Tenacidad y suspicacia parecen ser dos de los rasgos de identidad más visibles del artista cubano Brady Izquierdo Rodríguez, originario de Artemisa e instalado hoy, como muchos otros, en el contexto de la diáspora de artistas latinoamericanos en Europa. Esta mañana hablé con él y pude advertir el síntoma de una pasión denodada al hablar de su obra; lo mismo que una coherencia irrefutable salpicada de honestidad y hasta de cierto erotismo. No deja de llamar la atención que las pocas observaciones críticas que se han referido explícitamente a su trabajo coincidan en señalar –con toda la razón, sin duda– la vinculación expedita de este último al drama social de la isla y a la trampa existencial en la que se sofocan todas las utopías del cubano. Y si bien es cierto que su imaginario trafica con los signos de esa realidad; cierto es también que su obra no se limita a poseer un interés histórico, por no decir arqueológico o antropológico, circunscrito al borroso mapa de esa balsa-isla en el mar de todas las catástrofes e infortunios.
No creo equivocarme al presumir que las nuevas condiciones de mudanza y de intensísima renovación personal en las coordenadas de una geografía ajena, han requerido –de su parte– una revisión de su gramática evidenciando la distancia entre la urgencia del comentario crítico y la restitución a tiempo de una mirada mucho más introspectiva y analítica. La sujeción a la noticia y al argumento circunstancial ceden un espacio mayor de arbitraje a las preguntas sobre el aquí y el ahora. La obra se plantea, así, como un ejercicio de conversación permanente consigo mismo. Tal vez por ello, y con independencia de los textos que le mencionan una y otra vez como un caricaturista y un humorista de fuste, prefiero asumirlo como un artista visual en toda regla. Al apoyarse en la noción de obra de arte como espacio de interpelación y de introspección regido por la elocuencia de la metáfora, su narrativa asume ese extraño acuerdo tácito con la responsabilidad de su tiempo sin ignorar, jamás, las repercusiones del tejido simbólico sobre los espacios de la subjetividad y de la intimidad más palmaria. El suministro de un “goce estético” al cuerpo de sus nuevas prefiguraciones deja bastante claro ese momento de superación del principio anecdótico en beneficio de lo propiamente artístico.
Parecen ser otros los frentes de interés de Brady en este tiempo, si bien resulta oportuno su apego al oficio a través del que debe satisfacer la virulencia de los encargos y la urgencia de lo cotidiano. Me cuesta pensar, incluso, que este hombre de sonrisa espléndida y de un humor presumiblemente hasta inconsciente, pueda renunciar alguna vez a la caricatura y a las fruiciones del dibujo como base de toda su arquitectura especular. Sin embargo, me desconcierta su habilidad para hacerse con las nuevas formas de hacer y de entender la obra aguzando una perspectiva que focaliza más las estructuras del yo y el lugar de enunciación de la primera persona. Brady destila talento y sensibilidad de la buena en el instante en que articula piezas verdaderamente hermosas y notables. Se advierte en ellas una inclinación hacia la epifanía de lo pictórico y un juego premeditado respecto a episodios de experiencia más reciente. La abundancia de túneles, de estructuras orgánicas y musculares que recuerdan la cartografía del sistema digestivo, hablan, en gran medida, de esa predisposición hacia lo interior, lo íntimo, lo subconsciente. El recorrido de estas nuevas obras enfrenta el reto de la automirada al tiempo que lanza un guiño a importantes figuras del arte cubano. Presiento en sus superficies, a modo de insinuación, los malabares estéticos de Humberto Peña, Antonia Eiriz, Antonio Eligio Fernández (Tonel) y Ana Albertina Delgado, entre otros.
Lo orgánico, lo visceral, y su convertibilidad en metáfora, requerirían de una aproximación hermenéutica más suspicaz y atrevida. Apenas alcanzo ahora a discernir algunas ideas sobre lo que entiendo como una suerte de ectopia en el marco de sus piezas. Cabezas, órganos y túneles se organizan en nombre de una tríada alegórica para discursar probablemente sobre conflictos y trabazones de orden existencial. No por gusto, las obras a las que me refiero en esta digresión mía habitan bajo el sugestivo título de Mudando la piel. Esa alteración de estado, es un proceso directamente relacionado con el crecimiento y con el control hormonal. Los reptiles, por ejemplo, necesitan de ese cambio de piel para entablar una correlación entre tamaño y edad. Nótese que se acentúa la idea de cambio y de crecimiento. Brady vive, en estos momentos, una de las situaciones más severas y traumáticas (también extraordinaria) de las que yo haya tenido noticias. Se trata de orquestar un modelo de vida sujeto a la experiencia del viaje y de la inserción en la cultura del otro. Es ahí, precisamente, donde reside el valor de estas nuevas piezas de artista, toda vez que ellas actúan como radiografía de un acontecimiento vital y como espejo de su capacidad frente a las exigencias de este reordenamiento del mapa personal.
Brady Izquierdo habla, no sin cierta reiteración, sobre la idea de reinventarse. Subraya este término frente a un contexto de alteridad obligatoria en el que otros despliegan las retóricas de la lamentación. Ese lamento que muchos cultivan como modo de recordación o de nostalgia trasnochada, él lo convierte en estímulo para la generación de nuevas piezas. Estamos ante un artista que explora, que cambia, que muta, que aspira, que se libera, que se adapta, que se cuestiona, que se interroga; pero, especialmente, estamos ante un artista sensible que no espera a que las condiciones sean las mejores o las más apropiadas, sencillamente trabaja. Esta, sin duda, es su gran virtud.