Fotograma de ʽHomo Sapiensʼ (2016), documental de Nikolaus Geyrhalter

Homo sapiens (Nikolaus Geyrhalter, 2016) fue anunciado por la crítica como la invención del “documental de ciencia ficción”: una colección de paisajes industriales reales, de escenarios urbanos abandonados, de donde se ausentan sus creadores. Ni un solo ser humano en esos ambientes, a los que el montaje sonoro extirpó además los sonidos parásitos del mundo que los circunda, para reducirlos a su expresión más calma y sigilosa.

Semejante visión de anticipación consiguió figurar el paisaje de un mundo cuando ya no estemos. Las estructuras arquitectónicas desoladas, los entornos urbanos en ruinas, cundidos por la yerba y tomados por la fauna silvestre, son el esbozo de un universo vaciado de gente, que se ofrece a la contemplación como una existencia en plena estasis. La actividad, eso indisoluble de la vida humana, ha cesado. Ahora lo humano es sólo huella, estrato, cosa ida.

Geyrhalter no pudo anticipar, sin embargo, lo cerca que estaríamos de ver esas imágenes magnificadas y convertidas en realidad ante la pandemia del nuevo coronavirus Covid-19. Lo que en su película era especulación, para los habitantes del mundo en marzo y abril de 2020 es una situación tangible. La ciudad se ofrece como espectáculo estético estos días, de la misma manera que la película del realizador austríaco ofrecía las estructuras artificiales abandonadas bajo el encanto de la representación de un posible, inexistente fuera de la manipulación artística.

El paseante urbano hoy recibe una impresión entre sobrecogida y extrañada de estas estaciones del vacío en que se han convertido las ciudades, repentinamente bajo estado de sitio, militarizadas por decreto; en silencio, sin apenas tráfico. Un mediodía guarda poca diferencia con la madrugada triste del insomne. Las urbes se dirían abandonadas a la carrera. Sus habitantes, no obstante, las habrían dejado atrás luego de asegurar su pulcritud y orden. La imaginación se descubre disfrutando del mundo sin gente, y fantasea con la posibilidad de un final súbito, sin muerte previa, de casi todo lo humano, como si las ciudades hubiesen quedado cual monumentos de un tiempo ido y sus habitantes como espectros de un régimen de la existencia concluso.

La mayoría de nosotros solo hemos visto algo así anteriormente en la realidad paralela del cine, ese otro espectáculo para nuestra contemplación. La desaparición de la civilización humana, la extinción como posibilidad, ha sido uno de los temores frecuentados por las ficciones de las últimas décadas. En todas ellas se ha rozado con ironía distanciada y morbo efectista la sensación cultural cada vez más tangible de que el ensayo de hacer de nuestro reinado sobre el mundo algo eterno fracasó. Señales no nos faltan en las noticias, en la crisis climática global, en las fracturas sociales de esta época.

¿Puede imaginarse la presente crisis como un ensayo de la extinción tantas veces prefigurada, o quizás el detonante de una mutación definitiva en el orden socioeconómico dominante? No podría decirlo. Apenas se me ocurre invitar a percibir el episodio de confinamiento humano global como imagen: la de un mundo donde no estamos, al que cada uno puede asistir si se atreve a aventurarse a la quietud del afuera en pausa.

Como habitantes involuntarios de la caverna platónica, el universo conocido es apenas un flujo de imágenes inverosímiles que hemos imaginado en las películas. No he podido dejar de comparar la situación presente con la sensación ominosa que me dejara un animado de mi niñez, titulado Palle solo en el mundo (1981), un corto soviético que se atrevía a figurar uno de los miedos más insoportables de la infancia de cualquiera. Su protagonista, un niño de cuatro o cinco años, amanece en su habitación para descubrir que su familia no está. Después de llamar infructuosamente a la madre y suponer erróneamente que todo se trata de un juego a las escondidas, decide irse a la calle por su cuenta.

La ciudad parece acabada de abandonar por la gente de todos los días. Ahora el mundo cotidiano se ofrece a Palle como un patio de juegos interminable, que aparenta estar a disposición de su capricho: la heladería, con las copas recién servidas; una juguetería abierta que ofrece un sinfín de novedades; la carpa de un circo acabada de montar, todo abierto a su disfrute. Mientras monta una carriola en el salón de la tienda de juguetes, Palle tropieza con su reflejo en un enorme espejo. Con regocijo, saluda al desconocido. Pero su ilusión dura un par de segundos: no hay otro niño, no hay ningún extraño con quien corretear. Está solo. A la salida de la tienda, un autómata antropomorfo se limita a responder a sus preguntas sobre el paradero de los demás con la misma frase: “Gracias por su compra”.

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Abatido, Palle encuentra un osito de peluche abandonado en la arena del circo y carga con él hasta la estación de trenes. “A ti también te han dejado”, dice al muñeco. Solloza desconsolado, y despierta de tan tangible pesadilla en su habitación, abrazado fuerte a una almohada, cuando su madre abre la puerta y pregunta por qué llora. Palle vuelve de su espejismo como volvemos de todas y cada una de las ficciones de extinción con que convivimos. Ha experimentado por una vez y con lujo de detalles ese remoto miedo que los humanos compartimos: la pérdida de nuestro lugar en el orden de las cosas del mundo, un sitio que nos explica y justifica, protege y devuelve a la sensación de pertenecer a una narrativa que nos otorga cierta noción de sentido.

Esta fábula, que para mí siempre ha tenido una lectura metafórica nacida de la experiencia del socialismo –la pesadilla de encontrarse en un mundo de absoluto libre albedrío, sin nadie que nos cuide o rija, y el “feliz” retorno al seno tibio de un Gran Otro maternal que nos evita la incertidumbre de existir– adquiere, bajo las nuevas circunstancias, un cariz más descriptivo.

La amenaza invisible de estos días hace de la ciudad vacía, en vez de un patio de juegos, una zona de riesgo. El peso simbólico de tamaña soledad nos permite percibir la frágil sencillez de todo. La distancia que nos separa del estado de la realidad a la que nos hemos acostumbrado facilita incluso presenciar los partidos de fútbol y tenis que la televisión retrasmite cual eventos de un pasado remoto: allí todo es multitud y arenga, gente compartiendo el espacio, en obscena convivencia. Lo artificial que era ese mundo ido se muestra en su claridad enceguecedora.

Mientras el Estado vocifera su impotencia y todas las estructuras de control saltan por los aires, incluyendo el orden racional de la existencia que hasta ahora fue la mejor respuesta que tuvimos, estas semanas extrañas nos dejan ante el paisaje de nosotros mismos sin más teleología que la de aferrarnos a la vida, arañando la cuota de paisaje que nos ha tocado. La racionalidad aparece desnuda en su costado más cruel: en las remotas Unidades de Cuidados Intensivos se decide a quién salvar y a quién dejar morir. En silencio, bajo un orden gélido e incomprensible para nuestra condición de espectadores, una eugenesia aterradora se impone sobre la ética del humanismo que nos dejó la experiencia inenarrable del Holocausto. Se nos revela, como sin quererlo, el tenue pacto mentiroso que justifica la invención de la coartada de la civilización humana. Una coartada que puede desvanecerse sin cataclismo, sin extinción, bajo los argumentos más vulgares.

En Homo sapiens, la quietud desolada del mundo sin gente es representada mediante cuadros fijos compuestos con austeridad para una cámara estática. Estasis sobre estasis daba lugar a una imagen que evoca una instantánea, una foto fija. Ahora que la ciudad parece también una colección de fotografías, podemos vernos los humanos como imagen, como foto de un pasado remoto que solo existe en un álbum familiar en blanco y negro. Son los recuerdos del mundo como solía ser visto por una mirada que ya no está.

El privilegio de pensar estas imágenes como anticipo de una pesadilla deriva de que las hemos soñado muchas veces, no sé si con temor o deseo, pues en todo caso han estado latentes como un horizonte que recién ahora se vuelve tangible. De la noche al día, todo quedó reducido a su dimensión más básica: la ambición de conocimiento, la noción de uno mismo, las ideologías, el tejido de los estados naciones, el mundo humano. ¿Hay alguna moraleja en todo esto? No, no la hay. Lo sucedido solamente reafirma el poder absoluto de la imaginación. Y eso es, pienso, lo que lo vuelve interesante.

Somos, finalmente, espectáculo nosotros mismos. Una imagen que la ciudad ve cruzar la acera protegiéndose de la lluvia bajo los aleros oscuros.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]

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