Fue durante su ansiada y a la vez transitoria permanencia en Manhattan que Enrique Lihn escribió el que acaso sea su poema más personal y antipolítico, “Nunca salí del horroroso Chile”, incluido en el libro A partir de Manhattan, editado por David Turkeltaub en Ganymedes, en 1979. En su alucinante brevedad, el poema de Lihn da cuenta tanto de una biografía poética como de un límite verbal y existencial, de una formación social tanto como de una identidad territorial, así como de su historia e inconmovible destino.
Nunca salí del habla que el Liceo Alemán
me infilingió en sus dos patios como en un regimiento
mordiendo en ella el polvo de un exilio imposible.
En rigor, es toda una vida enfrentada a su propio esfuerzo de representación el que se entrega al lector a manera de confesión, y el poemario completo puede ser leído desde allí como una garra ardiente sobre esos días terribles de fines de los años setenta. Lo terrible puede ser hermoso, ya se sabe. Es más: algo puede ser hermoso porque es terrible, según la acertadísima definición que hiciera Susan Sontag de las estéticas del camp como “metáfora de la vida en cuanto teatro”, y que Lihn suscribía a ojos cerrados.
Pues bien, algo de todo esto repareció con insistencia el último mes, junto con el recuerdo del poemario de Manhattan. Invitado aquí y allí para hablar sobre el clamor de la protesta social en Chile y el horror de la represión policial, o más bien para explicar Chile y el abrupto final de su sueño neoliberal, me encontré de pronto en una asamblea de chilenos en Nueva York que, explicablemente y con la mejor intención, habían decidido movilizarse y solidarizar con lo que estaba sucediendo en el país. Asistí sabiendo que estaría en minoría. No por representar ideas de derecha o siquiera de centro, sino por haber vivido en dictadura. Quiero decir: en una dictadura de verdad, no de papel como la de las declaraciones oficiales, o la dictadura de la palabra dictadura que se imprime con guante blanco en los diarios y la que vocean sueltos de cuello los animadores de televisión. Cuando hablo de dictadura me refiero a una experiencia extraída de lo más cercano y procesada en la historia colectiva, es decir, al exilio de los más cercanos, la desaparición de los más cercanos, la tortura de los más cercanos, la delación de los más cercanos, el miedo de los más cercanos que nos enseñó a sobrevivir y resistir junto a los más cercanos. Por eso quizá mi generación, los nacidos alrededor de los años sesenta, nacieron a la política y se educaron colectivamente diciendo NO. No al golpe del 73, no a la represión, no al exilio, no a los crímenes de la DINA, no a la impunidad, no a la censura, no al peblisicto fraudulento de 1980, no al Artículo 8vo, no a los sapos de la CNI, no a las mentiras de la prensa, no a la intervención de las universidades, no a las relegaciones de estudiantes y pobladores que protestaban las políticas de hambre, no al Plebiscito de 1988, no a las leyes de amarre, no a los senadores vitalicios y designados, no a la defensa Pinochet en Londres, no a los funerales oficiales del dictador, no + al horroroso Chile que nos legó la dictadura como naturalización del poder de un sector minoritario que dictó las normas de convivencia y trabajo en el país.
Fue lo que dije en la asamblea de chilenos en Nueva York, pero debió sonar como lo que era: un sermón de retórica democrática sin piso donde anclar en esta revolución cultural chilena que se había tomado las calles por treinta años de abusos.
El tema en discusión era el apoyo al rechazo del acuerdo por un plebiscito que iniciara el proceso constituyente a partir de una hoja en blanco el próximo mes de abril. Una supuesta coordinadora de chilenos repartidos en ciudades muy distantes y distintas había redactado el rechazo, exigiendo entre otras cosas la renuncia del Presidente, un juicio al exministro del Interior y otras urgencias de talante revolucionario. O se cumplían o no hay plebiscito, era la consigna.
La composición etaria de la asamblea no pasaba de los treinta años en promedio, algunos eran estudiantes becados, otros artistas de vanguardia y algunos más trabajadores llegados a la ciudad como inmigrantes. Buscaban una épica para ellos mismos, y mi breve alocución sobre la dictadura debió parecerles sacada de un capítulo de la Guerra del Pacífico. Alguien mencionó que la gente de mi edad tenía miedo y ellos no, eran jóvenes, estaban dispuestos, y Chile había despertado con ellos de su larga esclavitud. Lo único que se me ocurrió decir era que la asamblea estaba a punto de ponerse del lado de la ultraderecha más recalcitrante que rechazaba el plebiscito, lo que desde Nueva York no parecía muy presentable por lo demás.
No sé si eran treinta, trescientos o tres mil, pero a excepción de dos abstenciones, todos votaron por rechazar el acuerdo a favor del plebiscito de abril. Es decir, se negaban al compromiso de crear un nuevo orden constitucional que regulara de manera distinta las relaciones de poder que regían desde 1980 en el país. Los jóvenes sin miedo tenían miedo al compromiso y sospechaban de los viejos, representados en el acuerdo de los partidos políticos. Me pareció que nada llenaría esas ansias de inventar la pólvora disparando sus propios fusiles. Preferían, como escuché decir a uno de ellos, escribir sobre todas las posibilidades que la imaginación pudiera desplegar para un nuevo país. Una frase casi hermosa. Pero no era una imagen terrible como la del camp sino su contrario: era una expresión kitsch, revestida del gusto masivo y dispuesta a fascinar al que se distrajera un segundo. El kitsch, el mal gusto de lo hermoso en busca de la adhesión masiva del mercado, metía su cola por donde menos se la esperaba, por la izquierda radical o exquisita, y lo hacía premunido de todos los atributos de juventud, adanismo, inocencia, valentía, alegría y falta de responsabilidad que el neoliberalismo exige de los jóvenes consumidores para superexplotar la novedosa venta de su mercancía.
No sin razón la escritora e investigadora Lucy Oporto, en un texto asombroso por lo descarnado de su análisis, fustigó esta revolución cultural como una “impostura insurreccional”, cuyo horizonte último, afirma, “es la satisfacción de las apetencias de la sociedad de consumo y su barbarie: tener, poseer, destruir”. Implacable tanto con los saqueadores de lo que la autora llama el lumpenconsumismo como con el lumpenfascismo de los abusadores de toda laya que, empezando por la derecha y los empresarios coludidos, han llevado al país a su mayor crisis de convivencia y gobernabilidad, el pronóstico de Oporto es lúgubre: con ocasión de este hundimiento en lo indeferenciado, dice, “los saqueadores anónimos han terminado de realizar su más violento deseo: consolidar su acceso al privilegio de la impunidad de los amos, consagrando su pertenencia a la psicopatía estructural de la sociedad”.
Con un Presidente inepto al frente del país, con una oposición cada vez más dividida entre los caminos a tomar para una solución política a la crisis, y una incontrolable masa incendiaria en las calles que, como escribiera Canetti, se desintegrará “en cuanto deje de crecer”, quedando así entregada a la brutalidad policial –cuestión que ya está ocurriendo–, cada día se ve más inasible el logro alcanzado de un plebiscito y una nueva carta constitucional. De se ser así, muy pronto volveremos a nuestra mediocre rutina nacional, obscenamente pletórica de abusos, intolerancia e impunidad. Nunca saldremos del horroroso Chile. Nunca saldremos de nada, como escribió Lihn en su poema más hermoso porque terrible, y quizá ese sea nuestro destino como país: morder el polvo de un exilio imposible. Para muestra está la asamblea de los jóvenes de Nueva York donde fui el único que voté NO, honrando la historia de mi generación.