Detalle de 'La Muerte y la Doncella', Hans Baldung, 1518
Detalle de 'La Muerte y la Doncella', Hans Baldung, 1518

Fue al final de su vida –en las primeras páginas de Philosophy of Composition (1846), un ensayo de portentosa actualidad– cuando Edgar Allan Poe declaró (y explicó en detalle) que el tema más glorioso y noble de la literatura, en términos líricos y hasta metafísicos, es el de la muerte de una mujer hermosa.

En tiempos del hoy, y en tránsito hacia la expiración (supongamos que es un tránsito demorado, lento), una mujer hermosa ya no se ocuparía de depilar (si fuera ese uno de sus hábitos o gustos) su vello púbico con cera o con una BRE730.

Hablo en serio, no estoy intentando enarbolar aquí una boutade.

Pero quién puede saber si no más se lo deja crecer (cosa baladí en la proximidad del fallecimiento), y deja que su Mons Veneris se ponga bien oscuro, porque de súbito lo prefiere enrarecido, fosco, umbrío, como se observa en uno de esos retratos cruciales donde la Muerte invita al sepulcro a una joven en su lozanía más sensual. En el silencio de ciertas pinturas no alcanzamos a probar tantas verdades.

Entre paréntesis: en las artes visuales ese gran tema se manifiesta todavía con algún predicamento que, sobre la base del “talento individual” (según lo entiende T. S. Eliot), subrayaría dos cuestiones: artisticidad y pertinencia. En la literatura, no estoy tan seguro. Vivimos en una época donde la trivialización y la banalización son el resultado de confusiones extremadas por la ignorancia y las maniobras comerciales acerca de qué escribir ahora. Hoy día la mitad de lo que venden las grandes librerías es puro papel. La literatura se ausenta con pudor. Los “escritores emergentes” tienden a creerse cosas. Se les induce a ello.

Pero volvamos a esa realidad ideal de la Muerte que visita a la Doncella, en un escenario alumbrado, en retrospectiva, por la sombra titánica de Poe. Hans Baldung, admirador y discípulo de Durero, pinta en 1517, en el cuerpo de una mujer (muchacha regordeta, de tetas generosas y tocada por la gracia), una vellosidad que está a punto de convertirse en maleza (no tan tupida ni esponjosa como la que pinta Gustave Courbet mucho tiempo después).

Baldung, joven de talento perspicaz, estaba obsesionado con los cadáveres frescos de doncellas visitadas por la Muerte. Doncellas que (ojo con esto) siguen siendo apetecibles y que expanden una placentera morbosidad. Pintó numerosos cuadros en los que intervienen directamente dichos personajes. Cabe, además, mencionar una especie de diferida y, a la vez, augurada necrofilia. La Muerte corteja, con sensualidad violenta, a la joven del vello púbico visibilizado (un vello bastante asiático, de acuerdo con los estándares vigentes), y la agarra por un mechón de cabellos y la somete. Hay un diálogo mudo. La Muerte la persuade de estar regalándole paz, sueño, eternidad sosegada y hasta cierta ternura.

Pero la Doncella llora. Parece que protesta. Acaso le dice a la Muerte que ella es joven, hermosa aún, y que no merece ir al sepulcro. Baldung pinta su rostro de manera asimétrica: el ojo izquierdo muy abierto, con cierta serenidad entristecida. El derecho se contrae bajo las lágrimas y es, al cabo, un ojo quejosamente rebelde.

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'La Muerte y la Doncella', Hans Baldung, 1518
‘La Muerte y la Doncella’, Hans Baldung, 1518

Saltemos en el tiempo. Con poco más de veinte años, la señorita Elizabeth Siddal ha enfermado de neumonía tras posar varias veces, sumergida en una bañadera en pleno invierno, para John Everett Millais. Posa durante horas como la Ofelia de Shakespeare (muerta a causa del frío, el desamor y la asfixia en un lago danés inundado por hojas y flores silvestres). Con un pobrísimo átomo de culpa, el muy joven señor Millais visita a la señorita Siddal durante su restablecimiento, y le lleva dulces exquisitos y vino tibio que él mismo endulza con miel y canela de las Antillas.

En la escena anterior, que pertenece a la historia oculta de la pintura europea, hay un instante confuso, reforzado por la fiebre: la señorita Siddal vierte una porción del vino encima de la sábana. En medio de esta probable ficción, el señor Millais se apresura a ayudar a la señorita Sidall, quien, tras excusarse, revela ahora, gracias a un gesto impensado, su piel de mayólica antigua, su vello rojizo y sus caderas huesudas.

Diríamos, sin faltar a la verdad, que el señor Millais no puede contenerse y que toca (con lentitud atónita) el pubis de la modelo. En eso irrumpe el ama de llaves y –de nuestro lado, empuñando el estandarte de la victoria– una segunda ficción: el ama de llaves es una negra procedente de Baton Rouge y ha estado cantando un góspel trabajoso. Ni su voz alborotadora ha disuadido al señor Millais de lisonjear el clítoris de la señorita Siddal. Y su mano perece ahí, en el infinito de Dios.

Otro entre paréntesis: un Mons Veneris pelirrojo es una de las creaciones más cautivadoras de la Naturaleza.

Siddal –pintora menor, escritora y modelo– fue, como usualmente se la califica, musa de ese grupo de artistas denominados la Hermandad Prerrafaelita. Para mayor énfasis de su sino hiperromántico, se cuenta que fue enterrada con una niña muerta que tuvo que parir, y con los manuscritos inéditos de sus poemas. También se dice que, arrepentido de desechar su obra lírica, su pareja, Dante Gabriel Rossetti (pintor, poeta) abrió la tumba y recobró esos papeles y vio, entre el sobresalto y la devoción, que el cuerpo de Siddal era un cuerpo incorrupto y que los cabellos (cobrizos y encrespados) habían crecido de modo insólito.

Más entre paréntesis: Rossetti era hijo de Frances Polidori, la hermana de J. W. Polidori, aquella joven e insoportable señora que copió el diario escrito por Polidori, médico experto en sonambulismo, durante su estancia, en Villa Diodati, con Lord Byron, P. B. Shelley, Mary Wollstonecraft Godwin y Claire Clairmont. Fue Frances Polidori quien, tras expurgar el diario (quitar lo que le pareció impúdico), quemó los folios originales privándonos de saber.

Durero, por supuesto, es ese dibujante del fenecimiento y la decadencia que no le teme al cuerpo desnudo. Se autorretrató como si estuviese en el umbral de la vejez, desnudo, con su pene uncut y colgando. Pero tenía tan sólo 35 o 36.

En una ocasión un amigo me preguntó si no había masturbado alguna vez a una mujer enferma. “Una mujer con fiebre alta”, especificó. Quedé callado, intentando recordar. “Estamos en el siglo XXI y ya no hay tuberculosas con ganas de singar”, añadió como si tal cosa, medio ensoñado, próximo yo a confesarle que sí, que lo había hecho. Aquella frase suya se me reveló explosiva, maléfica, seductora. Fue dicha con serena obscenidad. ¿Acaso no hay un morbo modernísimo en esos halones de pelo que le da la Muerte, en el cuadro de Baldung, a la joven que llora desnuda? Eufórico, Baldung llama a su maestro para que contemple sus modelos. Un hombre flaco y huesudo tira de los cabellos de la mujer. Durero dice que el vello del pubis no se distingue bien. Baldung busca aceite y se lo pone ahí. El vello resplandece ahora, negrísimo.

'Ofelia', John Everett Millais, 1851-1852
‘Ofelia’, John Everett Millais, 1851-1852

Egon Schiele pinta en 1915 La Muerte y la Doncella. La mujer se aferra, con brazos larguísimos y bien flacos, a esa muerte de ojos grandes (está sobre su regazo y es un hombre). Viste una túnica oscura y acaricia, gentil, su cabeza.

Durero realizó un grabado que, bajo ese título, clasifica como escudo de armas. Hay tres tópicos que persisten: los huesos, la fealdad de la Muerte, y la emoción funesta y lastimera que invade la escena. Pero todo eso descansa sobre algo muy difícil de pintar: el diálogo de la Muerte, tentadora, con la Doncella. Uno puede imaginar qué tipo de diálogo es y cómo se produce cuando la música (Franz Schubert) se inspira en el encuentro de la Muerte con la Doncella. Imaginar qué tipo de convencimiento doloroso emprende la Muerte, qué discurso emplea para llevarse a la Doncella. No podría ser un rapto, una intervención de la fuerza bruta. La Muerte posee, a esas alturas, una dignidad poética extraordinaria, una especie de decoro de lo horrendo. Sólo en esas condiciones podría la Muerte, con todo su poderío, acercarse a la Belleza.

Inspirándose en versos de Matthias Claudius, es Schubert quien compone un cuarteto, La Muerte y la Doncella, donde parece que se resume, en fantástica anticipación, la idea que expone Edgar Allan Poe en Philosophy of Composition. Escucharlo, tras recorrer las obras de Baldung, Durero y Schiele, equivale a empezar a oír no las “meras” palabras del poema, sino la hondura en que ellas se adentran cuando se metamorfosean en música. Hay una alianza entre el ojo, la palabra y el oído. Una alianza anómala, arborescente, enriquecida por las intuiciones de la imaginación. Una alianza donde participan prácticamente todas las estancias de la cultura.

Egon Schiele, 'La Muerte y la Doncella', 1915
Egon Schiele, ‘La Muerte y la Doncella’, 1915

Coda

Casi 80 años después que Schiele pinta La Muerte y la Doncella (aquí el motivo esencial es el fallecimiento de su amante y modelo Wally Neuzil), el escritor chileno Ariel Dorfman da a conocer una pieza teatral homónima. Un poco más tarde, Roman Polanski sigue a Dorfman y filma La Muerte y la Doncella. Tanto la pieza de Dorfman (publicada en 1992) como la película de Polanski (de 1994) regresan al tema de la Muerte como amante amistosa, sensual, “mansa” y “blanda”, pero involucrada, con formidable regusto, en un atroz proceso de persuasión.

Lo espeluznante de los hechos es que la Muerte se transforma allí, en tiempos de dictadura militar, en un médico que deviene interrogador-torturador y que “dialoga” culturalmente con sus víctimas, en especial la protagonista (la Doncella), usando de fondo una grabación del célebre cuarteto. Mientras le hace preguntas y la masturba y la viola y la golpea y le aplica, húmeda y con los ojos vendados, choques eléctricos, Schubert resuena, obligado a establecer una pavorosa y espuria complicidad.

Mientras más atenazan y reprimen, más ansían los totalitarismos, ensangrentados, que la cultura sea ese adorno capaz de engalanarlos, efímeramente, ante el espejo del mundo.

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ALBERTO GARRANDÉS
Alberto Garrandés. Narrador, ensayista y editor. En años recientes ha publicado Sexo de cine (Premio de la Crítica en Cuba, 2013), Body Art (cuentos, 2014), El ojo absorto (ensayo, 2014), Una vuelta de tuerca (ensayo sobre cine de autor y películas de culto, 2015), y Demonios (novela, 2016, Premio Alejo Carpentier). En 2018 reunió lo esencial de sus cuentos en Mar de invierno y otros delirios.

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