Fotograma de 'Apocalypse Now', Francis Ford Coppola dir., 1979
Fotograma de 'Apocalypse Now', Francis Ford Coppola dir., 1979

Procuren alcanzar el amor, pero también los dones del espíritu, en especial el de la profecía.
1 Corintios 14

Profecía, hecatombe, autoconocimiento y renovación. Apocalipsis.

En la caverna de Patmos, una isla griega del archipiélago del Dodecaneso, situado frente a la costa suroccidental de Turquía, San Juan, el célebre autor del cuarto Evangelio, escribe el Apocalipsis. Las escrituras veterotestamentarias indican que hay que respetar al profeta con fuerza semejante a la que se emplea para condenar la brujería, porque esta interrumpe la paz de los muertos y da vida espuria y fraudulenta a los cadáveres.

Considerando que todo apocalipsis equivale hoy, en el beneplácito cotidiano de su significado, a la comunión audiovisual con el desastre que se revela y con el hallazgo de aquello que sirve de causa al desastre, todo apocalipsis es, entonces, representación y espectáculo. Algo así como aquello de que en el fin del mundo puede verse una obra de arte.[1]

A San Juan el emperador Domiciano lo desterró a Patmos para que muriera en mitad de un paisaje desolado y árido donde, sin embargo, había algunos templos paganos. Domiciano pensaba que había destinado a San Juan a una roca azotada por el Mar Egeo. Se dice que sobrevivió allí casi 4 años. El Apocalipsis es anunciación de lo que pronto vendrá, pero llega un tiempo en el que lo que está por venir ya ocurre, aunque la anunciación siga proyectando su sombra y su voz. A este fenómeno se le ha llamado sincronicidad.

“Todos querían una misión, y a mí, por mis pecados, me dieron una”, cuenta el capitán Willard. Así empieza Apocalypse Now (1979), de Francis Ford Coppola. Vietnam, la guerra, la náusea y las tinieblas. La música de The Doors, la mezcalina, el LSD y la percepción íntegra de lo monstruoso, con o sin LSD, en una habitación tranquila o en la selva, en medio del napalm y el rugido de los helicópteros. Aun así, por encima de todo, como una pátina traslúcida y atroz, aparecen el absurdo y el sarcasmo. Coppola los coreografía por medio de la música y la dimensión pomposa y festiva de la guerra, en especial cuando los helicópteros llegan a una aldea vietnamita y empiezan a disparar y bombardear.

La música es de Wagner, “La cabalgata de las valkirias” (acto tercero de La valquiria, ópera perteneciente al ciclo El anillo del nibelungo), y el protagonista de ocasión, una especie de estrella de cine en mitad de la guerra, es el coronel Kilgore. Interesado en que uno de los soldados, campeón de surfing, haga una demostración en el oleaje de la playa, el coronel ha puesto en su helicóptero una cinta con una grabación de Wagner. Primero la oímos como contexto de una secuencia y después como trasfondo.

Todo apocalipsis es su vivencia más el tejido (más o menos equívoco) de sus relatos. La verdad en crisis. (No hay más que ver lo que ocurre ahora en/con la Franja de Gaza, Hamas, los palestinos e Israel). Pero como se trata de enunciaciones proféticas, cabe decir que a la condición incoativa de ese lenguaje se añade su capacidad para refrendar el desastre (porque va a ocurrir y ocurre de veras: Dios no se equivoca, ni siquiera si comprobamos que una cosa es lo que Él quiere y otra lo que Él necesita) y referenciarlo. Es como cuando viene la lluvia: el horizonte se nebuliza, los objetos del paisaje lejano se desdibujan hasta desaparecer, empieza a caer el aguacero y ese mismo horizonte continúa, veloz, anunciando la tormenta, la futuridad constante e inmediata de la tormenta.

- Anuncio -Maestría Anfibia

(Oímos la voz de la profecía mientras esta se cumple. Pero la voz sigue resonando, lo cual quiere decir, tal vez, que el proceso resolutivo de la profecía no ha terminado. Y en eso andamos los cubanos de Cuba porque tocar fondo no es lo nuestro.)

La misión del capitán Willard consiste en apresar y eliminar al coronel Kurtz, un hombre (de sorprendente y admirable trayectoria) que ha enloquecido de modo peligroso. A medida que se adentra en la selva, por el río, sus dudas sobre lo que Kurtz es y ha hecho crecen. ¿Cuán feroz puede ser la conducta de Kurtz en medio de una guerra que ya lo es?

La guerra es un espectáculo cruel y estrafalario, capaz de generar en sí misma una economía de feria, de bazar con sus atractivos –shows para soldados sin mujeres, por ejemplo–, y así vemos que Willard y sus hombres llegan en una barcaza a aprovisionarse de combustible y seguir río arriba en busca de Kurtz. Ya han dejado atrás un trozo de selva donde un tigre (la autenticidad en tanto ficción) casi devora a uno de ellos. Ahora asisten a una presentación de las conejitas de Playboy, que llegan en un helicóptero con un animador y bailan para los hombres en compañía de una mediocre banda de rock. Pero los soldados rompen la barrera de seguridad y el show se interrumpe. El capitán Willard observa la insurrección de los hombres exasperados. Más allá de esos microcontextos atravesados por la fabulación y lo esperpéntico, el misterio más grande sigue siendo Kurtz, que poco a poco irá transformándose en la quintaesencia genuina de la guerra, donde el mal y sus sombras se aposentan de modo inevitable.

Ahora mismo, pendiente de aguaceros temibles, vientos de borrasca y hasta de tornados, la isla (no la de Patmos, sino la de Virgilio Piñera) es un sitio previamente vapuleado. Esto no es noticia, no es carne de profecía: vivimos, hace muchos años, en un bazar lleno de “atractivos” (llamémosles así, con dubitación y misterio) mucho más inaccesibles que accesibles. La economía de feria (agromercados aleatorios, MiPyMEs, camiones inciertos que abren sus cargas al amanecer y venden en los parques) es un modelo caótico del desastre. Nadie oye a Wagner, pero sí a Bad Bunny, Malaka, El Micha y otros.

Uno de los mejores momentos (de culto, en realidad) de Apocalypse Now es cuando la barcaza, al siguiente día, abandona la feria y deja atrás el escenario circular flotante que se ha construido para las conejitas. En la radio local se escucha “Satisfaction”, de The Rolling Stones, y uno de los soldados (interpretado por Lawrence Fishburne) baila de manera contagiosa. Sin embargo, Willard continúa estudiando, armado con una extraña impasibilidad, la información sobre Kurtz que trae consigo, impregnándose de sus enigmas y de la radical interpretación que este hace de la guerra. Kurtz ya no obedece órdenes de nadie, tiene sus propios efectivos, su propio ejército, y asesina sin vacilar, en nombre de su supremacía, a quien haga falta. Es un agente de la profecía, y la profecía es, allí, la revelación de lo humano a través del mal.

(Se podrían modelar, ahora mismo, un conjunto de extrapolaciones admisibles en el contexto de la isla de Virgilio Piñera. Mutatis mutandi, un apocalipsis no se diferencia demasiado de otro. Y, ciertamente, no hace falta una guerra para que se produzca. La Gran Guerra Imaginaria. Las guerritas que, como cortinas de humo, buscan un heroísmo de quincalla y oropel).

La llegada de Willard a donde acampan, varados por la escasez y la calamidad, las conejitas del espectáculo con algunos soldados, es otro de los puntos clave de ese viaje suyo que ya, a esas alturas, se parece mucho a un peregrinar dentro del infierno, en una dimensión gótica de lo real, un contexto que resulta verosímil si se descompone en cada una de sus partes, pero que en conjunto es más bien una construcción alucinante.

Willard cambia unos barriles de gasolina por unas horas en compañía de las conejitas. Cada uno de los soldados tiene un diálogo por completo descolocado en relación con lo que se halla en las mentes de esas mujeres. En una, sus recuerdos como entrenadora de pájaros. En la otra, un ensimismamiento que se revela por medio de una peroración enajenada acerca de su frustración en la búsqueda del amor y la compañía. Afuera llueve con intensidad, y estas secuencias adquieren una suerte de lucidez cruel, implacable. De pronto aparece un cadáver, una de las muchachas se refugia en un rincón, y la otra empieza a decir incoherencias. El ambiente se enrarece de forma enigmática, desasosegadora, como en ninguna otra película sobre Vietnam, hecha la excepción de Jacob’s Ladder (1990), de Adrian Lyne.

(Digamos que, al final, siempre quedarían las relaciones y memorias del horror material y del daño emocional. Cuando esa crónica se haga, sabremos de verdad cómo fue el apocalipsis y cómo se produjo y de dónde vino y por qué aconteció así. Hay un envenenamiento progresivo que se origina en contemplar, casi sin opciones de más, el sufrimiento, pero también existe el regocijo de ver que la isla perdura, a su modo, a pesar del ansia incontrolable de autoridad y predominio).

Cuando Willard se adentra en la última frontera del mando norteamericano, de noche, ya la situación se torna inconsistente, de una frágil perceptibilidad. Hay un combate, pero está ralentizado por sonidos espectrales y disparos a ninguna parte y enemigos incorpóreos. No hay un jefe. Las cosas son en su mayoría ininteligibles. Los soldados actúan movidos por indicios más imaginarios que reales. Los rostros (miradas perdidas, expresiones sin significado) aparecen y desaparecen de acuerdo con un trabajo coreográfico y escrupuloso de la luz. Es como si Coppola hubiera seguido, tras estudiarla, la destreza cinética propia de los grandes cuadros gremiales de Rembrandt.

Toda destreza cinética es el resultado de la representación del tiempo.

El talante novelesco, casi balzaciano, de Apocalypse Now, se torna muy funcional cuando Willard y sus hombres llegan a las inmediaciones de la plantación de una familia francesa donde también hay soldados y una casona señorial medio derruida que, sin duda, mantiene un empaque poscolonial donde la guerra significa patria, tierra, familia unida y tradiciones sólidas. El hombre que recibe a Willard lo invita a cenar, a pernoctar, y el diálogo de sobremesa, muy politizado, acaba en una conclusión devastadora: los norteamericanos hacen la guerra de Vietnam para nada, pues pelean por la nada. Willard es presentado a la hija del francés, y ella, una viuda joven, comparte con él una pipa donde hay opio o hachís.

El ambiente es, a pesar de todo, suntuoso, y en toda esa secuencia la película incrementa su magnitud de relato mítico, porque la mujer, sibilina, le revela a Willard que él es dos sujetos: el que mata y el que ama. Y todo esto lo vemos a través de la sensibilidad exacerbada, y al mismo tiempo embotada, del personaje, en una puesta en escena de gran espesor dramático y que Coppola filma con auténtica maestría.

Las personas dan la vida por muchas razones. Y matan por esas mismas razones.

El viaje por el río continúa sumiéndose en una atmósfera cada vez más ensoñada, a lo que contribuye un diseño sonoro cuyos efectos aluden al trastorno, la angustia y lo inquietante. Y es entonces cuando, tras la niebla, aparecen nativos pintados de blanco, en canoas, silenciosos, dándole paso a la embarcación de Willard, y después los restos de un templo invadido por la vegetación y por otros nativos muy jóvenes –cientos– que, armados, tan sólo observan el paso de la lancha de Willard. Es en este punto cuando el capitán se da cuenta de que ha llegado al sitio donde vive Kurtz, que está protegido como una deidad.

Quien recibe a Willard es un fotorreportero (Dennis Hopper). Al día siguiente es llevado ante Kurtz (Marlon Brando, ni más ni menos), quien lo hace encarcelar. Allí, entre bambúes y amarrado, Willard delira. Le traen la cabeza del último de sus hombres. Ahora está solo, con Kurtz y algunos asistentes suyos que lo protegen. El coronel vive dentro de un ruinoso santuario, en mitad de las sombras, y lee en voz alta algunos poemas. Willard comprende que se trata de un hombre separado del mundo y hasta de sí mismo.

Al final, en la última entrevista de ambos, Kurtz revela indirectamente a Willard que le ha permitido vivir para que cuente lo que ha visto y le explique a su hijo su conducta y sus hechos. De cierto modo está pidiéndole que termine con su vida. ¿Es ya un hombre de la profecía, aunque está demasiado lejos de la prédica de Jesucristo, y por eso anhela entregarse a la muerte?

Pero Willard no sigue el estilo de la guerra. La selva y los mitos y el ensueño dionisíaco lo han cambiado. Ahora es, de momento, un ser poseído por las sombras y la sangre del sacrificio, y Kurtz recibe una muerte que Coppola analogiza (decide no mostrar esa muerte, y semejante decisión es de una fineza poética admirable) en el animal que los nativos decapitan y descuartizan durante una fiesta religiosa.

Willard sale del templo, tira su arma –una especie de mandoble– y los nativos lo imitan. Se arrodillan ante él con respeto. Lo quiera o no, ahora él es Kurtz, o lo que Kurtz representó más allá de sí mismo: el sabio poderío del horror manifestándose.

Cuando la Historia se asiente y volvamos la vista hacia el pasado inmediato o mediato, la profecía se cumplirá: veremos el horror consumarse de verdad (como ese sedimento que se fija a continuación de lo turbio, en la terrible claridad de las revelaciones) tras el deterioro irrevocable de los cuerpos y las conciencias. La verificación del horror del Apocalipsis consiste en entender (y comprender) sus relatos.


Notas:

[1] Véase El fin del mundo como obra de arte: un relato occidental, de Rafael Argullol.

Colabora con nuestro trabajo
Somos una asociación civil de carácter no lucrativo, que tiene por objeto principal la promoción y fomento educativo, cultural y artístico. En Rialta nos esforzamos por trabajar con el mayor rigor profesional en la gestión, procesamiento, edición y publicación de los contenidos y la información. Todos nuestros contenidos web son de acceso libre y gratuito. Cualquier contribución es muy valiosa para nuestro futuro.
¿Quieres (y puedes) apoyarnos? Da clic aquí.
¿Tienes otras ideas para ayudarnos? Escríbenos al correo [email protected].

2 comentarios

  1. Excelente. Esta crítica le hace justicia al filme, que a su vez evoca una guerra sin razón que polarizó generacionalmente a EE.UU. y dejó cicatrices que ahora se borran según mueren los protagonistas. Saludos.

Deja un comentario

Escriba su comentario...
Por favor, introduzca su nombre aquí