'Museum Traces', Ramón Williams (FOTO Azkuna Zentroa)
'Museum Traces', Ramón Williams (FOTO Azkuna Zentroa)

En esta época enfática, obsesionan los contenidos. De ahí que museos o empresas, multinacionales de la comunicación o paraísos de las nuevas tecnologías, compitan en la búsqueda desesperada de directores, creadores, cazadores de tales contenidos. Frente a esta predilección, resulta singular la existencia de Prototipoak, Bienal de Nuevas Formas Artísticas que tiene lugar en Azkuna Zentroa-La Alhóndiga, Centro de Cultura y Sociedad de Bilbao. No es casualidad que esta tenga lugar en un espacio donde se cruzan las artes vivas, la literatura, el arte contemporáneo, la danza, un curso de Máster, el activismo, la teoría, performances espontáneos o un sistema consolidado de residencias artísticas.

Fiel a la semántica, la organización se ha remontado a la acepción original de “Prototype” para referir “una primera versión de algo, la materialización e imaginación preliminar de un dispositivo a partir del cual se derivan otras formas”. Prototipoak se plantea como un laboratorio desde el cual privilegiar “la incertidumbre, la curiosidad y el cuestionamiento permanente, abriendo la posibilidad de otros mundos”. Digamos que, junto al “qué”, el “cuándo” o el “por qué”, esos encuentros exploran el “cómo” podría producirse el arte y el “dónde” tendría lugar la cultura más allá de sus recintos habituales dentro y fuera de sus templos.

En esta edición de 2023, Prototipoak ha contado con artistas y grupos cuyos temas han sido heterogéneos: la ecología, el encaje o desencuentro entre lo rural y lo urbano, lo autobiográfico, las narraciones colectivas, la pregunta por quiénes nos entenderán en un porvenir lejano… Sus procedencias, no menos diversas que sus ideas, van desde Japón hasta Turquía, pasando por Dinamarca, México y, claro está, el País Vasco, que acoge este evento. Ayşe Erkmen, Laida Lertxundi, Susana Velasco, Ainhoa Lekerika, Fermín Jiménez Landa, Teatro de Ojo o Iratxe Jaio y Klaas van Gorkum experimentaron con modelos de impacto múltiple: unas veces al interior de Azkuna Zentroa, otras amplificadas en la ciudad de Bilbao. Unas veces atentas al paso del tiempo, otras a las formas de entrar y salir del espacio. Unas enfocadas en el presente y otras en el futuro. En la realidad analógica y en la virtual. Sus proyectos podían adquirir la forma de una escultura-selfi instalada a la manera de un site specific o de una escuela efímera capaz de generar paisajes sonoros (o partituras “paisajísticas”). En algún caso, operaban como un mirador que, desde la azotea de la institución, recuperaba la historia de la ciudad a partir del origen de su industrialización o convertían el espacio expositivo en un Call Center. En Prototipoak se transformó el cine en una técnica de impresión y el espacio de rodaje en el fin mismo del proceso creativo. Allí se enterró una caja negra para que fuera leída dentro de mil años o se creó un helado “sabor sendero”, concebido desde una mezcla entre el silfio y el hinojo, en su condición bastarda de malas hierbas que crecen en lo que Gilles Clement llamó “tercer paisaje”.

Aunque se trata de una bienal enfocada en los formatos que tendrá la cultura del futuro, en Prototipoak no se esquivaron temas álgidos. Solo que estos no se expresaron con la retórica fácil del panfleto que corre por ahí, ni se dejaron fagocitar por un periodismo cultural, cada vez más en boga, que entiende el arte como un asunto noticiable y no como un procedimiento que requiere hurgar en un lugar algo más profundo que un Photocall.

En Prototipoak retumba el Milan Kundera de Los testamentos traicionados, el Coetzee que excava en los mecanismos interiores de la escritura, la erótica que exige Susan Sontag a las obras cuando estas se ponen en tensión con sus audiencias. Pese a que esta bienal terminó oficialmente el pasado 3 de junio, la ambición explícita de su programa apuesta por que el estremecimiento de sus experiencias persista más allá de esa fecha. Que martille como un problema recurrente en la cabeza de los participantes una vez bajado el telón del evento.

Entre los artistas invitados a esta edición, estaba Ramón Williams, fotógrafo cubano que ha vivido y trabajado en Miami durante décadas, indagando en los espacios museísticos, así como en lo que sucede en sus interiores entre exposición y exposición. Acaso trenzando una cuerda desde The Museum As Muse –la muestra colectiva de 1999 en el MoMa– hasta una actualidad en la cual la crítica del museo realizada por artistas no ha hecho más que ensancharse y complicarse. Cada cual, a su manera, traspasando la percepción habitual del museo como fetiche hasta convertirlo en carne de sospecha, quid de la cuestión, rito de paso, un rompecabezas listo para armar y desarmar el orden visual imperante en cada época.

'Museum Traces', Ramón Williams (FOTO Azkuna Zentroa)
‘Museum Traces’, Ramón Williams (FOTO Azkuna Zentroa)

Ramón Williams se une a esta tropa a base de habitar, zigzagueante, a uno y otro lado de la barrera. De ocupar alguna vez, como artista, las salas de esos museos; pero también de ocuparse, como operario, de afrontarlo desde la otra orilla en la que las obras dejan sus improntas menos luminosas. En ese tiempo muerto en el que cobran protagonismo los seres que se esconden detrás de las exposiciones: montadores, carpinteros, el precariado diverso que las hace posibles.

Desde sus comienzos en estos menesteres, Williams ha seguido esos rastros poblados de perímetros vacíos, paredes descascaradas, azules inclasificables, blancos sucios que antes fueron impolutos. Atmósferas que, más que objetos encontrados, clasifican, directamente, como obras encontradas. Vestigios que bien podrían estar firmados por Hermann Nitsch, Anselm Kiefer, Ignasi Aballí, Joseph Kossuth, Ana Mendieta, Joan Fontcuberta, Yoko Ono, casi todo el Arte Povera…

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Hay momentos en que nos hace imaginar a Christo trabajando en los interiores de los edificios que solía envolver.

¿Qué significan estos restos que quedan en el museo? ¿Cuál es la memoria de esa cadena de montaje que se jacta de “transparentar procesos” cuando, en realidad, solo enfatiza el exhibicionismo de unas obras bien pulidas, listas para alcanzar, en palabras de José Luis Pardo, “la utopía de un mundo sin basura”?

A través de preguntas como estas, Williams se perfila como némesis de esa fantasía aséptica que define el White Cube, siempre dispuesta a la lejía cuando algún churre inadecuado la demanda. En esta esterilización, el sistema del arte replica algunos estilos de cualquier régimen político obsesionado con la defensa de la pureza, las purgas ideológicas o las limpiezas étnicas.

Hace ya veinte años, el crítico Jordi Costa rondó este asunto en su exposición Cultura basura, que tuvo lugar en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) y en la que se despojaba a la porquería de su tratamiento peyorativo. Desde otros flancos, el colectivo Basurama o el arquitecto Santiago Cirugeda le han entrado al tema reciclando zonas ambiguas del espacio público hasta transformar su desuso en uso; reconvirtiendo el descampado, la esquina sin dueño o el solar abandonado en parques infantiles, viviendas, estudios, puntos de encuentro, refugios diversos.

En su caso, cuando Williams trata con la obsolescencia de las imágenes que quedan después de una exposición, no hace otra cosa que trasladarla a la decrepitud de los lugares donde estas fueron emplazadas: en particular, las galerías y los museos. Por eso aquí la inmundicia funciona como la contraparte de la opulencia. (Ya sabemos que basura y codicia forman un buen tándem y que pocas actividades son más lucrativas que los vertederos). Sobre todo, en este tiempo en el que ya es difícil escapar de la usurpación descarada, el corte y pega, todos los ardides dispuestos para que vuelvan a circular, una y otra vez, verdades podridas.

De todo eso, y más, da cuenta una serie como Museum Traces. O las decenas y decenas de fotografías del montaje o desmontaje de las obras, remanentes de pinturas sobre cartones ya usados (The Card Board Paintings), videos como Touching Up, Words Off y Taking Down the Wall, pegatinas recicladas de textos (como Palabra de curador y Pasta Jar) o esculturas realizadas in situ (Inmediate Sculptures). A través de estas, Williams consigue situarse por encima y por debajo de la línea de flotación del sistema del arte. Sus piezas acaparan las paredes del museo y, sin embargo, no forman parte de exposición alguna, haciendo resplandecer, por un instante, la polaroid imaginaria de todo aquello que el display esconde.

Aquí compartimos paredes que parecen tiroteadas y ventanas que nos invitan a salirnos del espacio cerrado del arte. O las medidas de unas obras que ya no están y de otras por venir. O la escritura, sobre la pared, de unos relatos de piezas que son tan verdaderos como ficticios, tan permanentes como efímeros. Aquí tratamos con retratos solemnes vandalizados, con la tragedia de los hechos y con la comedia de los desechos. O con la propina que queda al artista por convertirlas en cuadros propios. O los retazos de una vida enmarcada y las claves para liberarla de su encuadre. El detalle y su envoltorio. Los muros y sus fronteras traspasadas. La cicatriz y su cirugía. Los paquetes para devolver y la memoria amontonada. Las teorías de la conspiración y las del caos (con su Efecto Mariposa incorporado). El origen y el destino. La ceremonia sagrada y la obscenidad. La página en blanco y la escritura. Las peanas y sus estatuas de sal…

'Museum Traces', Ramón Williams (FOTO Azkuna Zentroa)
‘Museum Traces’, Ramón Williams (FOTO Azkuna Zentroa)

Aquí se nos adiestra para contraponer la selección a la dentellada, la apropiación a la depredación, la digestión a la gestión, la promiscuidad a lo incontaminado. Y para asumir el reciclaje cultural de la basura como una forma de administrar, a la vez, la muerte y la resurrección.

Si, como le gustaba afirmar a Lenin, los hechos son tozudos, para Williams los desechos pueden ser vengativos. Quizá por eso acarrean la sabiduría de aquello que vuelve de la muerte y le resulta aterrador a los gurús de la pureza. Es, ahí, donde se instala su obra: en ese punto tenebroso donde el tiempo muerto de los museos anuncia el tiempo de los museos muertos.

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IVÁN DE LA NUEZ
Iván de la Nuez (La Habana, 1964). Ensayista y curator. Entre sus libros, traducidos a varios idiomas, se encuentran La balsa perpetua (1998), El mapa de sal (2001), Fantasía roja (2006), Inundaciones: invasiones artísticas en las fronteras políticas (2010), El comunista manifiesto (2013), Teoría de la retaguardia (2018), Cubantropía (2020) y La larga marca (Rialta Ediciones, 2021). Ha sido curator de exposiciones como La isla posible, Parque humano, Postcapital, Atopía. (El arte y la ciudad en el siglo XXI), Iconocracia, Nunca real / Siempre verdadero o La utopía paralela; así como de las retrospectivas de Joan Fontcuberta y Javier Codesal. Su libro más reciente es Posmo (consonni, 2023).

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