constituido la única fuerza de conservación social.[10]

Pero, el aspecto conflictivo de los caudillos es el tiempo, el enseñoramiento, y el apego y acomodo que toman a su estatus. Comienzan entonces las elucubraciones para mantenerse en la cúspide, para despejar todo tipo de amenazas que atenten contra su persona, las urgencias nacionales van pasando a un segundo plano, la intriga sube de tono y ocurre entonces la triste metamorfosis a déspota, dictador o tirano (piénsese en los casos de Rosas o Gaspar Rodríguez de Francia).

José Martí reflexionó bastante sobre la propensión americana al caudillismo. Con estos antecedentes y al ser él mismo el organizador de una guerra libertaria tuvo una labor de convencimiento y relación política –que en algunos casos desembocó en amistad– con importantes figuras militares sobrevivientes de la Guerra de los Diez Años en Cuba, como son los casos de Julio Sanguily, Fernando Figueredo, Salvador Cisneros Betancourt, Serafín Sánchez, Carlos Roloff, Tomás Estrada Palma, Máximo Gómez y Antonio Maceo. Y con los dos últimos, en la legendaria reunión de La Mejorana, pocos días entes de su muerte, todavía se siente su real preocupación de que se desarrollara una guerra con libre potestad de los jefes militares. Él era consciente del freno que constituyeron los diputados y presidencia de la República en Armas en la guerra anterior y cómo lejos de viabilizar fueron muchas veces un obstáculo para extender la lucha a todo el país. Sin embargo, en su vocación por el equilibrio, también veía como un gran riesgo el hecho de que la victoria llegara con generales llenos de sobrestima personal y sin un ejemplar pensamiento republicano de trasfondo. Él mismo se puso la camisa de fuerza en el Partido Revolucionario Cubano que creó, donde existían elecciones anuales, y se eliminó la nomenclatura de presidente, quedando sólo como cargos más importantes el del delegado y tesorero.

En 1892 imaginaba Martí lo que sería Cuba después de la Guerra Necesaria:

la abundancia de empleos reales dará oficio a la inteligencia ambiciosa sacada de los quehaceres segundones de la vida colonial; y el hábito del voto, del examen y de la vigilancia, y el tráfico abierto de todas las regiones, evitaría el mal de los caudillos.[11]

En su admirable retrato biográfico sobre el general Grant expresa: “en una República, un hombre que no vota es como en un ejército un soldado que deserta”.[12] Mientras que, en 1876, al lamentarse de que, en un país tan querido para él como México, el general Porfirio Díaz había traspasado la fase de caudillo a déspota, dictador, o tirano expresa:

México es un pueblo libre, laborioso y pacífico: estas luchas nos cansan: ese militarismo nos irrita: esa falta de respeto a la patria exalta nuestra indignación […] Una revolución es necesaria todavía: la que no haga Presidente a su caudillo, la revolución contra todas las revoluciones.[13]

Sin dudas, el escritor cubano soñó con una América democrática, pero, nuestra herencia autoritaria española y nuestra propensión a idealizar figuras, le hacía ver el camino a ese sueño no exento de obstáculos y sufrimientos, según lo observado por él mismo en México y Guatemala. Por eso, con apenas 23 años, y luego de leer el libro La democracia práctica del pensador argentino Luis Varela expresa:

Nada es tan autocrático como la raza latina, ni nada es tan justo como la democracia puesta en acción: por eso no es tan fácil a los americanos convencernos de la bondad del sistema democrático electivo, y tan difícil realizarlo sin disturbios en la práctica […] no sabemos ser libres todavía.[14]

En relación con el término déspota su introducción en nuestro idioma se remonta al año 1565, tomado del griego despótēs (dueño). En la cultura griega esta palabra empezó a utilizarse para designar a los jefes que sin prácticamente sujeción a leyes gobernaban los Imperios Orientales o las llamadas autocracias bárbaras, por lo que tenía un sentido equivalente al de “señor absoluto”. De este vocablo se deriva despótico, por el 1611, del griego despotikós, y despotismo, que comenzó a emplearse en español entre los años 1765-1783.[15]

Respecto a una interpretación más moderna de esta palabra, el escritor Julio Calviño Iglesias en su libro La novela del dictador en Hispanoamérica (1985) menciona seis características emblemáticas de los déspotas. Sin orden jerárquico alguno él plantea que este tipo de “señor absoluto” padece de mesianismo (sentirse un elegido de la historia), de patrioterismo salvacionista (único que puede salvar a la Patria y hacer lo que muchos no saben hacer), megalomanía (sobrestimación de sus capacidades físicas e intelectuales), tanatofobia y misantropía (aversión a la muerte y a todos los que lo rodean).[16]

Aunque parezca exagerado, Martí entendía que cualquier persona, incluso él mismo, podía padecer los síntomas del déspota, de ahí la imperiosa necesidad de mantener a pan y agua el ego y los impulsos de poder humanos. Por ello afirma en una de sus cartas de Nueva York de 1885: “Todo hombre es la semilla de un déspota; no bien le cae en la mano un átomo de poder, ya le parece que tiene al lado el águila de Júpiter, y que es suya la totalidad de los orbes”.[17] Y en sintonía con esta idea aparece igualmente esta meditación al comienzo de una de sus crónicas para La América:

Todo hombre tiene un poco de león, y quiere para sí en la vida la parte del león. Se queja de la opresión ajena; pero apenas puede oprimir, oprime. -Clama contra el monopolio ajeno; pero apenas puede monopolizar, monopoliza. No en balde, cuando el Libro de los hebreos quería dar nombre a un varón admirable, lo llamaba “un justo”. -No desearlo todo para sí; quitarse algo de sí para que toquen a igual parte todos, -es valor que parece heroico, a juzgar por el escaso número de los que dan prueba de él.[18]

Sin embargo, la palabra déspota, y su derivado despotismo es más para el cubano un calificativo que una categoría política, y por eso en su prosa es más predominante el empleo de los vocablos dictador y sobre todo tirano.

El término dictador emerge de las dictaduras surgidas, según Graciela Soriano, de la observación griega por el espíritu institucional romano para evitar las tiranías. Etimológicamente proviene del latín dictare (frecuentativo de dicĕre, decir), de donde se derivan las palabras dictar, dictado, dictador (que en el siglo XIII era todavía en nuestro idioma el que redactaba o componía las leyes); y también del término latino dictator aparece en español alrededor de 1495 la voz dictadura y dictatorial. En su origen clásico las dictaduras eran como una magistratura temporal, legal y legítima, contemplada en la constitución para hacer frente a situaciones críticas. Esta noción no peyorativa del término todavía aparece en el “Romance del incendio de Roma” del Romancero español, donde Nerón, que en el poema es llamado “padre de tiranía”, inicia la gran catástrofe, y entonces aparece una imagen de huida colectiva en la cual se menciona a los todavía buenos dictadores:

Por el rico Coliseo / gran número se subía;
lloraban los dictadores, / los cónsules a porfía;
daban voces los tribunos, / los magistrados plañían,
los cuestores lamentaban, / los senadores gemían.[19]

Pero al igual que analizábamos con los caudillos, los dictadores trataron de extender esa circunstancia compleja que propició la confianza en ellos y que se les adjudicara el poder para dictar leyes en tiempos de crisis; y entonces la expresión, poco a poco, adquiere una connotación negativa. En el libro La dictadura (1968), de Carl Schmitt, se expresa que existen dos tipos fundamentales de dictadura: la soberana (“cínicamente sujeta a su propio arbitrio”) y la comisarial, más apegada al principio romano (“aquella contemplada en la legislación y sujeta o limitada en términos jurídicos”).[20]

La estudiosa Francisca Noguerol propuso una serie de características predominantes en la actuación pública de los dictadores americanos. Apoyándose en la idea de Alejo Carpentier de que a ellos les molesta muchísimo que se utilice ese vocablo para definirlos, es común que se apertrechen de un “retoricismo vacuo”[21] en su discursar para evitar lo más posible esa connotación de palabra para su persona. También se describen por recibir el “apoyo de una oligarquía gamonalista”,[22] especie de secuaces incondicionales que los acompañan, y para este acápite Noguerol Jiménez recuerda a Valle Inclán, quien llamaba al entorno del poder: “la trinca de compadritos”.[23] Además, advierte, entre otros muchos factores comunes, que los dictadores se definen por “el fomento del mito, el nepotismo y el liberticidio”.[24]

El investigador Alain Rouquie define a la dictadura como “un régimen de excepción que, por circunstancias particulares, se ejerce sin control. Ello implica que el poder de los gobernantes sobre los gobernados no conoce ninguna restricción”.[25] Para Rouquie la dictadura “implica la concentración de todos los poderes en manos de un hombre, de una clase, de un partido, de una institución (ejército, clero, etc.)”.[26]

La oposición institucional es una de las escasas disyuntivas que limitaría el libre paso del dictador, de ahí la importancia de la labor de diputados o senadores, sistema de justicia, órganos de prensa, sindicatos obreros, movimientos estudiantiles, etc. Aunque, el punto arriesgado de esta confrontación es que el poder opte pasar por encima de estas fuerzas. Se recurre entonces a una represión abierta y sistemática, no se puede encubrir más la impopularidad del Gobierno, ocurre una nueva metamorfosis de dictadura a tiranía y se arriba al momento más lamentable de las naciones: la violencia entre compatriotas y la guerra civil.

A través de la historia de nuestro continente, se ha tratado de esquivar más de una vez ese cambio temible de dictadura a tiranía. Incluso se ha preferido en reiteradas ocasiones, y siguiendo el precepto bíblico: “busca la paz y síguela”, a un dictador preocupado, adaptándose a algunas faltas de libertades, que la conversión a un tirano que desencadene la represión fratricida. Y sobre esta dicotomía entre la institucionalidad y los dictadores expresa Rouquie:

no existe un acuerdo sobre la creencia en el valor social de las instituciones, muchas veces no es nada sencillo ponerse de acuerdo sobre el carácter dictatorial de un régimen porque en la historia de los mismos no se puede oponer dictadura y orden constitucional, tal como el negro y el blanco, el mal y el bien. Y porque no es siempre evidente que una dictadura dada sea más ilegítima que el poder “normal” al que sustituye, por lo menos a los ojos de una proporción importante de los actores.[27]

Según Blas Zubiría Mutis, la falta de credibilidad institucional y la poca fe en políticos o grupos políticos que se escudan en sistemas democráticos, ha llevado a una línea de pensamiento latinoamericano que ve la idea del dictador como una necesidad histórica inevitable para proporcionar tranquilidad, como son los casos del venezolano Laureano Vallenilla Lanz (ya mencionado en el análisis de los caudillos) y el peruano Francisco Ventura Calderón, quien llegó a expresar que la dictadura es “el gobierno adecuado para crear el orden interior, desarrollar la riqueza y anular las cartas enemigas”.[28]

Sin embargo, los efectos de la retención indiscriminada de poder tienen consecuencias violentas a corto o a largo plazo y desencadenan generalmente situaciones traumáticas para los pueblos que han tenido que sostener las largas e innecesarias prórrogas de poderes, por lo que la solución de los caudillos y dictadores tampoco puede ser la vía para el futuro latinoamericano.

El intelectual mexicano Pablo González Casanova advierte que del total de ascensos al poder que se dieron en América Latina entre 1804 hasta 1975, algo más de la tercera parte (el 39%) han sido obra de una violencia abierta del más diverso tipo. A su vez, establece cuatro etapas de las dictaduras latinoamericanas: la primera durante la fase de las guerras de independencias, a partir de caudillos populares o caudillos que se impusieron mediante acuerdo con las clases oligárquicas; en ambos casos explica: “la represión y la traición se vuelven elementos fundamentales de la formación del Estado”. La segunda etapa tiene que ver con el nacimiento del capitalismo y formación de ejércitos profesionales (de 1880 a la primera Guerra Mundial), caracterizada por la manera en que los países de mayor poder económico controlan en su órbita a los países periféricos apoyándose en dictadores. La tercera etapa: de la primera Guerra Mundial a 1958 es la hegemonía de Estados Unidos en América Latina, por lo que son básicamente dictaduras dependientes de los intereses estadounidenses. Y su estudio culmina en el período de 1958 a 1975, en el cual se desarrolla el dictador profesional, a quien el departamento de Estado, el Pentágono, La Embajada, la CIA, de acuerdo con gerentes y líderes del gran capital, le asignan tareas contrarrevolucionarias de tiempos de crisis.[29]

En cualquier caso, lo más interesante de este análisis global de Casanova, es la percepción de que el caudillismo y la dictadura en América Latina tienen una predisposición colonial muy acentuada. Existe la responsabilidad, fundamentalmente de España, Francia y Portugal, por el legado de corrupción e injusticia y la permisión de desarrollar un sistema esclavista despiadado que se alimentaba a partir del desprecio al indio y de la trata de personas, en algunos casos, aun ya avanzado el siglo XIX. Y esa sumisión al dueño de la tierra, o terrateniente devenido caudillo, fue una costumbre que se siguió reproduciendo en las colonias “independizadas”. Posteriormente llega esa injerencia sistemática de Estados Unidos sobre nuestros pueblos que ha fomentado la dictadura tanto como oposición nacionalista, como por el contubernio oligárquico para la explotación de nuestras riquezas.

Pero en el caso particular de José Martí es más viable el estudio de su percepción de los tiranos que de caudillos y dictadores. Aunque estos últimos él los conocía a la perfección y nombró y dio criterios de sus más legendarios exponentes, es un hecho que no sobrevivió a la llamada Guerra Necesaria, ni pudo expresarse, ni combatir a los futuros caudillos, dictadores y tiranos cubanos; cosa que hubiera tenido que haber hecho muy tempranamente, pues Tomás Estrada Palma, de quien escribiera retratos de amistad por la labor educativa que realizara en Estados Unidos, quiso enseguida reelegirse después de su primer mandato y propició la segunda intervención militar de Estados Unidos en Cuba, mientras que Gerardo Machado, quien llegó a luchar junto a Máximo Gómez en 1895, mantuvo a la fuerza su segundo período presidencial que tomó connotación de tiranía y que desembocó en la Revolución de 1930. Tampoco se debe pensar que el poeta cubano no fuera consciente de que su labor patriótica pudiera ser utilizada posteriormente por sus coterráneos en futuros egoísmos personales. En 1884, por ejemplo, en carta rimada a su amigo uruguayo Enrique Estrázulas expresa:

Hallé–que a poner corría,
So capa de santa guerra,
La libertad de mi tierra
Bajo nueva tiranía.

Hallé –ioh cállelo!-que aquellos
A quienes todo me di,
So capa de patria, ¡ay mí!
Solo pensaban en ellos;

Y gemí, por la salud
De mi pueblo, y trastorné
Mi vida, mas les negué
El manto de mi virtud.[30]

Sin embargo, la fuerza del verbo martiano tiene una mayor concentración hacia el colonialismo ibérico, que sí constituye una abierta y declarada tiranía, y el Gobierno español para él, como para muchos poetas y escritores cubanos del XIX, tiene una equivalencia directa con la palabra “tirano”. Este vocablo fue fijado en nuestro idioma desde el siglo XIII, que viene del latín tyrannus y a su vez tomado del griego týrannos[31] para designar a quien obtiene contra derecho el control de un Estado, y principalmente al que lo rige sin justicia y a medida de su voluntad; por lo tanto, la ilegitimidad del tirano es más declarada y explícita que la del dictador; suele ser más sangriento y de una represión a todas luces fuera de control. En muchas ocasiones, el dictador es igualmente despiadado, pero como los órganos de prensa están totalmente silenciados a su conveniencia, los efectos de sus castigos emergen a largo plazo y pueden incluso tener consecuencias más traumáticas que las de un tirano. Los excesos de un tirano llegan al punto de tener un repudio colectivo, incluso hasta las clases más acomodadas criollas terminan por odiar sus caprichos, el mismo Martí pudo contar con la ayuda de ricos y pobres para la guerra contra el ejército español en Cuba. No ocurre así con el dictador, que muchas veces logra una opinión dividida sobre su persona y comúnmente cuenta con una clase o grupo social que le guarda cierto grado de fidelidad y admiración. Pero, las fronteras entre estas dos categorías resultan a veces imperceptibles y entre ambas aparece el más alto grado de sinonimia.

Es significativo señalar que, aunque José Martí conoció gran parte de estas conductas personalistas del género humano, tuvo la suerte que al luchar contra la más terrible: la tiranía extranjera, personificada en nuestro contexto por el Gobierno español, evitó sufrir los egoístas comportamientos posteriores a la independencia que suelen ser más tristes y duraderos, pues, se trata del maltrato, el oportunismo y la traición entre los mismos compatriotas, quienes se unieron en lucha común contra el opresor, pero posteriormente se disgregaron en lucha personal por un estatus de poder. De ahí que resulten tan lúcidas las palabras de Justo de Lara sobre la muerte de Martí:

Cuba puede con justicia enorgullecerse de haber producido un hombre de alma tan sublime. Persiguió una sola idea, tenaz y heroicamente, en línea recta. Teniendo en cuenta lo que hizo y lo que después de su muerte ha pasado, paréceme que la bala española que le privó de la existencia en Dos Ríos, el 19 de mayo de 1895, fue piadosa. Murió a tiempo para no haber visto a los cubanos, que supo unir en la emigración por el mágico influjo de su palabra y de su conducta, divididos y odiándose en el suelo de la patria […] Murió, acallando la envidia, que, rastrera y cobarde, porque no había podido él participar en la Guerra de los Diez Años, murmuraba en secreto que le faltaban condiciones de militar […] ¡Cuánta mejor esa muerte, después de cumplida la misión revolucionaria que se impuso, que el triste fin de Céspedes, depuesto de la presidencia y abandonado a sus perseguidores; que la trágica agonía de Aguilera, consumido por un cáncer y viendo el derrumbe de su obra y la ingratitud de los suyos; o que la amarga decepción de Bolívar, maldiciendo los frutos de su propio heroísmo![32]

José Martí llegó al liderazgo por el camino opuesto al caudillismo de América Latina, es decir, sin hazañas de combates ni propiedades de tierras. Solo contó con el convencimiento de su palabra oral y escrita, el sacrificio sin odios y el amor por los cubanos. Organizó una guerra que daba como muy probable su propia muerte necesaria. Tal acontecimiento fatídico sucedió bien pronto, sin embargo, a pesar de la tragedia, su ejemplo de vida y obra se detuvieron en el estado más luminoso: nunca padeció la corrupción, ni la tentación a traspasar el umbral que lleva al despotismo, la dictadura y la tiranía. Si tenemos en cuenta que, según él, cada ser humano puede desarrollar el autoritarismo, solo nos resta desear que para la Latinoamérica del mañana la libertad de expresión y la democracia sujeten como dos brazos la espada de Damocles, referida al poder.


Notas:

[1] Joan Corominas: Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, Edición Revolucionaria, La Habana, 1995, p. 140.

[2] Cfr. Blas Zubiría Mutis. “Caudillismos y dictaduras en América Latina: una indagación histórica desde la literatura y otras fuentes”, Historia Caribe, n. 9, 2004, p. 32.

[3] Ídem.

[4] Ibídem, p. 33.

[5] Ídem.

[6] Ídem.

[7] Ídem.

[8] Citado en ibídem, p. 35.

[9] Ídem.

[10] Ibídem, p. 37. Quisiera agregar que este final de frase recuerda ineluctablemente el famoso criterio de Martí en carta a Gómez de 1884 y que expresa diametralmente lo contrario: “Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento” (Obras completas. Edición crítica, Centro de Estudios Martianos, La Habana, 2010, t. 17, p. 384)

[11] José Martí: Obras completas. ed. cit., t. 2, p. 63.

[12] José Martí: Obras completas. ed. cit., t. 13, p. 88.

[13] José Martí: Obras completas. Edición Crítica, Centro de Estudios Martianos, La Habana, 2000, t. 2, p. 292.

[14] José Martí. Obras completas, ed. cit., t. 7, p. 347.

[15] Joan Corominas: ob. cit., p. 210.

[16] Cfr. Francisca Noguerol Jiménez: “El dictador latinoamericano (aproximación a un arquetipo narrativo)”, Philologia hispalensis, n. 7, 1992, p. 93.

[17] José Martí: Obras completas, ed. cit., t. 10, p. 189.

[18] José Martí. Obras completas, ed. cit., t. 9, p. 479.

[19] Juan Chabás: Antología general de la literatura española (verso y prosa), Editorial Nacional de Cuba, La Habana, 1962, p. 123.

[20] Cfr. Graciela Soriano: “Notas sobre el personalismo político”.

[21] Cfr. Francisca Noguerol Jiménez: ob. cit., pp. 96-97.

[22] Ibídem, p. 101. Gamonalismo: sinónimo de caciquismo. En la tradición rural del mundo andino, el gamonalismo es entendido como una forma de poder local rural que se basa en mecanismos despóticos y coactivos. El gamonal arma clientelas con el fin de obtener votos para uno u otro de los partidos tradicionales, persigue a los oponentes políticos y se asocia con bandoleros de sus propias colectividades. Cfr. Diana Henao Holguin: “Gamonalismo y redes de poder local en el nordeste Antioqueño, (Colombia, 1930-1953)”, Tempo e Argumento, vol. 11, n. 28, 2019.

[23] Ídem.

[24] Ibídem, pp.98-100.

[25] Cfr. Blas Zubiría Mutis: “Caudillismos y dictaduras en América Latina: una indagación histórica desde la literatura y otras fuentes”, Historia Caribe, ed. cit., p. 36.

[26] Ídem.

[27] Cfr. Blas Zubiría Mutis: “Caudillismos y dictaduras en América Latina: una indagación histórica desde la literatura y otras fuentes”, Historia Caribe, ed. cit., p. 37.

[28] Ibídem, p. 38.

[29] Ver el análisis de Casanova en Blas Zubiría Mutis: ob. cit., pp. 38-40.

[30] José Martí: Obras completas Edición crítica, ed. cit., t. 15, pp. 266-267.

[31] Cfr. Joan Corominas: ob. cit., p. 569. Martí recuerda la grafía antigua de esta palabra y en el texto sobre el centenario de Calderón no deja de anotar ese encanto lingüístico del barroco español: “Tiempos eran aquellos en que parecían las eses efes, y por b se ponía v, y a la margen de cada párrafo se sacaba su extracto, y por tiranos se escribió tyranos, y por Quevedo Quebedo” (José Martí: Obras completas Edición crítica. ed. cit., t. 8, p. 119).

[32] Justo de Lara (José de Armas y Cárdenas): “Martí”, en Yo conocí a Martí, Centro de Estudios Martianos, La Habana, 2012, pp. 20-21.

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