Tomás Sánchez pintor cubano
'El meditador' (detalle), Tomás Sánchez, acrylic on linen, 1995 (FOTO Facebook / Tomás Sánchez)

Desde joven admiré la obra pictórica de Tomás Sánchez: el trazo exacto y la pincelada fina, la conceptualidad depurada y la transparencia de sus símbolos, dados mediante en un extraño hiperrealismo más empeñado en calar la realidad que en mostrarla en su natural objetividad. Y, sobre todo, me hechizó esa sensación de espacio calmo, exterior e interior a un tiempo, que sus paisajes puntillistas transmiten: sensación que, en ese momento de mi juventud, no pude comprender.

Más allá de la calidad técnica y artística de este maestro del arte contemporáneo, fue la armonía y coherencia “espiritual” de sus paisajes la que interpeló mi desasosiego de veinte años. Es decir: el mensaje de concordia tras la tormenta, y ese extraño tiempo en suspensión, sobresalto de intemporalidad, tan peculiar en su obra. En una palabra: me cautivó el “espacio de redención” que una zona de su obra creativa nos transmite.

La obra de Tomás Sánchez se mueve en tres series o registros bien engranados: los basureros, las crucifixiones y la paisajística. Sístole en un extremo. Diástole en el otro. En el centro, equilibro cielo y tierra: la Cruz; a la que, ha dicho, de una forma u otra todos estamos sujetos. En relación a los basureros, ellos son la mente en contracción; y, aunque paisaje, es naturaleza deteriorada por la sociedad contemporánea. Por su parte, los paisajes naturales pertenecen a un momento en que la mente se expande en la meditación. Somos naturaleza y ella fluye en nosotros.

Los dos primeros registros se relacionan con la influencia expresionista de James Ensor, Francis Bacon, y un largo etc…; y, más cercana, la herencia de la pintora cubana Antonia Eiriz, de quien Tomás Sánchez recibió clases cuando estudiaba en la Academia.

El otro registro, paisajístico y anterior a la pintura, viene desde la infancia. En alguna entrevista Sánchez ha comentado el ritual que significaba sentarse con su madre a mirar los atardeceres. Shakti: Madre divina y Naturaleza. Ha comentado: “mi pintura es del agua y ella es femenina”. Para terminar con rotundez: “Mi gurú es una mujer”. De su niñez viene también el interés por la botánica. Después de sus estudios, en la Habana, comienzan sus experiencias con paisajes suburbanos.

Posteriormente, al profundizar en la meditación Yoga, su mirada se invierte y descubre el “gran paisaje” en forma de selva tropical: ilimitadas orillas, ríos infinitos, gigantescas cascadas, lagunas y saltos de agua. Digamos que estos paisajes se relacionan con la meditación y las visiones –equilibrios y masas, formas y colores– obtenidas, cuando la consciencia se sumerge, y emerge, desde lo que el budismo llamó Alayavijñana o “consciencia depósito”.

Si algo destaca en este registro paisajístico de Tomás Sánchez, es el uso extensivo –e intensivo– del color verde. Sin embargo, en este “gran paisaje”, no es el verde “colérico”, amazónico, que se traga al hombre en su inmensidad devoradora de lo pequeño, de lo humano-inerme; no es el “infierno verde” descrito en los llamados “libros de la selva” de la literatura latinoamericana; sino un color sosegado y trenzado en diversas tonalidades: color litúrgico y espiritual que la mística sufí del Islam asoció al “jardín esmeralda”, a la Tierra Celestial: verde de la resurrección que es también el de la visión en las formas imaginales autónomas.

En sus interconexiones, estos colores y sus matices juegan en una atmósfera enrarecida e intemporal: en suspensión, parecen desafiar la fuerza gravitatoria. Son estos colores, levitantes e ingrávidos, quienes me recuerdan aquel mundo imaginal del sufismo persa estudiado por el islamólogo francés Henry Corbin; mundo de la potencia imaginadora que opera en escenografías de extraña levitación: figuras humanas, voces, letras, palabras, textos, y hasta gigantescos volúmenes suspendidos: mundo de las imágenes estéticas autónomas; a un mismo tiempo imágenes metafísicas…

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Me arriesgo a decir que ante la obra de Tomás Sánchez se está en presencia de un espacio pictórico de redención y cuasi sagrado: a modo de puerta transicional hacia otra dimensión; lugar y rito de paso en el ascenso de la “creatura” humana hacia el Ser, y en el descenso del Ser hacia esa creatura humana que lo busca: un “istmo” o barzaj –como lo nombra Henry Corbin– ubicado en el punto superior del tiempo y en el grado inferior de la eternidad, que, al mismo tiempo, marca el estado de evolución espiritual del ser humano. Lugar del más pleno encuentro entre lo manifestado y lo inmanifestado, lo sensible y lo inteligible, del que hablan todas las místicas. Condición peculiar de ese lugar de encuentro o barzaj, es también su capacidad de descomponer la Luz del mundo superior e inmanifestado, en las luces y colores múltiples del mundo inferior que habitamos.

Azul y blanco, en tonos pálidos y contenidos, son también colores dominantes en su paleta: azul cielo, de aguas celestiales y terrestres a un tiempo. Uno como reflejo del otro: uno siendo los dos. Comunicación que se restablece en la paleta del pintor y en la conciencia vigilante de la figura humana que medita en sus cuadros. Todos estos colores y sus variadas y delicadas tonalidades son acogedores de la “creatura” humana en su insignificancia, en su consciencia diminuta pero también omnipresente.

En varias entrevistas, el propio pintor habla de su identificación con esta figura humana, aunque también ha sostenido que no es un autorretrato. Llega a pensarse: ¿sin esa presencia, sin ese punto que irradia plena consciencia, el paisaje natural y el elemento humano serían tal como los observamos?

Si esta figura es mirada invertida, no ávida, mirada en su más puro sentido, similar a lo que se conoce en el ojo corporal como “punto ciego”, entonces es una consciencia contemplativa pero vigilante: Hermes o Adán Primero sin el cual el otro Reino no se revelaría, pues ambos están hechos de la misma sustancia básica, primigenia. Sustancia que se contrae y se expande en la medida en que la materia humana como Hombre Universal, como “istmo” o barzaj, lo permita.

Por tanto, si relacionamos esa mirada invertida de la figura humana meditante con el barzaj que antes vimos, se llega a la conclusión de que en su condición bifronte de juntura y separación, esta mirada permite, en una dirección, el paso de lo inmanifestado a lo manifestado a través del “punto ciego de una extinción o muerte”; y después, a la inversa, el paso desde lo manifestado hacia lo inmanifestado, mundo Imaginal, de la resurrección y la redención. Y, por supuesto, contrario a lo que escribe Simone Weil, aquí la mirada humana purificada no mancha el paisaje: es condición de su más pleno existir.

Esto lo ha comentado Tomás Sánchez para explicar su praxis pictórica. Cuando pinta, dice, recita mantras: “en Siddha Yoga hay uno que repetimos: «Yo soy». A ese, «Yo soy Tomás», repetido diez, cien, mil veces, se le agregan cualidades y atributos… De pronto, alcanzas un fondo mediante la letanía y el ritmo repetitivo; y, entonces, a la inversa y ascendiendo, comienzas el borrado de esos mismos atributos y particularidades individualizadoras. Llegas, nuevamente al «Yo soy Tomás», pero no te detienes. Sigues hasta el más desnudo «Yo soy»”

Creo que faltaría apuntar que, más allá de ese “Yo soy”, está la nada, el vacío… lo sagrado; es decir: lo divino en su virtualidad ¿el lienzo en blanco?… esa Nube oscura del desconocer citada tantas veces en uno de sus libros predilectos: La filosofía perenne, de Aldous Huxley. Tampoco es casual la explicación de Sánchez sobre su práctica artística. Comienza manchando de verde un fondo virgen, puro y blanco. Después, matices y tonalidades. Al final, el blanco pierde su tersura en contraste con el color y las texturas. Brotan las luces, los planos y los detalles. Todo se complementa, vacío y forma. Así lo dice el Sutra del Corazón: vacío es forma y forma es vacío.

Sin embargo, a contrapelo de este espacio de pureza y redención que una zona de su obra pictórica nos descubre, las actitudes vitales e intelectuales de Tomás Sánchez se mantienen bien enraizadas en la nación. “No he renunciado a Cuba, no la he entregado a los demás…”, ha dicho en una reciente entrevista. Repito: no ha entregado su cubanía a los demás…, frase, para mí, de muchísima andadura. A propósito del estallido del 11 de julio leí un texto suyo y lo he admirado aún más; también, por lo preciso, lo transparente y lo conciso de su palabra…

Si mal no recuerdo, tomé contacto con la obra de Tomás Sánchez en una exposición en el Museo Nacional de Bellas Artes en 1989; al mismo tiempo, leía con pasión la novelística de Herman Hesse. Por esa espiritualidad compartida, relacionada con un Oriente como palacio de oro, de cristal o espejos, naturaleza llameante sin coordenadas geográficas, “polo celeste” y punto de orientación en el ascenso espiritual, no puedo dejar de asociarlos. Leo algo del novelista, poeta, y pintor alemán, pienso en el cubano. Veo algo del cubano, pienso en el alemán devenido suizo.

Dadas sus respectivas obras, esta es una compañía que a ninguno de los dos disgustaría. Sin embargo, hoy, gran parte de la obra literaria de Herman Hesse, a quien leí con fervor en mis veinte años, se me cae de las manos de puro aburrimiento. Hoy, al cubano Tomás Sánchez lo admiro cada vez más…

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