kafka, kafkiano
'Kafka-man', Christopher James, Venecia, 1987

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En un fragmento de “El narrador”, Walter Benjamin asigna una dimensión material a los géneros literarios: “Lo que distingue a la novela de la narración”, escribe, “es su dependencia esencial del libro”. En el diario, como género, esta subordinación alcanza posiciones paradójicas, porque el diario puede ser percibido como un libro cuya materialidad precede al acto de escritura; existe físicamente, con las fechas impresas de los días, a la espera de las palabras. Philippe Lejeune propone: “Toda escritura de diarios asume la intención de escribir al menos una vez más, una entrada que atraerá a otra, y a una más, sin un final”. Parear estas ideas –las fricciones entre la narración del cuento y la novela, y la escritura acumulativa de los días– abre un camino para llegar a los Diarios de Franz Kafka.

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Por años he conservado una foto, perforada en un extremo desde los tiempos en que resistió clavada a la pared de una oficina, de Kafka en Venecia. La plaza San Marcos se identifica por las formas geométricas de la piedra blanca y por la sociedad de palomas entre los zapatos de los turistas. Él, por su silueta expectante, su cuerpo perfilado por la línea que separa la sombra veneciana de la luz del sol, del brazo derecho doblado le cuelga un abrigo. A cien años de su muerte Kafka se ha convertido en un escritor reconocible de espaldas. Tan reconocible que, de hecho, no se trata del verdadero Franz Kafka. Es alguien, K., en San Marcos, ajeno al fotógrafo, en el año 1987.

Su rostro quedaría reservado como insignia de sus ficciones (Philip Roth leyó sus orejas como las dos alas de un ángel; su “mirada criaturesca de sorprendido aplomo: enormes miedos, enorme control”). Este reverso desconocido y al mismo tiempo identificable, de viajero del tiempo en los años ochenta, en un lugar que había visitado solo por unos días de 1913 y desde donde rompió por carta con Felice Bauer –“Esta mañana, al pasarme por la cabeza todos estos pensamientos mientras contemplaba el claro cielo veneciano desde la cama, me sentí bastante avergonzado y desdichado. Pero, ¿qué puedo hacer, Felice? Tenemos que decirnos adiós”–, esta figura, me ha parecido, es la del autor de los Diarios. Como si continuara escribiéndolos en el frente que no vemos, con las manos que no muestra la foto; como si para leerlos nos asomáramos por encima del hombro.

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En sus orígenes, el formato del diario trazó los bordes de un proyecto cuyo territorio era la escritura desprendida de una trama. Al concebirse como notas fechadas, la posibilidad de dar sentido a una vida por medio de palabras se limitó a la duración diaria. El apunte desconectado o la anécdota que fijaba la experiencia bajo la forma de la narración, quedaron definidos por la medida de una fecha. El día escrito se volvió la unidad del relato y del sentido.

El término entrada, para referirse a la escritura de un día, expone las contradicciones que rodean al diario. Es, textualmente, entrada a un espacio que existía inaccesible antes de la escritura, y que es exhibido después con la entrada escrita. El diario sería la suma –la sucesión, la proliferación, la persecución– de entradas a un lugar legible al que antes, por su existencia material vacía, estaba prohibida la entrada.

En el mismo ensayo, Benjamin apuntó la crisis de la experiencia enmudecida por la guerra y el fin del trabajo artesanal (“la experiencia ha perdido su valor”). El diario, por el contrario, expone la especificidad de la experiencia elocuente que le da forma. Así aparece uno de los primeros elementos ajenos al hecho de narrar una historia: la fatiga del cuerpo conectado a la página, un autor que no narra en el sentido en que Benjamin perfiló la figura del narrador –narrar como tradición local; narrar un viaje–. Queda entonces una marca corporal cuya huella es la escritura. Por momentos, Kafka escribe en sus Diarios como si estuviera dormido y cierra la entrada del 3 de diciembre de 1911 con una oración sonámbula: “Antes de dormirme, he sentido sobre mi cuerpo el peso de los puños de mis livianos brazos”. “8 de diciembre de 1911. Tengo que poner esto por escrito pasando por encima de todas las resistencias de mi interior”. “25 de febrero de 1912. ¡A partir de hoy he de llevar el diario sin interrupciones! ¡Escribir con regularidad! ¡No rendirme! Aunque no llegue la redención, quiero ser digno de ella en todo momento”. “1 de julio de 1914. Demasiado cansado”. “1 de febrero de 1922. Nada, solo cansado”.

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Los Diarios quedaron armados a partir de doce cuadernos, escritos desde 1910 hasta 1923, y acompañados al final por cuatro viajes emprendidos entre 1911 y 1913. Lejeune señala como una de las limitaciones de la escritura de diarios su condición residual, en la medida en que no refleja la existencia en términos biográficos: “lejos de iluminar los detalles de una vida, solo con la ayuda de un contexto podemos iluminarlos a ellos”. En el caso de los diarios de escritores, sugiere, la obra es el contexto de referencia de los apuntes. Los primeros gestos kafkianos de los Diarios ensayan un mapa de sus ficciones: la ilusión de realidad, de la realidad al sueño, del sueño a la escritura.

Comienzan con una línea suelta, una nota aparentemente tomada al natural: “Los espectadores se ponen rígidos cuando pasa el tren”. La página va acumulando apuntes narrativos hasta conseguir la lógica del sueño. Un grupo de personas mira pasar el tren; una vocal rueda por la hierba como una pelota; hay un bosque inmediato; K. se orienta en la oscuridad del bosque por el blanco del cuello de una camisa; súbitamente revela haber hablado en sueños con la bailarina Eduardova, que está a su lado, contándole de las flores que lleva en la cintura. Al dar cuenta de este personaje, al terminar su narración en un espacio onírico, la escritura y con ella la materialidad del diario se expresan por sí solos. “Por fin, al cabo de cinco meses de mi vida durante los cuales no he podido escribir nada que me dejase satisfecho”, escribe entonces, “tengo la ocurrencia de volver a hablarme a mí mismo”.

La lectura de un diario es también episódica e intencional. Un lector encontrará páginas que ejercen una atracción distinta por tratarse de una fecha significativa para él. Buscará el día en que está leyendo, pero de otro siglo; el día en que nació, como una carta astral literaria; una fecha célebre contrastada con la inscripción que en ese día registró el autor, viviendo algo que ocurría sin saberlo y el lector futuro viene a encontrar sentido a su desconexión o su sintonía. La fecha como inventario del tiempo escrito se vuelve un localizador histórico (“2 de agosto de 1914. Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, Escuela de Natación”), y es simultáneamente la inscripción del evento de escritura, aunque tal entrada no narre lo ocurrido ese día en la vida de su autor (“2 de marzo de 1912. Quién me confirmará la verdad o la verosimilitud de que solo a consecuencia de mi vocación literaria carezco de otros intereses y a consecuencia de eso no tengo corazón”).

La relación de la literatura con las fechas, naturalmente, no es exclusiva del diario. Un cuento o un ensayo pueden terminar fechados; una novela puede dejar bajo su última palabra una inscripción lapidaria de los años de trabajo. Los diarios, sin embargo, implantan el vínculo temporal en retroceso: la entrada comienza con la fecha y luego produce una inscripción que es el nuevo relato y su evidencia.

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Con la entrada del 8 de diciembre de 1911, escribe: “Tengo ahora, y tuve ya por la tarde, un gran deseo de sacar completamente de mí, mediante la escritura, todo ese estado de ansiedad en que me encuentro, y así como ese estado viene de las profundidades, hundirlo en las profundidades del papel o escribirlo de tal forma que pueda incorporar completamente a mí mismo lo escrito. No es un deseo artístico”. ¿Qué tipo de impulso era este al que se refería como un deseo no artístico?

En “Franz Kafka en el décimo aniversario de su muerte”, Benjamin lee: “El mundo de Kafka es un teatro del mundo. El ser humano aparece en él subiendo a un escenario. Y así lo confirma la prueba de admisión con el ejemplo: para todos hay un lugar en el teatro natural de Oklahoma. Los criterios según los cuales se realiza la admisión son inaccesibles. La vocación histriónica que debería primar no parece jugar ningún papel. Esto podría expresarse de otra manera: a los aspirantes no se les exige otra cosa que representarse a sí mismos”.

Benjamin tiene en mente la promesa de empleo en el último fragmento de la primera novela que Kafka no terminó, El desaparecido. Su protagonista, Karl Rossmann, “un joven de dieciséis años al que sus pobres padres habían enviado a América porque una criada lo había seducido y había tenido un hijo de él”, acabó contratado como actor para el gran teatro de Oklahoma. No hay un talento por demostrar, como repara Benjamin; no hay, llevado a la literatura como prueba de admisión al teatro, un deseo artístico de escritura.

La novela inconclusa adquiere una cualidad diarística. Al no tener final, sus capítulos son también, simultáneos al despliegue de su trama, el testimonio de una escritura diaria que termina con la promesa de entradas no escritas. En otra carta a Felice le había hablado sobre esta primera novela: “está concebida para extenderse hasta el infinito”. El diario es el gran teatro de Oklahoma: “¡Todo el mundo es bienvenido! ¡Quien quiera ser artista, que se presente!”. Es un lugar donde es posible que la escritura no represente, no tenga una obligación creativa dictada por una narración, un espacio donde lo que se ha escrito completamente en cada uno pueda ser hundido en la página al final del día.

Una noche de diciembre de 1910, el primer año de sus Diarios, refuerza las encrucijadas del género. Es el fin de una entrada de quien, como promete el grosor del volumen, en los años por venir volverá a ese teatro lejano donde ser uno mismo por escrito. “Al fin y al cabo ya es medianoche, pero como he dormido bien, eso solo sería disculpa si durante el día hubiese escrito algo. La bombilla encendida, la casa silenciosa, la oscuridad de fuera, los últimos instantes de vigilia me dan derecho a escribir, aunque sea lo más lamentable. Y me apresuro a ejercer ese derecho. Eso es lo que soy, pues”.

20 de junio de 2024

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1 comentario

  1. Felicitaciones al autor, sugerente y a la vez muy bien informado. Digno homenaje al genio de Kafka, que junto a Proust señala lo mejor de la novela en el pasado siglo.

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