Contra la serofobia (II): tres películas para desnaturalizar los mitos del VIH/sida en Latinoamérica

Propongo aquí otras tres películas realizadas en América Latina que dan cuenta de la multiplicidad de direcciones y significados por los que ha atravesado el VIH/sida en la región.

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Fotograma de ‘Carandiru’, Héctor Babenco, dir., 2003
Fotograma de ‘Carandiru’, Héctor Babenco, dir., 2003

El VIH/sida continúa siendo motivo de discriminación, exclusión, rechazo… En diversos contextos, todavía resulta común que se refieran al virus desde el estigma o el miedo. La pervivencia en el imaginario social de numerosos prejuicios y mitos negativos condiciona que las personas seropositivas sean vulneradas constantemente; el sostenimiento de esta situación provoca que muchos individuos teman incluso conocer su propio estado serológico. En América Latina, la experiencia del VIH/sida se ve atravesada, además, por la precariedad política, económica y social. 

Al menos desde que el VIH pasó a ser una infección crónica sin riesgo de contagio cuando está debidamente tratada, se comenzó a valorar más la importancia política de visibilizar las experiencias seropositivas, lo que ha devenido una estrategia de lucha contra la sistémica discriminación social. Es una de las vías más contundentes para exigir/conquistar una voz por parte de estos colectivos, imprescindible no sólo para enfrentar la serofobia, sino para mejorar el trabajo en esas zonas vulnerables por cuestiones culturales, geopolíticas… Todavía en Latinoamérica existen múltiples escenarios donde el acceso sanitario es deficiente, donde los gobiernos se desentienden de su responsabilidad en el manejo del virus y en su obligación de brindar servicios médicos óptimos a las personas VIH+ o enfermos de sida. 

No extraña que, como consecuencia de la propia falta de visibilidad y de circulación activa de información, se piense aún en el VIH como un castigo o una figura apocalíptica. La posibilidad del diálogo abierto, la sistemática incorporación al espacio público de voces seropositivas, podría ser un mecanismo favorable para la erradicación de los estigmas. A ello ha contribuido especialmente el cine, que ha asumido, con absoluta elocuencia política, personajes, tramas y argumentos íntegros relacionado con el VIH/sida. Esto confirma los desvelos del audiovisual por asumir las realidades más apremiantes que modelan las individualidades contemporáneas, sobre todo aquellas vinculadas con la sexualidad, las ordenaciones éticas y las configuraciones culturales que marcan los cuerpos y los procesos de subjetivación.

En Latinoamérica, donde las historias de cine se han visto siempre fuertemente atadas al contexto, el ciframiento del VIH/sida ofrece vastos pasajes para la producción de saber, la interpretación cultural y el esparcimiento de información. Propongo aquí otras tres películas realizadas en América Latina que dan cuenta de la multiplicidad de direcciones y significados por los que ha atravesado el VIH/sida en la región. Cada una de ellas permite valorar las repercusiones históricas, sociales y personales del virus. Por la capacidad del cine para palpar los estados de la subjetividad, estas obras son un medio para analizar relaciones/vivencias que escapan, a nivel individual y colectivo, al discurso médico. Un año sin amor (Anahí Bernari, 2005), Carandiru (Héctor Babenco, 2003) y El acompañante (Pavel Giroud, 2015) constituyen diagnósticos éticos del cosmos cultural de Latinoamérica y oportunidades para repensar esas armazones discursivas que tanto afectan, condenan a las personas seropositivas.

Un año sin amor (Argentina) está basada en la novela homónima del escritor Pablo Pérez, conformada por las páginas de su diario, donde el autor de apenas treinta años cuenta su vida luego de haber sido diagnosticado con el VIH. La película plasma, con un trasparente humanismo y una pasmosa autenticidad en la articulación dramática, las inquietudes, incertidumbres y vivencias que la condición seropositiva (y el temor a la muerte inevitable) provoca en el protagonista. Es admirable la expresividad con que el montaje y la fotografía —deudores aquí de la gramática del video clip—, mediante tonos de poca luminosidad y una dinámica intercalación de planos detalles en ciertas escenas, retratan el espacio íntimo del personaje y la escena underground de Buenos Aires. Ese esteticismo visual, y en general la acentuada estilización de la forma, potencian la funcionalidad del desarrollo argumental, al punto de explicar por sí mismo muchas de las tribulaciones que abrasan a Pablo. El cuidado con que está construida la narración de Un año sin amor —un preciso engranaje de progresión acumulativa que hace crecer el conflicto—, evidencia la sensibilidad de Anahí Bernari como directora.

Pablo vive con su tía en un pequeño apartamento pagado por su padre. En ese lugar intenta paliar sus frustraciones como escritor a través de las entradas de su diario, que devendrán en la novela y que, por supuesto, son las imágenes que vemos. La reflexión sobre la experiencia de una enfermedad que deteriora gradualmente su cuerpo, es parte de un proceso de aprendizaje que se extiende al discurso mismo del filme. El guion hace pender la angustia y la crisis afectiva sufridas por el protagonista de momentos clave que conforman su cotidianidad: las difíciles relaciones que sostiene con su tía y con su padre; las constantes visitas al médico y los procesos de su tratamiento; sus búsquedas desesperadas de una pareja y de sexo en espacios de encuentro de la ciudad. Probablemente sean estos últimos pasajes los que mejor expliquen la descolocación de Pablo. Sus frecuentes visitas a clubes sadomasoquistas, su paso por cines porno y sus encuentros con amantes casuales, resultan un mecanismo para ignorar (lo que ve como) una espera inevitable de la muerte; una forma de trascender su soledad.

Como pocas películas entre las centradas en el VIH/sida, Un año sin amor tiene el mérito indiscutible de aprehender sin miserabilismo el viaje interior (y las circunstancias sanitarias y familiares) que puede causar el virus en la vida de los sujetos. En tal sentido, las acciones físicas, los accidentes dramáticos trazados por el guion, funcionan como una suerte de revulsivo que nos transporta al plano de la subjetividad de Pablo, completamente estremecida por la enfermedad.

Carandiru (Brasil) es una de las más reconocidas obras del prestigioso cineasta Héctor Babenco. A propósito, quizás lo primero que llame la atención de este filme, en términos de estricta realización, sea el extraordinario trabajo de dirección. Se debe celebrar, en particular, la riqueza expresiva de la puesta en escena, que alcanza a caracterizar por sí sola la atmósfera y las circunstancias de vida del lugar. Carandiru se adentra en el centro penitenciario homónimo para relatar una serie de sucesos que precedieron y desembocaron en una matanza a manos de las fuerzas policiales, la cual supuso la muerte de más de cien prisioneros. La puesta en escena —por la que transitan una gran cantidad de personajes y de extras—, reforzada por una fotografía potenciadora del entorno repulsivo, metaforiza a la perfección el paisaje humano que se cuece en la cárcel. Esta obra es tan significativa también por su diagrama narrativo. La columna vertebral del relato se encuentra en las vivencias de un médico que asiste a la prisión con el objetivo de desarrollar un programa de prevención del VIH/sida, cuyas reflexiones en off organizan la trama central. Mas el argumento se teje a partir de las historias de algunos reos antes de su ingreso a la prisión; ellos mismos asumen la voz narradora para dar cuenta de estas experiencias.

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Carandiru retrata la condición humana de los prisioneros, la complejidad de sus personalidades y la ética particular generada en el entorno carcelario. Pero el VIH/sida se presenta como un significante central en el haz de relaciones que se trazan en ese escenario puntual. La cárcel es un entorno periférico donde las personas están expuestos a una cotidianidad límite en que la enfermedad aparece como un mal que acecha a los cuerpos y los condena a la muerte. El hábitat carcelario condiciona altas tasas de infección, pero la enfermedad pasa como un daño menor frente a la brutalidad de las circunstancias. Este filme abre un arco de sentidos para pensar la extrema vulnerabilidad de los convictos en Latinoamérica. Acá, los centros penitenciarios continúan siendo, tal como aparece en la obra de Babenco, espacios de extrema violencia, de brutales exigencias sexuales, de rápida propagación del virus.

El acompañante (Cuba) es una película singular, a un tiempo, para el panorama fílmico latinoamericano y cubano. Primero, porque cuando la gran mayoría de las producciones de la región tienden a priorizar la experiencia del VIH/sida en los medios más «frágiles» (homosexualidad, prostitución, drogadicción, cárceles…), esta obra tiende una historia de personajes heterosexuales. La comunidad VIH no está integrada sólo por individuos LGBTIQ+ (aunque sean estos quienes más alzan sus voces al respecto), sino por personas, sin importar su género o la sexualidad que practique. Segundo, porque presenta otro perfil de una característica sustancial en el discurso tejido por el cine cubano contemporáneo: la revisión de la memoria histórica de la Revolución.

Giroud explaya una mirada hacia el sanatorio Los Cocos, un centro creado hacia finales de los años ochenta en Cuba —momento en que aparece la epidemia en la isla— donde eran ingresados obligatoriamente las personas VIH+. La creación de ese sanatorio fue una medida que pretendía menguar cuanto fuera posible la expansión del virus, pero que supuso una violación radical de los derechos individuales. Aunque no es el centro ideológico del filme, esto último (parcialmente discutido en la esfera pública nacional) gravita durante el desarrollo argumental de la película. Si bien los acontecimientos narrados señalan la eficacia de los tratamientos médicos y de las condiciones del sanatorio, revelan todo el tiempo el encierro impuesto, la discriminación, la homofobia y la ausencia total de libertad personal propia de Los Cocos. Claro que el director se cuida de apuntar determinadas razones que decidieron la creación del sanatorio, e incluso observa el rechazo (por desconocimiento, miedo, falta de información…), no ya a los pacientes, sino al personal médico y laboral. De esta forma, el filme recoge un pasaje fundamental del VIH/sida en Cuba. 

Dirigida con funcionalidad narrativa y sin ningún subrayado estilístico particular, la película se centra en Horacio Romero, un boxeador sancionado por dopaje que como castigo tiene que ingresar en el sanatorio para trabajar como vigilante (acompañante, eufemísticamente le decían) de uno de los internos. Tal vez la elección de este personaje protagónico constituya uno de los méritos indiscutibles del filme. Ajeno por completo a la realidad del virus, su gradual involucramiento con la persona que debe acompañar —un integrante de las Fuerzas Armadas cubanas que contrajo la enfermedad en Angola mientras cumplía una misión militar— le abre (y con él a los espectadores) una perspectiva diferente. Horacio llega a suprimir su temor al contagio y mantener una relación amorosa con una de las pacientes. Estas licencias históricas que el director se permite disparan el alcance discursivo de la película y modelan la ideología que su contemporaneidad demanda. 

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ÁNGEL PÉREZ
Ángel Pérez (Holguín, Cuba, 1991). Crítico y ensayista. Compiló y prologó, en coautoría con Javier L. Mora y Jamila Media Ríos, las antologías Long Playing Poetry. Cuba: Generación Años Cero (Casa Vacía, 2017) y Pasaporte. Cuba: poesía de los Años Cero (Editorial Catafixia, 2019). Tiene publicado el libro de ensayos Las malas palabras. Acercamientos a la poesía cubana de los Años Cero (Casa Vacía, 2020). En 2019 fue ganador del Premio Internacional de Ensayo de la revista Temas, en el apartado de Estudios de Arte y Literatura. Textos suyos aparecen en diversas publicaciones de Cuba y el extranjero. Vive en La Habana.

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