Un pequeño puesto de venta en Cuba (FOTO NUSO)
Un pequeño puesto de venta en Cuba (FOTO NUSO)

Hace varios meses, el presidente de México Andrés Manuel López Obrador, en una de sus tantas defensas del régimen político de la isla –no olvidar que lo que defiende es el régimen político, aunque le ponga nombre de país– llamaba a Cuba la “nueva Numancia”, por su ejemplo de resistencia. Dijo, más exactamente, que “el pueblo de Cuba merece el premio de la dignidad y esa isla debe ser considerada como la nueva Numancia por su ejemplo de resistencia, y pienso que por esa misma razón debiera ser declarada patrimonio de la humanidad.” Más recientemente, Josep Borrell, alto representante de la Unión Europea (UE) para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, se reunió con empresarios cubanos y dijo ante ellos que Cuba podría convertirse en la Mallorca del Caribe, aludiendo directamente a la transformación posible del país –vía inversión capitalista extranjera y emprendimiento controlado al interior– en un paraíso para la empresa privada con atractivo turístico.

Ambas analogías revelan imágenes posibles de Cuba. Ambas para consumo externo, ambas ubicables en la larga genealogía del producto de exportación más exitoso del régimen totalitario: la generación interminable de imágenes idílicas. Imágenes idílicas que esconden tras de sí muchos horrores, pero logran cubrir siempre las expectativas del consumidor a quien van destinadas. Cuba-Numancia y Cuba-Mallorca del Caribe son polos, aparentemente contradictorios (solo aparentemente) de imágenes de Cubas posibles, moldeadas a la medida de las expectativas para una parte del imaginario político de la izquierda latinoamericana, con su reivindicación de la resistencia y la oposición ante el imperio (aunque los habitantes de Numancia terminen suicidándose, como en la historia original). Por otra, de los inversores privados y varios organismos internacionales, con su insistencia en que el desarrollo empresarial arreglará por sí mismo las graves problemáticas de un país en colapso.

Ambas imágenes dan cuenta también de una transición, una que no es lineal, aunque los sentidos involucrados en Numancia y Mallorca puedan sugerirlo. La Cuba faro de la resistencia ha cedido paso a la Cuba paraíso de la inversión extranjera en una progresión histórica pero también en períodos de alternancias y conflictivas convivencias. Una tensión interna apunta en una u otra dirección dependiendo y ajustándose a las necesidades del consumidor. Los empresarios no requieren imágenes de resistencia, ellas empañan la postal turística; los militantes políticos amantes de la Cuba aspiracional lidian mal, y a regañadientes, con la Cuba empresarial y puesta en venta. Pero la élite cubana, esa casta de militares y sus descendientes con control total de la economía y la política, lidia perfectamente con ambas realidades; tiene suficiente cinismo para pregonar la resistencia para el pueblo “aguerrido y heroico” y actuar como cualquier empresario enfocado exclusivamente en las ganancias, explotando a ese mismo pueblo que le sirve de materia prima para la propaganda. Lo que une ambas imágenes, a Cuba-Numancia y Cuba-Mallorca, y a lo que ninguna puede o quiere renunciar, es a la presencia hipertrofiada en ellas de la narrativa del embargo estadounidense como excusa y justificante, y a la ausencia (también hipertrofiada) del pueblo que ha tenido que pagar en carne propia los delirios de las resistencias y los paraísos para inversionistas y sus infinitas convivencias.

La alternancia entre una y otra imagen es parte de la realidad política cubana desde la década de 1990 cuando la caída del campo socialista produjo una crisis inédita que el presente obliga a rememorar por las semejanzas con aquel período adjetivado como especial, que escondió tras el adjetivo el hambre, la enfermedad masiva por falta de vitaminas, el esfuerzo tremendo por la supervivencia cotidiana y la ausencia total de esperanza de futuro. Por entonces, el esfuerzo narrativo del oficialismo se enfocó en proveer coherencia entre la inevitable apertura hacia el capitalismo y la resistencia del último bastión después de lo que Fidel Castro llamó, no sin la habitual sorna, el “desmerengamiento” del campo socialista. Durante años, tal discurso hablaba de resistencia mientras experimentaba con empresas mixtas, apertura al capital internacional y una mínima liberalización hacia el interior, por ejemplo, con lo que se llamó entonces el mercado libre campesino. El hilo que tejía la resistencia y la mínima apertura capitalista reivindicaba el paternalismo (y la complementaria patriarcalidad) de la Revolución con una defensa de las conquistas a la que no renunciaría y un pueblo al que no dejaría nunca desamparado.

La retórica se mantuvo en lo fundamental, aunque no necesariamente el respaldo en los hechos, particularmente en lo que al sostenimiento de las “conquistas” y el amparo de la población se refiere. La Cuba de hoy es una en la que el contrato social que garantizaba al menos acceso a la salud y la educación públicas y una seguridad social expresada en el subsidio (insuficiente) a los alimentos básicos, existe en un nivel de precariedad tal que no puede llamarse ya acceso a la salud, la educación o a la alimentación. Mientras tanto, la élite del Gobierno cubano, en un franco proceso de oligarquización capitalista sin renuncia al control del Estado, se ha mantenido buscando sponsors en el extranjero (Venezuela el más claro ejemplo, mientras pudo sostener el abastecimiento de petróleo al país; hoy, Rusia) y apelando a los apoyos de organismos internacionales, siempre bajo la lógica de elegir sistemáticamente la dependencia económica por encima de la liberación de la economía interna, aunque ello venga presentado en el discurso como una necesidad que resulta de la existencia del “bloqueo” estadounidense.

La contraparte hacia el interior de la búsqueda de sponsors es el rejuego de estira y encoge que desde la última década del siglo pasado permite la creación de espacios de emprendimiento económico controlados o directamente cooptados para impedir que generen por su propia existencia más reclamos que aquellos que la élite en el poder está dispuesta a conceder. La autorización para abrir pequeños negocios fue, después de la muerte de Fidel, la esperanza de tener más remuneración, capacidad de decisión sobre la economía propia y en general, una vida de mayor calidad que no dependiera únicamente del sector estatal. No era poca expectativa para un país que había eliminado sistemáticamente la posibilidad de emprendimiento económico al nivel incluso de las pequeñitas tiendas de barrio, llamadas en Cuba bodegas, que terminaron por desaparecer en la ofensiva revolucionaria de 1968. Desde entonces, dicha esperanza ha sido puesta en duda una y otra vez pues la necesidad de control sobre la sociedad impide el crecimiento sostenido de cualquier cosa que no sea la oligarquía militar al mando del país.

Esto ha generado un vaivén inevitable entre momentos de mayor apertura y momentos de cierre. Las aperturas han estado siempre determinadas por la necesidad; porque acecha la hambruna, como en la década de 1990, o porque el Estado no tiene capacidad fáctica de mantener la economía funcionando, o porque se vuelve obvio que la perpetuación de la élite es imposible sin un reparto más corporativo del poder y los recursos. Los cierres, en consecuencia, ocurren cuando esa misma élite se siente suficientemente fuerte como para reducir los pocos espacios de apertura que concede. Que el punto de referencia es siempre la élite misma ha quedado muy claro con la extensión de la lógica de rapiña que forma parte integral de la “tarea reordenamiento”, llamadas tiendas de recaudación de divisas donde se vende a la población cubana en dólares y con precios prohibitivos, o las tiendas online donde familias cubanas compran en el exterior, a precios desorbitantes, comida para sus familiares y amigos en el interior de la isla.

En los últimos meses, después de décadas de coquetear con la posibilidad –en un proceso que denota que la ampliación del sector privado en Cuba está marcado por una corporativización del poder que requiere a su vez del establecimiento de mecanismos de control para que el poder no escape fuera de la red más amplia en que se distribuye–, las mipymes aparecen como la promesa, la “nueva” promesa no solo de mejores condiciones de vida, sino incluso, al insinuar un reconocimiento de legitimidad a algunos reclamos de la sociedad cubana, un camino a la democratización en Cuba. Es ahí donde Josep Borrell entra triunfante a presentar al mundo aún otra postal de los mil idilios de la isla: Cuba-Mallorca.

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La lógica recurrente de que la apertura económica traerá de por sí un proceso de democratización, aparece con claridad por primera vez durante el deshielo implementado en la era Obama, que permitió la apertura e incluso el modesto crecimiento de un pequeño sector cuentapropista siempre bajo la presión de la demanda tácita de fidelidad (o al menos apatía) respecto al régimen. La lógica de la apertura económica como camino a la democracia pregona que, cuando un sector social tiene derechos económicos, no tardará en demandar también derechos políticos puesto que, sin los segundos, los primeros no son completamente posibles. Quizás haya algo de razón en ello, pero en todo caso lo que tal teoría demuestra es que no funciona así en un entorno totalitario. Lo que demostró la realidad es que la apertura económica puede ser controlada, y de hecho lo ha sido y lo sigue siendo, de maneras que inhiban cualquier reclamo político.

Tanto el cuentapropismo como las mipymes requieren justamente de la autocensura como condición de existencia. En algunos casos, esta aparece como una apoliticidad impostada; tener un negocio implica no meterse en política. Ahí está Clandestina como ejemplo de esta apoliticidad frívola que termina coqueteando con el poder y haciendo alarde de la ética de supervivencia en el totalitarismo: la apatía no exenta de cierta dosis de cinismo. En otros, y esto se ha fortalecido en el caso de las mipymes, se trata directamente de miembros de un estrato inferior de la élite; comisarios políticos reconvertidos en empresarios, dirigentes de antiguas empresas socialistas que se reinventan para actuar como empresarios capitalistas cuya bandera ya no es más “la revolución no abandona a nadie” sino “la oferta determina la demanda” e hijos de militares que quieren su propio espacio y su propio negocio en el reordenamiento del entramado del poder.

En el discurso de las mipymes como vía de democratización del país toma cuerpo nuevamente la falacia de que mayor participación en la economía conduce a mayor demanda de derechos políticos, pasa a primer plano la Cuba-Mallorca, y a segundo la resistencia. La resistencia no es ya tan explotable narrativamente pues esta ha pasado de ser una caricatura a una mueca trágica. El “pueblo que resiste”, la Numancia de López Obrador, es hoy un pueblo con una grave insuficiencia alimentaria; que huye en masa; que sobrevive a duras penas gracias al sostén de la diáspora y el exilio; que sufre la opresión de esa élite parásita aliada hoy con un entramado de empresarios, políticos fieles y organismos internacionales cómplices para perpetuarse a costa de ese sufrimiento. La retórica sigue teniendo en el centro la presentación hipertrófica del bloqueo. Lo que es una alianza política empresarial entre autócratas pugnando por mantenerse en el poder y empresarios pugnando por un lugar en la venta del país apela al levantamiento irrestricto y total del “bloqueo” y habla de su carácter criminal contra el pueblo cubano, pero los beneficiarios del levantamiento de las sanciones, o embargo, que serían las formas correctas de llamarle, apuestan con su eliminación no a la mejora de las condiciones de vida del pueblo cubano, sino a la mejora de las condiciones para su propia reproducción como élite.

Hay mucho que el Gobierno cubano podría hacer si de veras quisiera mejorar las condiciones de vida del pueblo cubano. Inicialmente, liberar a los presos políticos; luego, dar pasos a una democratización real que no puede limitarse a corporativizar el derecho al negocio, sino que tiene que incluir el reconocimiento efectivo de los derechos civiles y abrir canales para la participación de cubanos y cubanas, diáspora incluida, en el diseño de una supervivencia colectiva para el presente y la construcción de los destinos del país. No hay ahora mismo ningún indicio de tal intención; únicamente reediciones de viejas retóricas en las que Cuba-Numancia se revela no como resistencia sino como suicidio y Cuba-Mallorca se revela como una apuesta por mantener a toda costa el control totalitario y abrirse a un capitalismo oligárquico en su variante más neoliberal, sin preocupación alguna por los derechos o la democracia o incluso por las personas.

Cuba-Numancia y Cuba-Mallorca son, sabemos, manifestaciones de una imagen aún más abarcadora, Cuba-Narnia, según la llama Yaya Panoramix; una Cuba que no existe, pero sigue alimentando fantasías de todo tipo; fantasías en las que unas veces Cuba es muy excepcional y otras muy normal. Excepcional cuando se trata de justificar la ausencia de libertades civiles –el bloqueo aparece como explicación y justificación para las violaciones de derechos humanos y la opresión del Gobierno sobre su población; como culpable de la radicalización de la Revolución cubana e incluso de la reactividad de un cuerpo represivo que encarcela y exilia–. Es normal cuando se aplica la lógica capitalista de que el pequeño emprendimiento económico –llamado ayer cuentapropismo, hoy mipymes– traerá por sí solo la democratización del país, sin considerar que tal lógica no podría funcionar dentro de una estructura totalitaria.

La liberalización económica es sin duda una condición para cualquier proceso de democratización, pero no puede serlo por sí misma, y mucho menos si sirve a una reorganización del poder que no pone en cuestionamiento su forma de funcionamiento. Algo así solo conducirá a una mayor autocratización en la que confluye lo peor de dos mundos; la explotación de personas y recursos para beneficio de una oligarquía (que en este caso ocupa todo el Estado) y el control político absoluto para impedir la oposición a tal estado de cosas. Sin derechos humanos, sin participación política, sin reconocimiento del derecho a la contestación del poder, no hay democratización posible; hay únicamente sucedáneos discursivos que pueden reproducirse indefinidamente mientras las personas comunes siguen sufriendo las consecuencias de las fantasías de los opresores y sus cómplices.

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