homeless
Fotograma de 'Into the Wild', Sean Penn dir., 2007

Hay sueños recurrentes, tan recurrentes que se vuelven fantasías, o sea sueños diurnos, es decir representaciones de uno mismo con las que cargas tutto il giorno y que aparecen en los momentos menos –o más– oportunos.

Según sus diarios, en la cabeza de José Donoso habitaba un clochard que le aterraba. Se le aparecía seguido y, como la canción de Ana Bárbara, le fascinaba y asustaba por igual. Se fue con un psicoanalista, Hugo Rojas, que yo también conocí en Chile: un tipo que daba miedo, que te cuadraba con la mirada y con las tarifas de consulta. Rojas tenía un método agresivo, de arrinconar al paciente y hacer hablar al moi interior como en un interrogatorio de Guantánamo. No tenía un trastorno explosivo inminente como John Rosen, pero casi, y eso hizo que Donoso enfermara más. Al final el asunto se volvió síntoma, y Donoso escribió cuestiones rayanas en la perfección, como Este domingo, El lugar sin límites y El obsceno pájaro de la noche. En fin, Donoso era un border (cualquiera que lo hubiera tratado bajo otro enfoque psiquiátrico habría sanado al hombre matando al escritor) y no es él ni Hugo Rojas los que importan aquí, sino el clochard.

A Donoso le horrorizaba, se le empezaba a disparar el complejo de castración o no sé qué demonios. En cambio, cuando a mí se me aparece un vagabundo parecido en la cabeza, trato de prestarle oreja. “Tudo bem, irmão”, me dice. O bien, “por favor, ¡de nuevo con ese aburguesamiento!”. Otras veces llega curado como tagua, apenas se le entiende, habla y  parece que recitara poemas de Rimbaud, pero igual lo escucho. Antes me aterraba. Ese indigente simbolizaba mi miedo atávico a ser pobre (igual que la tonadita lastimera del gitano Rodríguez). Pero como todo trastorno, es mejor ponerle cara y conversar con él para tratar de entenderlo.

A comienzos de año, por diversas circunstancias que mi inclinación a la ansiedad hiperbolizó hasta el ridículo, pensé que podía quedarme sin trabajo, sin familia, sin amigos y haciendo la calle (como semanas antes había visto que le pasó a Carlos Peniche). Soñé incluso con eso. Pero en los diversos sueños, más que terror, lo que experimentaba era el salto al vacío de la libertad sartreana. En uno de ellos, de hecho, me veía como Alexander Supertramp, el cándido personaje de la película de Sean Penn. Soñé que era mi primer día como homeless y estaba sentado a una pequeña mesita como de OXXO, al lado de una gasolinera. Me estaba terminando una cerveza muy fría y sabía, como el niño que saborea la Coca-Cola que le encuentra el padre en La carretera de Cormac McCarthy, que sería la última en mucho tiempo. Mi intención: caminar desde Querétaro hasta la península de Yucatán, haciéndole como una sonrisa al mapa de México, para ir a mojarme los pies en el mar.

En una clase de esas fomes, muy fomes, les puse Into the Wild a los alumnos y empezamos a conversar. Sabiendo que te volverás un vagabundo, ¿qué comprarías con los últimos billetes que te quedan? Algunos ni siquiera respondieron: la amenaza del das Ding fue más fuerte. Pero hubo un iluminado que dijo: un buen backpack. Me quedé pensando. Tiene razón. Y un par de bidones para rellenarlos de agua.

Antes de partir haría un gesto simbólico, prendiéndole fuego en el punto de partida del viaje al pendejo celular que te conecta desconectándote, pero me llevaría mi iPod con su cargador (digo, por la música, además que en cualquier parte encuentras una toma de corriente para poder cargarlo). Buscaría siempre climas cálidos, porque ser un clochard en el frío es un suicidio anticipado, y me llevaría cuatro, sólo cuatro libros, para poder leerlos y releerlos debajo de una higuera o un olmo si se me cruzan. La lectura, claro, sería pausada, así como ya uno no puede leer. Además del mar en los pies, la experiencia de lectura de esos cuatro libros sería, tal vez, lo más deseable de esa conversión de tarjetahabiente en homeless. Me encantaría pasar y volver a pasar mis ojos por los renglones de Viaje al fin de la noche, de Céline; Molloy, de Beckett; Trópico de cáncer, de Henry Miller… y el último no sé, porque si lo supiera quizás verdaderamente tomaría esa decisión. Así que ese último libro –el libro perdido de Aristóteles y de Borges y de los monjes de Umberto Hueco– es lo que me mantiene atado aún a la civilización salvaje.

No sé. Cosas que piensa uno.

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FELIPE RÍOS BAEZA
Felipe Ríos Baeza (Santiago de Chile, 1981). Escritor, comunicólogo social y doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Es autor del volumen de cuentos Satori (2018) y de las novelas Clowns (2016) e Infectados (próxima aparición: 2020). Ha publicado, además, El texto desbordado. Aproximaciones contemporáneas al fenómeno literario y artístico (2019); El desvarío ilustrado. Ensayos sobre literatura hispanoamericana contemporánea (2014) y los dos volúmenes de Roberto Bolaño: una narrativa en el margen (2013 y 2016), entre otros libros académicos. Se ha desempeñado como profesor e investigador en varias instituciones de educación superior, en materias de literatura, cine, filosofía y estética, además de escribir y coordinar libros críticos dedicados a autores contemporáneos como Enrique Vila-Matas, César Aira y Juan Villoro, entre otros.

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