Ilustración de Toshio Saeki
Ilustración de Toshio Saeki

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¿Te gustaría pintar, con un pincel para cejas, puntos negros sobre el pubis recién rasurado de una mujer exacerbada por las ganas? ¿O sobre un glande? ¿O dibujar, con una pequeña brocha de pelo de caballo sumergida en sangre menstrual, las letras de una breve declaración de amor?

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Pongámonos ahora un poco graves. Si el pathos, devenido pasión, se ajusta a conductas específicas donde uno va a la “caza de instantes” en un mundo intervenido por el fraccionamiento y la discontinuidad, entonces la pasión es o podría ser, definitivamente, eso que nos hace vivir: de la esperanza a la risa, de la desesperanza al llanto.

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En un país dependiente de la manera más variopinta, brutal, insensata y burda (hablo del mundo material), la caza de instantes devuelve un redondel y una esfera, una circumambulatio extasiada, pero con la vehemencia que acaso puede uno sentir por lo efímero. No hay que esperar nada de aquello que dura o perdura, excepto de lo que sirve de blindaje para la identidad y bastidor para lo íntimo. No hay pensar en la perduración.

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Imaginen que estamos en el fin del mundo (justo aquí se vale alzar las cejas porque uno nunca sabe, y menos ahora, cómo terminan ciertos asuntos) y que el Fin del Mundo, bajo la mirada de lo que se anticipa y de lo inevitable, ya es o se convertirá pronto en una obra de arte, como hace tiempo demostró Rafael Argullol. Las distopías se tornan lugares comunes y el costumbrismo, en estas tierras, viene a imponerse como una de las formas en que la intrahistoria adquiere visibilidad y limpidez.

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Hay un metarrelato básico que se ancla a un hecho: vivir culturalmente La Ciudad. Esto es también poiesis y enumeración caótica, de acuerdo con lo que muchos años atrás describió Leo Spitzer. La enumeración caótica es ciertamente caos, pero también funciona como movimiento browniano de partículas en apariencia no correlacionables hasta que se produce la masa crítica. Y entonces es ahí cuando los links aparecen. El país que nos toca llegó ahora, supongo, a la masa crítica. Sin embargo, casi todo el mundo le da la espalda a esa evidencia por pura autoprotección profiláctica.

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Cada vez que pienso en La Habana de ese modo, intentando hallar un modelo vibratorio, inestable y abierto de una ciudad en ruinas, a mi mente viene el trabajo inmarcesible de Toshio Saeki, el sexo, la subversión (en una intimidad crecientemente más íntima: seamos redundantes), y todo ello en espacios ligados de continuo al tatuaje. Pero entiéndaseme: el tatuaje como ámbito extensible, totalizador, que trasciende la piel. Como si La Ciudad no fuera otra cosa que una enorme superficie fragmentaria, sujeta a la invención sexualizada de varios artistas del tatuaje capaces (por necesidad o por inevitabilidad) de aproximarse al sexo por medio de estilos tan diversos como turbulentos. La proclamación del apego a los símbolos y las alegorías es algo, hoy, cada vez más eficiente y ruidoso, pues de manera congruente también ha crecido la necesidad de proclamar, de proclamarse. En un contexto distópico y falaz, la invisibilidad sociocultural es algo triste y dañino.

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No hace mucho la directora ejecutiva de La Tinta me invitó, en diálogo informal y casual, a colaborar en esa revista. Yo entonces había terminado de realizar la segunda revisión de una novela inédita aún, y como suelo intentar ponerme a la altura de ciertos temas, formas y personajes, decidí que si iba a colaborar sería con un texto que pudiera articularse con el mundo de las pieles y el apasionante universo del tatuaje, que es, entre otras cosas, el de la predicación, la titulación, el ruego y la proposición.

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La verdad es que no sé por qué, al pensar en los dibujos y la irredenta discreción estilística de Toshio Saeki (que pelea duro contra la indiscreción babeante de sus fantasías, entre el deseo y la levitación orgásmica), termino suponiendo que lo que Saeki hace no son dibujos ni grabados, sino esbozos de tatuajes microrrealistas. Suponiendo que la piel de La Habana se preste para ello, no estaría mal imaginarla acogiendo un enjambre móvil de pequeños objetos simbólicos (objetos matemáticos que aludan a la pobreza, el escarnio, la violencia, el desamparo) trazados de forma lineal pero dentro del microrrealismo. Color apenas. El color de La Habana o es saturado o no es… excepto en los grises cromáticos.

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“La masa de chorizo está buena, me consta porque ya la consumí”, grita una mujer bajo mi balcón con cierto retintín. Puedo jurar que no miento. Esa es la creencia que acabo de escuchar. Imagino un chorizo real (realista, que no es lo mismo) colgado de un hilo de coser junto a una jovencita que mea detrás de una pared, acuclillada, mientras su amante la mira y siente el olor del chorizo mezclado con el de los vapores de la orina. Toshio Saeki.

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La esencia del costumbrismo literario (y tal vez, también, del costumbrismo en general) es que no privilegia el conflicto como combustible para el motor de la narratividad. Describir es una forma sutil y muy tenue de la acción, digo yo. Y lo primero que hay que hacer es, supongo, describir La Ciudad, describir/descubrir La Habana, sus pieles en patchwork. Uno puede decir que estamos en guerra y que la cultura es el frente, el único que realmente va a quedar independientemente (¿independientemente?) de las testificaciones del horror y la pobreza. Vale. Pero tampoco hay que ir al extremo de alguien a quien escuché decir que esto es Ucrania sin bombas ni cohetazos. Además, con bombas o sin ellas, con miseria e incertidumbre, con golpizas y vigilancias y presiones de todo tipo, el sexo fluye veraz y voraz. Se dibuja en el aire como un hambre. Otra hambre.

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Le ofrecí a la directora ejecutiva de La Tinta un episodio en el que el narrador sueña con un tal Kim Dae-jin (joven fotógrafo de Seúl, estudiante de arquitectura). Nunca se explica (así son los sueños) cómo un coreano del Sur aparece en La Habana con el propósito de estudiar esa carrera. Era un joven de 18 años y de muy baja estatura, devoto del orden, y había dado fin a unos tatuajes donde expresaba la filigrana emblemática, imaginaria y verosímil de su vida. Los tatuajes, encadenados, eran bastante crípticos. Subían desde los tobillos hasta las entrepiernas y seguían de largo por los genitales e iban a parar al ombligo. Era un jovencito de físico armonioso.

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La Habana es una ciudad dibujada y el sexo adquiere aquí una artisticidad irrecusable. Cuando la vida habitual está en crisis, se distancia del ciudadano común para ser “obscenamente” observada. Es allí donde el sexo cabe en tanto ambición (optimista o soñadora) y escapatoria digna. Se metamorfosea en una praxis redescubierta una y otra vez, al tiempo que experimenta una objetivación radical debido a la posibilidad que tiene uno de “culturalizarlo” (la “materia artizada” de José Lezama Lima) desde la privacidad del paisaje interior, y, más tarde, devolverlo al ámbito que Toshio Saeki construye para todos (todos todos) por muy japonés que sea: el de la extrañeza del placer, el de la “crueldad” como pimienta en la mermelada de frambuesa, el del desamor y el desapego del orgasmo, el de un/una voyeur de lo inocente, el de las fantasías eróticas como diminutas serpientes en el búcaro de flores, el de la emancipación deliciosa de la máscara… y así sucesivamente. Pero sobre el trasfondo de una pregunta inmensa que, en La Habana, ahora mismo, es tan primaria como vital e ineludible: si vives con o sin amor, amando o sin amar.

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ALBERTO GARRANDÉS
Alberto Garrandés. Narrador, ensayista y editor. En años recientes ha publicado Sexo de cine (Premio de la Crítica en Cuba, 2013), Body Art (cuentos, 2014), El ojo absorto (ensayo, 2014), Una vuelta de tuerca (ensayo sobre cine de autor y películas de culto, 2015), y Demonios (novela, 2016, Premio Alejo Carpentier). En 2018 reunió lo esencial de sus cuentos en Mar de invierno y otros delirios.

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