Verlaine y Rimbaud en un detalle del cuadro 'Un coin de table', de Henri Fantin-Latour, 1872
Verlaine y Rimbaud en un detalle del cuadro 'Un coin de table', de Henri Fantin-Latour, 1872

“La vida está cruelmente ligada al ajenjo”, escribía Madame de Sévigné cuando quería hablar sobre la amargura. Ninguna vida, tal vez, estuvo tan mezclada a la amargura como la de Verlaine. Es decir, Verlaine fue a la vez bárbaro y niño, ángel y demonio, dado siempre a sus propios extremos, amante nunca amado. Condenándose a causa de Rimbaud y arruinándose por Létinois, incinerándose ante el mismísimo Dios, asiéndose desesperadamente a las que fueran quizás sus dos únicas amigas, que, como él, también se encontraban en desgracia: Eugénie Krantz y Philomène Boudin. Sentía por todos ellos una infinita ternura, una desdichada quemazón como la que lo llevó al ajenjo. “Iba a embriagarse de amor –escribirá el fiel Lepelletier– como de ajenjo en el primer bar de esquina que encontraba… Entonces, nunca antes había amado. Jamás vi a Verlaine durante su juventud darle el brazo a una mujer. Se sentía solo…”. Y cuán desgarrador testimonio de su soledad la admirable canción “Gaspard Hauser”: “A los veinte años, un nuevo problema / Bajo el nombre de amorosas llamas / Me hizo encontrar que las mujeres son bellas: / Ellas no me han encontrado bello”. Paul Verlaine era feo, pero era un ángel. La cohabitación fue difícil.

Sin embargo, existió Elisa y Matilde. La primera murió joven, después Verlaine tomó el hábito de beber, “el único vicio imperdonable que tengo, entre tantos y tantos otros: ­–la manía, el furor de beber­­– ¡Ea!” Esa “manía” iba a destruir, algunos años más tarde, el matrimonio Verlaine. Pero es necesario alejarse en el tiempo para seguir mejor la evolución de esta “nueva y tan deplorable costumbre recién inaugurada”. No hubo, en el caso de Verlaine, al parecer ninguna herencia. Cuando evoca, en sus Confesiones, aquellos años de estudios en el colegio Landry, calle Chaptal, donde será pensionario desde los nueve a los dieciocho años (la pensión dependía entonces del liceo Bonaparte, que más tarde se llamará Condorcet), recuerda ciertos hábitos solitarios y de “soltero”, pero también añoraba la vida cotidiana del hogar familiar, la “buena mesa de papá y mamá” y sobre todo “el dedo del buen vino puro que me era concedido en casa con el postre del almuerzo y, después de la sopa, en la comida.”

En mazo de 1864, Verlaine es ayudante en la alcaldía de la calle Drouot, después pasará a la residencia del alcalde, en la oficina de presupuestos y cuentas, para luego frecuentar el salón de Nina de Callias, donde el champán y el licor corren a mares. Cuando entra ebrio en casa de la madre, en el mismo barrio de los Batignolles, consigue ocultar su estado, porque ella le perdona todo, no reprendiéndolo, sino ayudándolo a acostarse, llevándole una tisana y retirándose luego a su habitación para llorar en silencio.

La primera vez que verdaderamente se dedicó a la bebida fue a los diecisiete años, cuando iba a casa de su tío, en Fampoux, cerca de Arras: bebió “de l’breune et de chel’blinque et du gnief sin contar los bistoules (palabras graciosas porque son en patois, pero cosas duras, tanto para un estómago de veinte años, como muy perjudicial para una cabeza ya enloquecida). Ahora bien, la primera vez que bebí, tenía en efecto unos diecisiete, o dieciocho años”. Cuando muere su joven prima Elisa, el 16 de febrero 1867, en Vitry, entre Arras y Douai (era “la singular dulzura de mi infancia”, había financiado la publicación de los Poemas saturnianos), el hábito se ha adquirido ya para siempre. Saliendo de la estación, después de haber obtenido permiso por dos días de la administración, llega de prisa a París desconsolado, Verlaine se encuentra solo, con la lluvia y el viento helado, sobre el camino del Norte “en el interminable tedio de la llanura”, escuchando el toque a muerto que suena por Elisa: “Sí, durante los tres días que sucedieron al entierro de mi prima, me sostuve solo a fuerza de beber cerveza y aún más cerveza. Me volvía borracho… Pero una vez que llegué a París donde la cerveza es horrible, fue sobre el ajenjo que me abandoné, el ajenjo de día y de noche”.

Jean Rousselot ha evocado en alguna parte esos arriates de flores verdes en que devinieron entonces las terrazas de café parisinas a última hora de la tarde: los vasos de ajenjo. Cuando estaban bien cargadas se les llamaba “las mesas árabes”. Ese licor confeccionado a partir de una flor amarga y aromática de la familia de las compuestas, la artemisia, arruinaba, a finales del siglo XIX, la salud de la población. Era inútil manifestarse sobre sus daños. Tomando en cuenta algunos manuales, la masturbación provocaba lo mismo: exacerbación de la sensibilidad, alucinaciones y perturbaciones mentales, agresividad incontrolada que, llegado el momento, producían crisis agudas y ¡parálisis terminal! No hay que confundir el absintismo con el puro y simple alcoholismo. En 1874, un periodista de la Revue des Deux Mondes anotaba: “Uno debe hoy distinguir el envenenamiento por ajenjo puro o absintismo, del envenenamiento por alcohol o alcoholismo”. Dos años más tarde, en el Boletín Oficial del 1 de junio de 1876, se podía leer: “El ajenjo termina por conducir a la epilepsia; pero el absintismo es diferente del alcoholismo.”

Verlaine tiene varios acentos muy líricos: “¡Este ajenjo! ¡Qué horror cuando pienso en ese momento… y un después que no está lejos, lo bastante lejos para mi dignidad, para mi salud, para mi dignidad y sin embargo más aún, cuando pienso verdaderamente en ello!” y todavía va más lejos: “este abuso de esta horrible cosa, la bebida y en la bebida, este mismo abuso, origen de locura y de crimen, de idiotas y de vergüenza, que los gobiernos deberían si no suprimir (¿y en el fondo por qué no?) al menos duramente tasar y gravar con impuestos: ¡el ajenjo!” No será hasta el 16 de marzo de 1915 que el legislador prohibirá la fabricación y venta de ajenjo.

¿Por qué bebe Verlaine? Para olvidar su fealdad física, para olvidar la partida de Rimbaud, la muerte de su madre, la de Lucien Létinois, su matrimonio frustrado. Lo dice: es su bestia la que se dirige hacia “el horrible brebaje verde”. El ángel está en otra parte: escribe las Romanzas sin palabras y, humildemente, los sonetos de la Sabiduría. Sin embargo, con Matilde, todo había comenzado bien. La había conocido en el salón de su amigo Charles de Sivry. Esa tarde no bebió, pero “el ajenjo debía, como la virtud que se libera, retomar las duras revanchas.” Los esponsales duraron catorce meses, interrumpidos por la movilización, el matrimonio no tuvo lugar sino hasta el 11 de agosto de 1870. Verlaine había estado inscrito como centinela en los fuertes de Vanves, d’Issy y de Montrouge, y las vigilias nocturnas lo condujeron a las antiguas costumbres. La primera querella del joven matrimonio tendrá lugar después de un regreso tardío y embriagado por el ajenjo.

'L'Absinthe', Edgar Degas, 1876
‘L’Absinthe’, Edgar Degas, 1876

Luego vino el episodio de Rimbaud, demasiado conocido para ser recordado. Y ese grito desgarrador, en una carta del 4 de octubre 1872, a Víctor Hugo: “Soy yo el abandonado…” La amistad de Lucien Létinois, que no tenía el genio de Arthur, sino más bien la delicia de patinar en los estanques helados de Ardennes, y los dos años pasados como profesor de historia, geografía e inglés en la Institución Nuestra Sra. de Rethel no apaciguarán nada a Verlaine.

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Un antiguo alumno nos ha dejado este testimonio: “Fue por otra parte un excelente profesor, al menos en la mañana. Incorregible, el dulce Lélian tomó muy pronto la costumbre, después del curso de la mañana, a las 10:30, de ir en busca de una pequeña barra llamada el Padre Martín. Y una vez allí, absorbía gran cantidad de vasos de ajenjo que luego le impedían regresar por sus propios medios al colegio. Evidentemente, ese día, ya no podía dar su clase: ¡después del mediodía! Pronto el director se vio obligado a darle solo los cursos de la mañana y se puso muy contento, en julio de 1879, al saber que estaba definitivamente separado de él”. Por otra parte, es Verlaine quien finalmente renuncia.

Los paisajes no pudieron dar calor al corazón de aquel que tanto los necesitaba. Es una explicación. “¿Por qué beber? –escribe Carco a propósito de Verlaine–. La embriaguez es un principio: los medios importan poco. Que sea en efecto el vino, el ajenjo, el opio o el hachís no importa, lo esencial es emborracharse, impregnarse de esos venenos a fin de escapar con mayor seguridad del pesar de una juventud perdida, del remordimiento de un hogar destruido, de la melancolía impotente de ser un solo día feliz”. Hay, dentro de los amontonamientos de las capitales, unos barrios más secretos que otros, más anónimos y propicios al olvido de la soledad. De los Batignolles a la Roquette, de la plaza San Francisco bajo el túnel ferroviario de Vincennes hasta las callejuelas de la montaña de Sainte-Geneviève, Verlaine pasará los diez últimos años de su vida de tabernas en salas de hospitales, en asilos de convalecientes y en cuartos de hoteles. El año 1887 es seguramente el de la más profunda miseria moral y material. Confiesa, en una carta a Vanier, el día de su regreso a Broussais, el 20 de septiembre 1887, absorbiendo numerosos “verdes”, llevándolo a declarar el 9 de noviembre: “¡No soy un bebedor de ajenjo!”. Para luego precisar, en su prefacio de 1890, a una reedición de los Poemas saturnianos, donde escribió: “Es un ajenjo muy bien batido”.

Poco a poco, en los cafés del Barrio Latino, en la Source (el tiempo había pasado de la expendeduría 176, calle Saint-Jacques, administrada por un cierto Pellerier que alineaba cuarenta toneles a lo largo de las paredes, bajo el nombre de la Academia del Barrio Latino y que Rimbaud había bautizado academia de ¡Absomphe!), en el Cluny, en el Soleil d’Or, en Procope, en François I, Verlaine arrastra hacía sí una nueva generación de jóvenes admiradores. A Mendès, Ricard, Lepelletier o Coppée han sucedido Moréas, Thailhade, Ernest Reynaud, Charles Morice, Raoul Ponchon, autor de “Five O’clock Absinthe”: “Es en verano sobre todo cuando la sed los aniquila / Que conviene buscar una terraza fresca / A lo largo de los bulevares / Donde uno pueda encontrar el mejor ajenjo / Aquel del hijo Pernod… / Y el caro licor / Al instante les pondrá alegre la cabeza / Y la indulgencia en el corazón”. París tiene, por aquellos años, dos lugares donde susurra la poesía: el comedor de la calle Rome y las banquetas de François I, donde un joven holandés, Byvanck, encuentra a Verlaine: “En el café François I, hacia las diez de la mañana, en el momento en que los cafés tienen todavía su aire de prosaica limpieza. La luz tamizada, que se filtraba en la sala oblonga, aclaraba débilmente el rostro pálido del poeta que nos esperaba, con la mirada fija en lo invisible. La cara estaba marchita y fatigada. Su largo carrick le daba un aire de pobre viejo cantor de calles, expuesto después de años al viento y a la lluvia; un sombrero blando y usado cubría su cráneo calvo. Fisionomía de bohemio que vive en el sueño…” A su regreso, Valéry lo vio así: “Se sentaba desde las once hasta el mediodía, en la parte de atrás de un café que se terminaba, yo no sé por qué, en una gruta de rocalla. Verlaine, nunca estaba solo, era visible a través de la vidriera. Los vasos, sobre el mármol, tenían una onda verde que se hubiera dicho sacada del tapiz de esmeralda de una mesa de billar, estanque de esta ninfea”.

“¡Ah! Si bebo, es para emborracharme, no simplemente para beber”, ha escrito en un poema de Antaño y hogaño. Si bebía, era por otra cosa verdaderamente, Verlaine, mejor que nadie escuchaba esa voz apagada de la cual habla Claudel: “como una voz de mujer o niño, o de un ángel que llamaba: «¡Verlaine!» en la bruma.”


* Este texto fue incluido en la antología Las enfermedades mortales en la literatura, Torre de Letras, La Habana, 2006.

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