'La vida nueva de Valdi Bonetti', de Mori Ponsowy (FOTO Infobae)
'La vida nueva de Valdi Bonetti', de Mori Ponsowy (FOTO Infobae)

Una de las nociones más extrañas inventadas por el ser humano es la de destino. Bien sea en un sentido geográfico –el lugar donde se nace, se vive o se muere que se reviste de atributos especiales–, o en un sentido individual –aquello para lo que cada uno de nosotros cree que vino al mundo–. Ambos son fantasiosos. Del primero se encargan los políticos, presidentes y dictadores. El segundo es un sentimiento compartido por muchas personas, pero es particularmente agudo en un sector de la sociedad: el de los artistas.

Estos últimos suelen invocar su condición de elegidos para que la sociedad les exima de ciertas exigencias. Principalmente, la de trabajar. “El poeta es un parásito sagrado”, dice Michel Houellebecq en un poema. “El poeta no es un parásito”, se defendía Joseph Brodsky en su alegato contra las autoridades que lo enviaron a Siberia. Kafka, como ya se sabe, estaba del lado del mundo y en su cuento “Josefina La Cantora o el pueblo de los ratones” hizo la mejor fábula del destacado y ridículo lugar del artista en la sociedad contemporánea.

De estas cosas, en parte, nos habla la más reciente novela de Mori Ponsowy, La nueva vida de Valdi Bonetti (Alfaguara, 2023). Es una de esas historias que se construyen alrededor de un solo personaje cuya fuerza solar articula la existencia de los otros en un sistema cerrado (una perla que se fabrica su ostra). Aun cuando el comportamiento de ese protagonista sea la desastrosa negación de cualquier orden. Pienso en el avasallador Lajos, de La herencia de Eszter, de Sándor Márai, o en Bartleby, el escribiente, el apocado pero no menos dominante personaje de Melville.

Valdi es un hombre con talento, que desde muy joven se sabe distinto a los demás. Esa condición la refrendarán las distintas puertas que se le van abriendo, pero sobre todo las que se le van cerrando: la del trabajo, la del arte y, por último, la de la familia (al final, unas y otras terminarán siendo las mismas). Hijo de modestos inmigrantes italianos, Valdi recuerda a esos “poltronas” que tan bien retrató Roberto Arlt en sus Aguafuertes porteñas: muchachos que parecen haber heredado el cansancio de los padres y que han decidido que ellos no van a trabajar. El contexto tampoco ayuda mucho, pienso yo. La familia ha emigrado a Venezuela en la segunda mitad del siglo XX: un país de brazos abiertos, consumista y pujante. Una sociedad en la que los ingresos petroleros minarían en muy pocos años la ética del esfuerzo sustituyéndola por la del rédito mágico del oro negro. En medio de aquella fiebre de nuevos conquistadores, Valdi Bonetti abandona la casa paterna y sus imposiciones para buscar su oportunidad.

Sus años de gracia son fascinantes. Primero, como creativo de una agencia de publicidad, dejará su huella con campañas que luego se incorporarían a la memoria colectiva del país. Es allí donde Valdi brinda un adelanto de su talento y donde la narradora de la novela lo conoce y se enamora: “¿Cómo no quedar hipnotizada, la primera vez que entré a su casa, ante este desorden inverosímil, ante las crías de ratones blancos que atravesaban la sala de lado a lado, ante las cucarachas en el refrigerador que revivían cuando Valdi las descongelaba?”.

De su cerebro privilegiado, Valdi será también el primer entusiasta:

“Le encantaba hablar del cerebro humano, de esos ochocientos gramos, capaces de alumbrar un universo entero. Ese cerebro que, a falta de mayor espacio en la cavidad craneal, había crecido curvándose sobre sí mismo, replegándose, anudándose en las mismas circunvoluciones donde se alojan la locura, el arte, la maldad y, también, según él, nuestra posibilidad de llegar a ser como dioses”.

Antes de replegarse en su delirio, este caracol mimado por los dioses abandonará la publicidad para dedicarse al teatro, donde también cosechará algunos éxitos. En especial, encarnando a Napoleón Bonaparte en una obra que se mantendrá en cartelera durante algunos años. Apoteosis del destino, en sus dos sentidos que convergen ahora en una misma persona, este personaje histórico lo lanzará por el camino sin vuelta de lo que ya ha dejado de ser una vocación para convertirse en una misión. Así se lo hace saber al director de la obra, quien le reclama sus continuas improvisaciones y excentricidades sobre el escenario: “Son espectadores. Están hartos de sus vidas previsibles, pero no se atreven a abandonarlas. Buscan algo que los sacuda por un instante. Que los haga sentir vivos. Y para eso estoy yo. Esa es mi labor aquí en la Tierra: hacer que se sientan vivos de nuevo, mientras yo me voy muriendo”.

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¿Por qué muere Valdi? Básicamente, porque ha tenido un hijo. Un hijo al que no quiere y que ha nacido con un impedimento que parece un castigo (o una reparación) a su don (o maldición) natural: El Niño no puede hablar. Valdi ha engendrado una responsabilidad y una culpa. Estos vaivenes los contempla la narradora desde la distancia, pues hace ya mucho que se separaron y que cambió Caracas por Buenos Aires.

Los detalles de esta vida entendida como un proceso de demolición constituyen el ascenso y la caída del personaje. Ponsowy atraviesa ambos territorios, con sus elevaciones y abismos, con una habilidad endiablada, de piloto de avionetas con muchos kilómetros de viaje. No ha habido un momento en que esta obra no me haya hecho sonreír compungidamente. O apenarme hasta el punto de robarme una sonrisa.

Las novelas que más me gustan son aquellas que incluyen un punto de fuga, una posición que sirve de perspectiva dentro de la propia historia. Es un recurso que oxigena la lectura y que brinda a los personajes protagonistas algo parecido al libre albedrío (“Me parece que estás tomando un camino del que difícilmente puedas regresar”, le advierten a Valdi). En la novela de Ponsowy, me parece que esta función la cumple un personaje aún más exótico y enigmático que Valdi. Me refiero a Catello, inmigrante italiano y compañero de trabajo de su padre, quien es una especie de Leonardo da Vinci o de Marcel Duchamp encarnado en la piel de un obrero. Catello le legará a Valdi las instrucciones para ensamblar una máquina llamada Novissimus: “Un artilugio que una vez puesto en marcha pudiera continuar moviéndose sin fuente de energía para siempre. Un mecanismo que pudiera alimentarse a partir de su propio movimiento. El perpetuum mobili: esa obsesión de la Edad Media que, siglos después, Da Vinci y Maxwell juraron imposible”.

Más que imposible, es inútil. Como lo descubren los conjurados de “El congreso”, el cuento de Borges, este tipo de empresas o artefactos ya han sido realizados por un científico más sabio que se llama Dios y cuyo invento, que lo abarca todo y que una vez puesto en movimiento no se detendrá jamás, es el universo. Es la vieja ilusión, tanto de emperadores como artistas, de creerse demiurgos cuando en realidad son piezas del engranaje total, necesarias y descartables, como todo lo que existe.

Valdi no llega a entender esto. El movimiento perpetuo se le manifiesta de diversas maneras que no logra conciliar con su psique atormentada: es el descalabro político, económico y social del país, al que asiste como si se tratara de una obra de teatro a la cual se ha incorporado tarde y cuyo argumento se le escapa; es la rebelión emocional de su hijo, quien al fin se libera de su yugo carismático; es la vejez y la enfermedad de sus padres, que solo lo empujan a preguntarse, como buen histrión que es, “¿por qué a mí?”.

Paradójicamente, la utopía del Novissimus será su cable a tierra, su último vínculo con su padre y también con su hijo. Una promesa de redención que viene anunciada, con un optimismo sombrío, desde el dantesco título de la novela. Esa vita nuova que puede hacer de cada existencia una comedia o una tragedia, según lo decidan los dioses o el destino.

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