teatro cubano
Abilio Estévez, en la Ciudad Celeste

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Lo conocí, si mal no recuerdo, en el patio de la antigua Casa del Joven Creador, en 1989, quizás. Hoy, sería imposible volver a ese sitio para comprobarlo, para encontrar alguna huella que me refresque la memoria y me dé la certeza de ese primer encuentro. Reducida a un Museo del Ron, la que alguna vez fue residencia del Conde de la Mortera, no guarda eco alguno de sus días como sede nacional de la Asociación Hermanos Saíz, ni de los muchos acontecimientos, conciertos, lecturas, exposiciones, que ahí protagonizaron los que desde mediados de los ochenta dieron rienda suelta ahí a sus provocaciones.

En uno de esos eventos de la Asociación, por vez primera, nos saludamos. Yo había llegado a La Habana precedido por la fama o el escándalo que desató la aparición, en El Caimán Barbudo, de mi poema “Vestido de novia”. Con él, regresaba a la poesía cubana el tema del homosexualismo, y eso me sirvió por un lado de carta de presentación. También me marcó, desde entonces, como un nombre peligroso, según el prejuicio de otros. Gracias al libro que lo incluía, llegó a publicarse en El Caimán Barbudo, entonces una revista esencial para entender qué anhelos teníamos los nuevos artistas en aquellas fechas, el poema; tras ganar el concurso de dicha publicación, por voto de Rafael Alcides, Raúl Rivero y Sigfredo Ariel: qué duro reconocer que ya ninguno de ellos vive. Y “Vestido de novia” motivó el interés de Abilio Estévez, que esa noche me regaló algunos elogios. Volvería a encontrarlo en los teatros, y creo recordar que entrando al Mella, para ver una función de Dos viejos pánicos, le pedí extender esos elogios a algo que me interesaba más: saber más, a través de él, acerca de Virgilio Piñera.

Quien conozca a Abilio sabe de su amistad y aprendizaje junto al autor de Electra Garrigó. En un texto suyo, llamado “Primeras confidencias”, relató algunas anécdotas acerca de esa extraña relación entre un joven estudiante de Letras y el veterano escritor, justo en el momento en que era peor visto, si es que se le veía, pues ya su nombre en 1975 estaba borrado de antologías y repasos de las letras cubanas. En la Ciudad Celeste, la casa encantada de Mantilla donde vivían los parientes de Juan Gualberto Gómez y que está ya por perderse, Virgilio protagonizaba tertulias clandestinas. En 1977, eso terminó abruptamente. Una visita forzada a Villa Marista, advertencias que no admitían excusas, y otros gestos no menos desagradables, dieron fin a esas noches donde pese a la grisura nacional, algo de cultura y palabras escritas, fuera de los estrechos moldes impuestos, podía disfrutarse.

Acaso no sea ese tiempo sino el mejor para conocer a un escritor: el del silencio y la crisis, el de su inclusión en una lista de No Personas, sugiere Abilio Estévez en uno de los artículos que ha escrito sobre cuánto le debe a Piñera, y lo que junto a él aprendió. Mi petición abrió el camino hacia su casa en Marianao, y cuando podía escaparme de algunas clases en la Escuela Nacional de Instructores de Teatro, hablábamos sobre ese asunto. Primero, en la sala de su casa, mientras la familia pasaba hacia el fondo o salía a la calle. Luego, ya en su habitación, ante su librero, y bajo la mirada penetrante que nos lanzaban Piñera y José Lezama Lima, desde la foto que Abilio tenía colgada sobre su almohada. Una foto de Chinolope, al que Abilio había recortado de la imagen, en uno de esos gestos suyos que me divierten y me dejaban saber quién era en verdad aquel hombre de ojos verdes (como los de su maestro), ya conocido por su libro de cuentos Juego con Gloria, y por una obra teatral estrenada con éxito y llevada incluso a la televisión.

Esa obra era, por supuesto, La verdadera culpa de Juan Clemente Zenea. Escrita en dos actos, parecía una prolongación de esa línea que varios dramaturgos cubanos habían dedicado a poetas del siglo XIX, entre las cuales La dolorosa historia del amor secreto de José Jacinto Milanés destacaba sin dudas. En ella, Abelardo Estorino había filtrado (un poco a la manera en que Tarkovski, con otros recursos, había representado en su impresionante filme a Andrei Rublev), las censuras y desconfianzas de un autor de talento ante el poder de su época, y las consecuencias terribles que tal combate pueden tener sobre la fragilidad del escritor o el artista. Abilio ganó el premio José Antonio Ramos de la UNEAC con esa obra, escrita con elegancia y cargada de sutilezas, y en 1986 el propio Estorino la llevó a escena en Teatro Estudio, con un elenco donde brillaron Julio Rodríguez, Adria Santana y Elio Mesa, y para ese montaje Antonia Eiriz creó las cabezas de unos fantoches que aparecían en un momento de pesadilla, y que luego siempre me gustaba ver en la casa donde convivieron Abelardo y el pintor Raúl Martínez, y donde el propio Abilio viviría durante un tiempo.

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teatro cubano, abilio estevez
Estreno de ‘Santa Cecilia de La Habana Vieja’, 1994, Galiano 108 (FOTO Lessy Montes de Oca)

La pieza tuvo éxito, y en 1987, por fin, se publicaría por Ediciones Unión. Había nacido un nuevo dramaturgo, capaz de mover ideas, de insistir en esa línea de textos que aportaba al teatro nacional un aire menos anecdótico y pedestre, y del cual se esperaba mucho más. Cuando yo hacía ese camino rumbo a Marianao, Teatro Irrumpe ensayaba una nueva obra de Abilio Estévez. La revista Tablas la había publicado en 1989, con una introducción de Armando Correa. Pero quien hubiera leído Hoy tuve un sueño feliz, que así se llamaba entonces, se sorprendería al ver el estreno, en 1991, de Un sueño feliz, que es el título con el cual llegó a la sala Covarrubias. Me colé en algunos ensayos, y Roberto Blanco, a quien yo admiraba tanto como respetaba, alguna vez me preguntó mi opinión sobre lo que había visto. Esa mañana, por suerte, el ensayo había sido magnífico. Y la presencia en el elenco de Omar Valdés, Hilda Oates, Lilian Rentería, Alfredo Alonso, Roberto Perdomo, Dolores Pedro y Alicia Mondevil, entre otros, era, para ese estudiante de teatro que fui, un regalo extraordinario.

En esos pocos ensayos, aprendí sobre escritura teatral cosas tan importantes como las que Abilio me regaló en las conversaciones que teníamos en su casa. En una especie de Curso Délfico, me hizo leer libros que él creía podían serme útiles. Desde El guardián en el centeno (según la edición española que me prestó, no la cubana que el propio Roberto Blanco tradujo durante sus años de parametrado), hasta Mario y el mago, o Paradiso, en la edición crítica de Eloísa Lezama Lima que me encaminó definitivamente a ese libro indefinible y que luego he recomendado a todo el que quiera aprehender algunos de sus secretos. Pero lo que más recuerdo son esos diálogos, donde Abilio logró sacudirme de la cabeza no pocas comodidades provincianas, y me dejó ver que la literatura cubana era algo más que la pacífica coral que nuestra amansada crítica pretende hacernos creer. Con él pude desmontar parte del mito Orígenes, sacar de las beatíficas imágenes a sus protagonistas, donde se les ve en almuerzos en Bauta y celebraciones y bautizos. La discusión podía alcanzar hasta al propio Piñera, como aquella que tuvimos cuando me recibió con un ejemplar de la flamante edición francesa de los Cuentos fríos, y me aseguró que ya se vería que Virgilio era más grande que Lezama. Esas conversaciones componen una suerte de pedagogía, similar a la que su maestro aplicó con él. Me asombra y me alegra ver cómo he repetido ese gesto yo mismo, indicando lecturas y referencias luego a quien se acerque con alguna pregunta curiosa e irrefrenable, como las que sospecho le hacía entonces yo.

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Puesta de ‘La verdadera culpa de Juan Clemente Zenea’, Teatro Estudio, 1986 (Archivo de Teatro Estudio)

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Si el estreno de Un sueño feliz consiguió, como quería Abilio, alejar el eco de La verdadera culpa de Juan Clemente Zenea, demostrando que podía ser el dramaturgo de algo distinto al acento trágico de aquella primera obra, el resto de la década lo vería avanzar en pos de otros desafíos sobre la escena. A manera de una comedia costumbrista, pero reimaginada desde el gusto posmoderno por la cita, la intertextualidad, la ironía que nos permite ver a distancia algunas de nuestras tácticas de sobrevivencia, Un sueño feliz nos recuerda que nuestros anhelos dependen de aquello que romantizamos, de la fatalidad gozosa con la que el cubano alcanza o no su destino, y qué poco o mucho puede hacer la magia de nuestros sueños para hacernos sobrevivir una realidad casi siempre angustiante. Próspero, su protagonista, es un mago de pacotilla que sin embargo, puede conceder a sus vecinos, que se disponen a abandonar el solar donde conviven, retazos de sus aspiraciones, entrecruzándolos con muertos, fantasmas, fantasmas de paso: un marinero de voz enronquecida o el mismísimo Julián del Casal. Roberto Blanco retomó el libreto y reclamó la reescritura de sus dos actos, lo puso en función de su talento de poderoso director escénico, y de ahí salió uno de los mejores ejemplos de dramaturgia espectacular que he tenido delante. Esa fue la gran lección que aprendí con Un sueño feliz. Las referencias literarias, el peso de algunos diálogos, se agilizaron en pos de un juego teatral que el público recibió con agrado, y que sostenían el que acaso fue el último gran montaje de Teatro Irrumpe bajo su fundador, aunque algún tiempo después otro texto de Abilio Estévez le permitiría demostrar que aún seguía vivo e incitante.

Mi generación de teatro recuerda aún algunas líneas de Un sueño feliz, las líneas inteligentes e ingeniosas de varios de sus personajes, amén del buen gusto de aquella puesta que arribó cuando a la escena cubana (y a la Isla toda) ya empezaban a asolarla los aires duros del Periodo Especial en Tiempos de Paz, ese pomposo eufemismo del que aún vivimos “variaciones sobre el mismo tema”. Al no poder conseguir papel para imprimir el programa de mano, Roberto Blanco grabó el texto que deberían hallar los espectadores antes de que comenzara el espectáculo. Poco después, cuando arreciaron esas ráfagas, también Roberto se alejaría, yéndose a Venezuela. Teatro Irrumpe quedó a la deriva, pero Abilio, que era el asesor dramático del grupo, permaneció en su núcleo. E hizo más, escribiendo una nueva pieza para asegurarle algo de vida en medio de la borrasca. Esa obra marcó un cambio en su dramaturgia y marcó al teatro de la década. Se llama Perla marina.

Estrenada en 1993 bajo la dirección de Roberto Bertrand, acaso estaba ya anunciada en lo que una breve nota publicada en La Gaceta de Cuba informaba a sus lectores, comentando el “boom piñeriano” que a partir de 1990 inundó los escenarios del país. Como quien sabe sobrepasar tantas crisis, Virgilio Piñera resucitó en ese instante, a través de montajes como La niñita querida o La boda, de Carlos Díaz y Raúl Martín, que confirmaron que su profecía mordaz sobre Cuba no era incierta. Esa profecía estaba ya en La isla en peso, el poema de 1943 que fuera denostado en su momento por Cintio Vitier o Gastón Baquero, y que curiosamente celebró Mirta Aguirre: la profesora que impidió que Abilio Estévez fuera expulsado de la universidad muchos años después, cuando su amistad con Piñera se hizo demasiado sospechosa. En esa nota de La Gaceta… se anunciaba que Estévez trabajaba con algunos actores a partir de dicho poema. Lo cierto es que La isla en peso sostiene a Perla marina, ese “acto de fe”, que retoma las voces de la poesía y grandes escritores cubanos para recomponer la Isla en otra alucinación.

Galería de voces, cruce de referencias y versos, de frases tomadas de novelas, discursos, etcétera, Perla marina es algo más que ese cúmulo de citas. Con personajes que arriban, tras un naufragio, a una imposible isla desierta (eso creen, porque ahí está ya Filemón Ustáriz, que surge de un poema de Gastón Baquero), su trama les permite abandonar los prejuicios y temores que sufrieron en sus vidas anteriormente para reinventarse en esa terra ignota bajo nuevas identidades. Libres de traumas y represiones, se creen en libertad, aunque terminan atrapados en un ciclo donde esa autonomía, y esa nueva república que imaginan, se les van de las manos, y termina arrasada por un ciclón que parece venir de pesadillas previas, porque, como se dice aquí: “vivir es ir perdiendo cosas”.

norge abilio | Rialta
Norge Espinosa y Abilio Estévez en Barcelona en 2016

Obra de un lector agudo, se activa a través de lo aprendido en esas tantas páginas, como un mapa verbal de lo cubano; y de la experiencia ganada en el salón de ensayo, durante la reescritura de Un sueño feliz. “Perla marina no es una obra de teatro, no hay en ella conflictos ni acción, ni se halla en los personajes lo que se llama de modo impreciso progresión dramática”. Eso afirma Estévez en la presentación del texto que se publicó con el libreto en el número 4 de la revista Tablas, en 1993. Y eso subraya su voluntad de ir más allá de esos patrones académicos, para poder describir algo que resulta mucho más inefable. Un autor también libre de moldes, convenciones, dispuesto a nuevos desafíos y confiado en el diálogo, en la palabra, como impulso de una escena más imaginativa y libre, es lo que nos presenta Perla marina, que añade a las estaciones de La isla en peso los monólogos que sus actrices y actores declaman a lo largo de la obra, y que anuncian, también, la siguiente fase de la dramaturgia de Abilio Estévez.

Sin embargo, antes de que llegase ese momento, está La noche. Pieza ambiciosa, combina en cierto sentido esas dos fuerzas, la de una pieza que expande un argumento en diversas direcciones, y al mismo tiempo la quebranta en pos de una alegoría mayor. El teatro cubano, siempre dependiente de la palabra más que de la acción, salvo excepciones notables, es también un campo de batalla entre la realidad, la verdad que puede ser enunciada, y la metáfora que alude esas cuestiones difíciles, ante un público que desde los días de la colonia se ha entrenado en leer esos subtextos, burlando el celo de la censura, para entender y completar por sí mismo lo que refieren la dramaturgia y la puesta en escena. A partir de la imagen del Hijo que huye de una Madre que va creciendo en poder tanto como en fuerza castradora, La noche activa un amplio elenco de personajes (Rojos, Verdes y Negros, según el Dramatis Personæ) que se cruzan en ese devastado paisaje nocturno, bajo los mandos de un Señor que prohíbe placeres que solo él y sus aduladores pueden disfrutar.

Durante el montaje de La noche, que emprendió Abilio con Teatro Irrumpe, y que luego pasó a ser dirigido por Ariel Felipe Wood y Mario Muñoz, estuve otra vez en ese espacio de ensayo que es el Noveno Piso del Teatro Nacional de Cuba, en el cual había visto las sesiones de trabajo de Un sueño feliz. Ayudé a cortar parlamentos, a cerrar la fábula en pos de una visión más concentrada, y también en eso aprendí a hacer tal cosa sobre mis propios textos. Conservo el mecanuscrito de la obra, que me confió Abilio, como prueba de ese aporte, que no apareció luego en programa de mano alguno. Y cuando el montaje ya se acercaba al estreno, regresó Roberto Blanco desde Venezuela. Vio con buenos ojos lo hecho, y empleó su sabiduría para enlazar secuencias, dar mayor vuelo a todo el conjunto, grabó los parlamentos del Señor para una escena crucial, y sonrió al advertir que en algunos momentos, aquellos nuevos directores habían rendido tributo a varios de sus montajes más celebrados, como la espléndida versión de Mariana Pineda. La obra, que Alberto Sarraín estrenaría también en Miami, confirmó que Abilio Estévez y Alberto Pedro (Manteca, Delirio habanero) eran nuestros mejores dramaturgos de la década.

osvaldo doimeadiós
Puesta de ‘Josefina la Viajera’, teatro El Público, 2010

La noche, laureada en España con el premio Tirso de Molina junto a otra obra del también cubano Joaquín Cuartas, funciona en tanto comentario sombrío sobre las carencias de ese tiempo en Cuba, pero iba más allá, como denuncia al Gran Poder que anula gozos y libertades. Una zona de la crítica lo advirtió, y de ahí vino una polémica que el siguiente estreno de Abilio Estévez provocaría. Leída hoy, queda como un intento amplio y sobrio de hacernos saber que esa espiral de pesadillas nos ha perseguido a través de la Historia, que los cuerpos más hermosos han perdido el camino bajo esos golpes, que una Isla repite las agonías de otros países, y viceversa. Y que el teatro es un espejo complejo y hondo, que nos mira a nosotros, cuando esa libertad nos falta y su ausencia se hace tan irrespirable. Por encima de esos recelos, La noche, dedicada a Olga Andreu y Virgilio Piñera, ganó varios premios en el Festival Nacional de Teatro de Camagüey. Y en ella, digna de aplausos, junto a un elenco que también incluía a Jacqueline Arenal, Alicia Mondevil, Alfredo Alonso, Danny Lima, Blanca Rosa Blanco y otros, estaba Susana Alonso, una de las mejores actrices que ha tenido nuestro teatro, en el alucinante rol de la Madre.

teatro cubano
Estreno de ‘Perla marina’, por Teatro Irrumpe, 1993 (FOTO Lessy Montes de Oca)

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Entre La noche, de 1995, y su pieza más reciente, Las palomas y el general, publicada en 2023 por Rialta Ediciones, median varios años, y las Ceremonias para actores desesperados. Serie que tiene su arrancada en 1994, cuando Abilio Estévez entrega a Vivian Acosta y José González, integrantes del proyecto Galiano 108, el texto de Santa Cecilia. Si Perla marina es un canto a la cubanidad, esta es una plegaria por La Habana, la obra de un autor definitivamente habanero. Esta anciana que habla desde el fondo del mar y se extravía en los recuerdos y laberintos de una ciudad que ya no existe, es en sí misma esa capital, ella misma es La Habana. Representada en Cuba, en Miami, dirigida por otros directores, es un texto que sobrepasa la admiración hacia una actriz de grandes dotes y que ha sabido resurgir en esos nuevos montajes ante otras generaciones, demostrando su valía. La palabra es el eje. Ese eje que se despoja de acotaciones, líneas rectas, fábulas predecibles, y que habla de Cuba reclamando para sí misma en la escena una soberanía que va más allá de un golpe de teatro. “Problema de los muertos: olvidamos”, asegura Santa Cecilia, y en ese espacio teatral que media entre la nostalgia y la desmemoria, en ese exilio que es también el olvido, nos reconocemos tantas cubanas y cubanos.

Tras la llegada de Santa Cecilia, estrenada en la sala Hubert de Blanck, con diseños de Carlos Repilado, llegaron las otras Ceremonias. El enano en la botella, imaginado para otra actriz deslumbrante, Xiomara Palacio, finalmente tuvo su encuentro con el auditorio de la mano de Raúl Martín y Teatro de la Luna, en 2001. En 2006, Carlos Díaz, desde Teatro El Público (del cual Abilio fue asesor) retoma Santa Cecilia y estrena Freddie, con Osvaldo Doimeadiós y Omar Franco, al que sigue en el segundo rol Georbis Martínez. Y para Grettel Trujillo, quien había sido la encargada de dar vida por vez primera al protagonista de El enano…, Abilio escribe Josefina la Viajera, que dirige en Miami Rolando Moreno, con ella como la encarnación de este otro delirante personaje. Poco después, en 2010, Teatro El Público la presenta en La Habana, con Doimeadiós en otra de sus magníficas apariciones. Con estos monólogos, ejercicios concentrados de su excelente verbo teatral, Abilio Estévez, al tiempo que ganaba respeto y prestigio como novelista tras la publicación en 1998 de Tuyo es el reino, ha regresado a La Habana.

Cubierta Las palomas y el General, de Abilio Estévez (Rialta Ediciones, 2023).
Cubierta ‘Las palomas y el General’, de Abilio Estévez (Rialta Ediciones, 2023).

Cuando lo entrevisté para la revista Extramuros, en el 2005, sin embargo, ya se consideraba “un habanero de las distancias”. Interrogado acerca de qué le devolvería a La Habana, me dijo: “Yo creo que no habría que devolverle algo a la ciudad, sino a su habitante. Yo creo que habría que devolverle una especie de savoir vivre, de felicidad y de buen gusto para vivir”. En esa Habana que pervive en sus novelas, sus cuentos, sus poemas y claro, su teatro, lo pienso ahora, asombrado al reconocer que ya tiene 70 años de vida, y que la vitalidad de sus escritos desmiente esa edad tan venerable. En Londres, que no aquí, se le ha celebrado, y duele que en Cuba tal acontecimiento pase desapercibido, cuando deberíamos celebrarlo más, y representarlo y leerlo mejor. Ha vivido más que su maestro, y gracias a él y a otros discípulos, Piñera sigue vivo. Eso también habrá que agradecérselo, esa gratitud que abarca tantos otros detalles, es algo que tendré hacia él siempre, amén de su amistad que entiendo como un privilegio.

No sé cuándo La Habana podrá ver el estreno de Las palomas y el general, su pieza acaso más oscura, más terrible, porque en ella se confirma cuán arrasador es el poder del mal contra esas libertades que sus demás textos reclaman. Pero confío en que alguien se atreverá, porque de esos desafíos es que se nutren los escenarios. Siempre elegante, siempre con mano de estilista agudo, siempre eficaz en sus sugerencias, Abilio Estévez ha hecho de su literatura ese sitio de placeres y reclamos, ese gusto adquirido que es la literatura verdadera. Y la ha levantado como quien devuelve a la ciudad donde nació, eso que quería devolverle. Cuando lo leemos, cuando se representa, eso regresa a nosotros: ese infinito buen gusto que merece el acto de vivir.

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Abilio Estévez, en la Ciudad Celeste
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NORGE ESPINOSA
Norge Espinosa Mendoza (Santa Clara, Cuba, 1971). Dramaturgo, poeta y ensayista. Licenciado en Teatrología por el Instituto Superior de Arte de La Habana. Sus obras teatrales han sido puestas en escena por grupos como Pálpito, Teatro El Público o Teatro de las Estaciones, en Cuba, Puerto Rico, Francia o Estados Unidos. Entre sus textos destacan: Las breves tribulaciones (poesía), Ícaros y otras piezas míticas (teatro) o Cuerpos de un deseo diferente. Notas sobre homoerotismo, espacio social y cultura en Cuba (ensayo). Es un reconocido activista y estudioso de la comunidad LGBTQ cubana. Su poema “Vestido de Novia” se ha convertido en himno de las reivindicaciones de este grupo.

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