marchar 15n Cuba
Cubanos protestan en La Habana el 11 de julio de 2020 (FOTO Eliana Aponte AP)

Antes de asistir por primera vez a una marcha –en México– tenía una teoría (y nada de práctica) sobre la utilidad de las marchas. Participaba de un sentido mediana y sospechosamente común entonces en Cuba, según el cual las marchas no cambian realmente nada; por eso eran permitidas en el capitalismo. Se dejaba a la gente marchar, sabiendo que en realidad las manifestaciones públicas no cambiaban nada sustancial en la vida social. Es una idea falsa, por supuesto; las manifestaciones públicas han sido y siguen siendo motores fundamentales de transformaciones radicales. Si no hubiera otros tantos, bastaría el ejemplo reciente de Chile y cómo meses de manifestaciones en la calle, sostenidas a pesar de una intensa represión, condujeron a la creación de una Asamblea Constituyente para superar por fin la Constitución heredada de la dictadura.

Que las marchas no cambien nada y no sean útiles es una idea falsa también por otra razón: se trata una racionalización que encubre la imposibilidad (o incapacidad) de una posición crítica sobre el hecho de que las marchas y cualquier otra forma de manifestación pública, estén prohibidas en Cuba. Más recientemente, reconocidas constitucionalmente, pero impedidas en la práctica. Ciertas racionalizaciones pueden ser las formas más pegajosas de la falsedad porque no nacen del ejercicio de la razón, sino de una especie de sucedáneo que parece pensamiento, pero opera solo para justificar sofisticadamente algo que no quiere o no puede cuestionarse. Participar de esas racionalizaciones es una de las maneras en que un régimen totalitario construye un sentido común que no tiene mucho sentido si se observa con detenimiento, pero que funciona justamente porque impide la observación atenta.

No era quizás necesario haber salido de Cuba y tener la experiencia de participar en marchas y manifestaciones en otro país para haber comprendido esto. Esa es solo la manera en que ocurrió para mí y para tantos otros, pero posiblemente un esfuerzo de discernimiento pudiera haber producido el mismo efecto. Lo produce también la transformación gradual y acumulativa de la realidad que hace que lo que antes fue sentido común termine revelándose como un conjunto de dogmas que no logran explicar nada. Esa es la experiencia que ha producido manifestaciones públicas dentro de Cuba; esa, y la necesidad de desestabilizar y/o derribar el orden autoritario. La experiencia de otro contexto es de todas formas siempre relevante para cuestionar por contraste lo que ha sido vivido como “natural” y comprender no solo su carácter construido –no hay realmente mucha revelación en eso– sino la manera en que hemos contribuido a esa construcción en, al menos, darla por suficiente.

En mi caso, fue en México donde me sumé por primera vez a una marcha, cuando desaparecieron los 43 estudiantes de Ayotzinapa. La sacudida que produjo un hecho tal, en el que no hay posibilidad ninguna de aceptación o racionalización, me tocó como tocó a tantos. No me pregunté en ningún momento si las marchas harían posible la justicia; tal exigencia era a la vez tácita y explícita. Gritaba junto a miles una y otra vez: “¡Justicia! ¡Justicia!” después de enumerar del 1 hasta al 43 a esos jóvenes desparecidos para siempre en una madrugada. Gritábamos también “¡porque vivos se los llevaron, vivos los queremos!” Y a medida que el tiempo pasaba la razón decía que era imposible que estuvieran vivos, pero el reclamo seguía siendo que aparecieran vivos. Pedir que estuvieran vivos era más bien una forma de acompañamiento. Allí estaban las madres y los padres, y su pérdida era tan inmensa que alcanzaba a ser repartida entre los miles presentes sin que pudiera cesar o disminuir. Era también una especie de ritual colectivo sobre el dolor y la reafirmación de la vida como reacción al horror. Lo que hacía relevante participar de las marchas era más bien hacerse parte por un momento de una vibración colectiva, de una especie de catarsis, de una sed que no podía ser saciada, pero podía y tenía que ser, al menos, gritada.

Fue con las marchas contra los feminicidios que terminé por comprender que reducir las manifestaciones públicas a criterios de utilitarismo era no estar entendiendo realmente nada. Marchar, manifestarse públicamente, es un fin en sí mismo; las marchas logran en primer lugar aquello que hacen posible: el encuentro colectivo y todo lo que el encuentro colectivo es capaz de expresar y transmutar. Las marchas contra los feminicidios expresaban la rabia contenida que encontraba en la calle una vía de expresión, y la transmutaban en solidaridad y fuerza para enfrentar a la vez la realidad de las víctimas y generar la presión sobre un aparato ineficiente que reproduce interminablemente la impunidad de los victimarios.

Lo que hacía relevante participar de las marchas era más bien hacerse parte por un momento de una vibración colectiva, de una especie de catarsis, de una sed que no podía ser saciada, pero podía y tenía que ser, al menos, gritada.

Las marchas y otras formas de manifestación pública en un régimen autoritario tienen un sentido semejante, aunque lo que el encuentro colectivo pone en escena es todavía más básico, incluso podría decirse más autorreferencial. Puesto que las manifestaciones públicas están prohibidas, lo que se pone en escena es la manifestación misma. Se marcha para marchar, para recuperar un derecho negado, para ejercerlo sin que medie para él más que el ejercicio mismo y la voluntad de los participantes.

El solo hecho de ocupar el espacio público de forma visible hace imposible no ver aquello que se exige. Esa es una de las razones por las que los regímenes con vocación de control total temen a la manifestación pública: no es controlable, impide la opacidad que el poder requiere siempre para imponer sus delirios. Y quizás aquí aquella racionalización inicial tenga algún sentido. La rigidez de un régimen totalitario es más susceptible de ser quebrada por la manifestación y la ocupación del espacio público porque lo que entra en disputa cuando ello ocurre es el derecho mismo a ocupar ese espacio, y no solo lo que se reclama mediante su ocupación. La rigidez es siempre el punto débil de las pretensiones de control; la vida misma termina siempre escapándosele.

Esto no equivale a una ausencia de objetivos. Por supuesto, los hay. Hay todo por conquistar en una situación en la que se tiene que empezar por conquistar el derecho a la protesta y a la manifestación. El 15N se propone exigir la liberación de los presos políticos, el cese de la violencia estatal y, en sentido más amplio, los cambios que la sociedad cubana necesita con urgencia. Pero propone, y más que proponer, se toma por su propia mano, el derecho, que la calle es ocupable, habitable, más allá de los actos de “reafirmación revolucionaria”.

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Antes de un 11J y su emergencia esperable, pero no previsible, hubo en Cuba una marcha contra la violencia en 2009; una manifestación de una treintena de artistas del hip hop frente al Instituto de la Música en 2013 en protesta por el cambio de sede del Festival Puños Arriba. Tuvo lugar el performance El susurro de Tatlin en 2014 en el que Tania Bruguera abrió micrófonos para que cualquiera pudiera decir lo que quisiera por un minuto. Entre 2003 y 2015 las Damas de Blanco se empeñaron en salir cada domingo para recordar a los prisioneros de la Primavera Negra, enfrentando cada vez la violencia policial. Se sostuvo durante un tiempo Todos Marchamos, de Estado de SATS. La comunidad LGBTI salió por su cuenta a marchar el 11 de mayo de 2019 al suspenderse la marcha oficial prevista. La Cátedra Haydee Santamaría organizó, en memoria de los cinco negros abakuá asesinados el 27 de noviembre de 1871, caminatas durante varios años. OMNI-Zona Franca peregrinaba cargando un garabato hasta El Rincón. Y hubo por supuesto un 27 de noviembre de 2020, y un 27 de enero de 2021 y luego un 11 de julio. Y habrá un 15 de noviembre, un 15N, incluso si la represión organizada del Estado y sus grupos paraestatales logran impedirlo. EL 15N ya está ocurriendo.

La genealogía muestra una intensificación. Las manifestaciones públicas han ido creciendo en los últimos años; en cantidad de participantes, en diversificación de sus motivaciones y también en frecuencia. La memoria que como movimiento cívico es posible recuperar ahora y sobre la que es posible sistematizar y ver panoramas y procesos donde antes veíamos solamente sucesos aislados, deja claro que el 15N no es una anomalía ni un capricho y mucho menos la puesta en práctica de un plan diseñado desde afuera. Emerge de la acumulación no solo de las insatisfacciones, sino del darse cuenta de que la calle no puede ser el espacio exclusivo de los “revolucionarios”, lo que quiera que ese término signifique para quienes se dedican a la administración de las exclusiones. Y por supuesto, emerge del ejercicio mismo de devolver a la calle su potencia como espacio de expresión y de encuentro. Es expresión no solo de la resistencia, sino de la re-existencia creativa. Lo que hace unos meses (el 11 de julio) estalló sin anuncio y sin aviso, pasa ahora por otros cauces. Se disputa ahora el espacio constitucional para el ejercicio del derecho a la manifestación y la protesta, y se disputa la posición desde la que se interpreta la legitimidad de tal ejercicio. Por eso, en esta ocasión, ha habido un aviso. El aviso por adelantado puede resultar, para algunos, contraproducente. Pero el 15N ha producido ya, a días de su realización, una conversación gigantesca y ha transformado el panorama de la acción civil cubana. Ha transformado, por decirlo en términos dialécticos, lo cuantitativo (por acumulación) en cualitativo.

El sentido común de la preservación indicaría que, después de la represión brutal y sistemática hacia quienes salieron a manifestarse el 11 de julio, concebir nuevamente la posibilidad de salir a la calle, es tácticamente imposible y estratégicamente equivocado. Pero esos análisis no cuentan con lo que la experiencia de estar juntos en la calle produce por sí misma. Hace un par de días Adrián Monzón, uno de los participantes y organizadores de la marcha contra la violencia en 2009, comentaba en el espacio de Twitter “Hacia una genealogía de la protesta pública en el último decenio” de qué trataba ese “estar juntos”. “Es difícil –decía- encontrar las palabras para transmitir la experiencia, pero se siente la adrenalina de un cimarrón que se escapa y ya no va a ser gobernado”. Amaury Pacheco complementaba la imagen hablando de “el poder de la metáfora y la sinécdoque para trabajar sobre el espacio”.

Ocupar el espacio público y común es un derecho, pero no solo eso; es también una necesidad de la vida social. Y es, por supuesto, imposible impedirlo por demasiado tiempo. La potencia del encuentro físico desafía siempre ese impedimento. Los delirios del poder producen, ante esto, teorías de conspiración en las que la necesidad real del encuentro y el reconocimiento son relegadas y reescritas bien como reactividad tendencialmente delincuencial, bien como servilismo a agendas foráneas, a menos que sean las marcha que él mismo convoca para exaltar sus propias construcciones. Pero esos son los delirios del poder. Lo que debe interesarnos son los resortes propios, las líneas de fuerza que buscan hacer nacer posibilidades de transformación. En ellas, está el deseo cada vez más claro de encontrarnos en la calle y reclamar allí todos los derechos. ¿Por qué no querríamos? Lo que llama a salir a la calle, va a ser un día una inmensa alegría.

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