‘Phèdre’, Alexandre Cabanel, 1880

De entre todos los géneros literarios, la tragedia es el que marca un siglo con más fuerza, el que le da más dignidad y profundidad. Las épocas de esplendor indiscutibles son las épocas trágicas: el siglo V ateniense, el siglo Isabelino, el siglo XVII francés. Fuera de estos siglos, la tragedia –en sus formas constituidas– queda silenciada. ¿Qué ocurría en aquellas épocas, en aquellos países, para que la tragedia fuese posible, incluso fácil? El terreno parece haber sido tan fecundo que los autores trágicos nacían por racimos, llamándose y provocándose unos a otros. Es evidente que tal conexión entre la calidad del siglo y su producción trágica no es arbitraría. En realidad se trata de siglos de cultura. Pero aquí debemos definir la cultura no como el esfuerzo por lograr un saber mayor, tampoco como la conservación ferviente de un patrimonio espiritual, sino ante todo, según Nietzsche, como “la unidad del estilo artístico en todas las manifestaciones vitales de un pueblo”.

De este modo se comprenderá que en las grandes épocas trágicas el esfuerzo de los genios y del público se basaba no tanto en el enriquecimiento de los conocimientos y de las experiencias, como en el abandono cada vez más riguroso de lo accesorio, la búsqueda de una unidad de estilo en las obras del espíritu. Era indispensable dar del mundo y obtener de él una visión ante todo armoniosa –aunque no necesariamente serena–, es decir, abandonar voluntariamente un cierto número de matices, de curiosidades, de posibilidades, para mostrar el enigma humano en su sequedad esencial.

Esta definición permite pensar que la tragedia es la más perfecta y difícil expresión de la cultura de un pueblo, es decir, una vez más, de su capacidad para introducir el estilo allí donde la vida no muestra sino riquezas confusas y desordenadas. La tragedia es la más grande escuela de estilo: enseña más a despojarse de algo que a construirlo, más a interpretar el drama humano que a representarlo, más a merecerlo que a sufrirlo. En las grandes épocas de la tragedia, la humanidad supo encontrar una visión trágica de la existencia y, quizás por única vez, no fue el teatro el que imitó a la vida, sino la vida la que recibió del teatro una dignidad y un estilo verdaderamente grandes. Así, en aquellas épocas, por ese intercambio mutuo entre la escena y el mundo, llegó a realizarse esa unidad del estilo que según Nietzsche define la cultura. Para merecer la tragedia es necesario que el alma colectiva del público haya alcanzado cierto grado de cultura, no de saber, sino de estilo.

Las masas corrompidas por una falsa cultura pueden sentir el peso del drama en el destino que las abruma; quedan complacidas con el desarrollo del drama y llevan ese sentimiento hasta inmiscuirlo en cada uno de los pequeños incidentes de sus vidas. Aman en el drama la posibilidad de ir más allá de un egoísmo que les permite apiadarse indefinidamente de las más pequeñas particularidades de sus propias desdichas, de adornar con patetismo la existencia de una injusticia superior, lo que las separa muy oportunamente de toda responsabilidad.

En este sentido la traqedia se opone al drama; es un género aristocrático que supone una alta comprensión del universo, una claridad profunda sobre la esencia del hombre. Las tragedias del teatro sólo han sido posibles en países y épocas en que el público presenta un carácter eminentemente aristocrático, ya sea por el rango social (siglo XVII) o por una cultura popular original (entre los griegos del siglo V). Si el drama (cuyo género decadente fue el melodrama, y uno ilumina al otro) procede por la insistencia desmesurada y cada vez más desbordante en las desdichas humanas, frecuentemente en lo que estas tienen de más pusilánime, la tragedia no es sino un esfuerzo ardiente por despojar el sufrimiento del hombre, por reducirlo a su esencia irreductible, por apoyarlo estilizándolo en una forma estética impecable sobre el fundamento primigenio del drama humano, mostrándolo con esa crudeza que sólo el arte puede lograr.

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La tragedia no es tributaria de la vida: es el sentimiento trágico de la vida el que es tributario de la tragedia. Por eso las tragedias en el teatro no han seguido esa suerte de evolución histórica que provocan que de un primer estadio surja otro más perfeccionado, y así sucesivamente. Para ello habría sido necesario que la tragedia en el teatro asimilase la lenta evolución de los siglos, que imitase la transformación de las vidas y de las mentalidades y que, en las épocas de la falsa cultura, prefiriera corromperse antes que morir. Pero la tragedia no obró de ese modo; su historia no es sino una sucesión de muertes y de resurrecciones gloriosas. La tragedia puede dejar de crecer o desaparecer con la misma sublime desenvoltura con la que surgió: después de Eurípides la tragedia se pierde (admitiendo que Eurípides fuese un verdadero trágico, lo que Nietzsche no hizo). Después de Racine no habrá más que tragedias muertas, hasta el nacimiento de una nueva forma trágica –esencialmente distinta, a menudo no reconocedora de la primera.

En las tragedias del teatro el interés no es el de la curiosidad, como en el caso de los dramas. El público no sigue, jadeante, las peripecias de la historia para descubrir cuál será el final. En las bellas tragedias el desenlace se conoce con antelación; no puede ser otra cosa que lo que es: ni el poder del hombre, ni incluso por momentos el del dios (y esto es propio de la tragedia) pueden mejorar o modificar la suerte del héroe. Y sin embargo el alma del espectador se aferra con pasión a la trama de la obra. ¿Por qué? Ahí está el milagro de la tragedia que nos indica que nuestra más íntima búsqueda no nos conduce al fin de las cosas sino a su porqué. Poco importa saber cómo terminará el mundo, lo importante será saber qué es el mundo, cuál es su verdadero sentido –ya no en el Tiempo, poder bien cuestionable y cuestionado, sino en un universo inmediato, despojado de las puertas mismas del Tiempo.

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De todas las tragedias del teatro se deduciría entonces la siguiente lección si es que el arte puede enseñar algo: el hombre, ese semidiós, carga con su pensamiento como marca distintiva en el universo, con su deseo y con su poder de conocimiento, fuente de riquezas sensibles y de sutiles acciones. Pero esa potencia electiva del pensamiento, al apartar gloriosamente al hombre del ritmo universal de los mundos, sin igualarlo no obstante con la omnipotencia divina, sumerge al alma humana en un sufrimiento indecible e incurable. De ese sufrimiento está formado el mundo, nuestro mundo, el de los hombres. La tragedia del teatro nos enseña a contemplar ese sufrimiento bajo la sangrante luz que proyecta sobre él, o mejor, nos enseña a profundizar en ese sufrimiento despojándolo, depurándolo; nos enseña a sumergirnos en ese puro sufrimiento humano, bajo el que hemos sido carnal y espiritualmente moldeados, a fin de recuperar con él ya no nuestra razón de ser, lo que sería criminal, sino nuestra esencia última, y con ella la plena posesión de nuestro destino de hombre. Habremos entonces dominado el sufrimiento impuesto e incomprendido por el sufrimiento comprendido y consentido; e inmediatamente el sufrimiento se transformará en alegría. De ese modo, Edipo Rey, con el corazón víctima del extraño dolor de haber involuntariamente asesinado a su padre y esposado su madre, porque acepta ese dolor sin dejar de sentirlo, porque lo contempla y porque no deja de pensar en él sin intentar no obstante desprenderlo de sí mismo, poco a poco se transfigura y termina irradiando, él, el criminal, un destello sobrehumano casi divino (en Edipo en Colono).

Sobre las tablas griegas, los actores llevaban coturnos que los elevaban por encima de la talla del hombre. Para que alcancemos el derecho de ver la tragedia en el mundo, es necesario también que ese mundo calce coturnos y que se eleve un poco más alto que el mediocre hábito.

Todos los pueblos, todas las épocas, no son igualmente dignas de vivir una tragedia. Cierto es que el drama ha sido generosamente dispensado a lo largo del mundo. La tragedia es más rara, pues no existe un estado espontáneo; es creada con sufrimiento y con arte, exige por parte del pueblo una cultura profunda, una comunión de estilo entre la vida y el arte. Lo propio del héroe trágico es que lleve consigo, sobre todo porque es gratuito, “el ilustre encarnizamiento de no ser vencido” (Hugo).

Hará falta, pues, una gran fuerza de heroica resistencia a los destinos, o si se quiere, de heroica aceptación de los destinos, para poder decir que es tragedia todo lo que un hombre o un pueblo crea en la vida.

Así, nuestra época, por ejemplo, es ciertamente dolorosa, incluso dramática. Pero nada indica aún que sea trágica. El drama se sufre; la tragedia se merece, como todo lo grande.

 

Nota: “Cultura y tragedia” es el segundo texto escrito por Roland Barthes (el primero que se conoce se titula “En margen del Critón”, escrito en 1933, pero publicado por el propio autor en 1974), y el único que permaneció extraviado durante años, desde su entrega para la sección “Ensayos sobre la cultura” del número especial de Cahiers de l’étudiant, primavera de 1942 (Barthes tenía 27 años), hasta su publicación en Le Monde, en 1984. Esta traducción apareció originalmente en el número 45 de la revista Unión, publicado en 2002, que incluyó un dosier dedicado a Barthes con cartas, fotos, artículos y ensayos del autor de El grado cero de la escritura.

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