Georg Heym: “La autopsia”

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A solas, desnudo, el muerto yacía sobre una mesa blanca en el gran salón, en el blanco agobiante y la cruel frialdad del salón de operaciones, donde aún parecían vibrar los gritos provocados por infinitos tormentos.

El sol de mediodía lo cubrió y despertó en su frente las manchas lívidas; hizo aparecer una claridad verde en su vientre desnudo y lo hinchó como a un gran odre. El cuerpo se asemejaba al cáliz irisado de una flor enorme, a una misteriosa planta de las selvas de la India, que alguien hubiera colocado tímidamente ante el altar de la muerte. Espléndidos tonos rojos y azules se formaron detrás de sus caderas, y bajo el intenso calor fue abriéndose poco a poco como un surco rojo la gran herida bajo su ombligo, que despedía un olor espantoso.

Entraron los médicos, eran varios hombres de aspecto jovial, con cicatrices en el rostro*, que usaban batas blancas y binóculos con monturas de oro. Se acercaron al muerto y lo contemplaron con interés, mientras sostenían una conversación salpicada de términos científicos. Sacaron de las vitrinas blancas los implementos que usarían en la autopsia: estuches blancos llenos de martillos, sierras de fuertes dientes destinadas a aserrar huesos, limas, horribles juegos de pequeñas pinzas, estuches llenos de grandes agujas, que a la manera de corvos picos de buitres parecían gritar eternamente pidiendo carne.

Comenzaron su horrenda labor. Parecían torturadores, la sangre les corría por las manos, que sumergían cada vez más hondo en el frío cadáver, extrayendo su contenido, a la manera de cocineros vestidos de blanco que estuvieran eviscerando un ganso.

Alrededor de sus brazos se enredaban los intestinos, serpientes amarillo verdosas, y el excremento, líquido caliente y podrido, se derramaba sobre sus batas. Abrieron la vejiga, y la fría orina brillaba en su interior como un vino amarillo. La vertieron en espaciosas cubetas; tenía el olor acre y penetrante del amoníaco.

Pero el muerto estaba durmiendo. Pacientemente, dejaba que tiraran de él de un lado a otro, que sacudieran sus cabellos en todas direcciones: estaba durmiendo. Y mientras los golpes de los martillos retumbaban en su cabeza, surgió en él un sueño, un resto de amor, como una antorcha que brillara en el interior de su noche. Ante la amplia ventana se abrió un vasto cielo, lleno de diminutas nubes blancas que flotaban en la luz, en la calma de la tarde, como pequeños dioses blancos. Y las golondrinas volaban en círculo en lo alto, en el azul celeste, trémulas en el cálido sol de julio.

La negra sangre de la muerte corrió sobre la podredumbre azul de su frente. En el calor agobiante se evaporó para formar una nube horrible, y la descomposición de la muerte se deslizó sobre él con sus garras multicolores. Su piel comenzó a disolverse, su vientre se puso blanco como el de una anguila bajo los ávidos dedos de los médicos, que bañaban sus brazos hasta el codo en la carne húmeda.

La putrefacción dilató la boca del muerto, que parecía reír y soñó con una estrella dichosa, con un perfumado atardecer de verano. Sus labios, que se esfumaban, se estremecieron como si recibieran un beso fugaz. «Cómo te amo. Te he amado tanto. ¿Debo decirte cómo te amo? Cuando caminaste por el campo de amapolas, y tú misma eras una llama perfumada de amapola, habías absorbido en ti todo el atardecer. Y tu vestido, que se abombaba alrededor de tus tobillos, era como una onda de fuego en el sol poniente. Pero tu cabeza se inclinaba bajo la luz, y tus cabellos aún ardían y despedían llamas provocadas por todos mis besos. Fue así que te alejaste, volviéndote continuamente a mirarme. Y el farol en tu mano siguió balanceándose a lo lejos como una rosa ardiente en el crepúsculo.

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»Mañana te veré de nuevo. Aquí bajo la ventana de la capilla, aquí donde cae la luz de las velas convirtiendo tu cabellera en un bosque dorado, aquí donde los narcisos acarician tus tobillos, suavemente, como tiernos besos.

»Te veré de nuevo todos los atardeceres, a la hora del crepúsculo. Jamás nos separaremos. ¡Cómo te amo! ¿Debo decirte cómo te amo?».

Y el muerto se estremeció levemente de felicidad en su blanca mesa, mientras los cinceles de hierro empuñados por los médicos le abrían los huesos de las sienes.

Traducción: Francisco Díaz Solar


* Las cicatrices en el rostro, producidas en encuentros reglamentados por asociaciones de estudiantes duelistas, se consideraban un indicio de disciplina y valor y una característica de la condición de universitarios. (N. del T.)

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