Peter Carey
Peter Carey

“Por supuesto, esa es toda la lección de Joyce, multiplicidad de técnicas y de voces, ruptura del orden lineal, atomización del narrador. Un escritor no tiene estilo personal. Escribe en todos los estilos, trabaja todos los registros y los tonos de la lengua”, nos dice Ricardo Piglia y, aunque la retórica de este curioso pronunciamiento sea notable, hay algo en su tono –perentorio, casi dogmático– que nos desconcierta: después de todo, la argumentación de Piglia no resulta irrefutable, ni mucho menos. Por el contrario, sería fácil demostrar que algunos de los mejores artistas verbales del siglo XX son siempre, por así decirlo, iguales a sí mismos: Proust, Kafka, Faulkner, Céline, Bernhard, Beckett, Saer, Onetti, Daniel Sada, Bashevis Singer, Sebald: todos se aplican, libro tras libro, a la edificación de un estilo que, lejos de experimentar mutaciones, quiere “perseverar en su ser”.[1]

Lo anterior no significa, sin embargo, que la idea o intuición de Piglia no posea un potencial hermenéutico considerable,[2] siempre que se aplique a los escritores correctos: no son muchos (la así llamada “lección de Joyce” es, en rigor de verdad, ardua, áspera y refractaria a la mediocridad), pero sí extraordinarios: Flaubert, Musil,[3] Julian Barnes, Kazuo Ishiguro: todos aspiran –con, ¡qué sorpresa!, desiguales resultados– a ese imposible ideal: que cada libro parezca haber sido escrito por un autor diferente.

Ese es también el caso, qué duda cabe, del australiano Peter Carey, quizás el artista verbal contemporáneo más versátil en la práctica de esta ambiciosa modalidad estética. En el panorama narrativo actual, Carey es una auténtica rareza: el tipo parece capaz de lograr cualquier cosa y, como un portentoso ventrílocuo, pergeña los textos más disímiles con maestría y verosimilitud absolutas: en True Story of the Kelly Gang narra la frenética, breve existencia del más famoso forajido de la era Victoriana y lleva al límite las posibilidades expresivas de lo que podríamos llamar el vernáculo australiano decimonónico.[4] Nada tendría de extraordinario que, tras semejante logro, incluso alguien tan dotado como Carey aceptase ceder en la intensidad pero, al parecer, nada podría estar más lejos de sus intenciones: sus complejas novelas son demasiado numerosas para ofrecer aquí siquiera un breve resumen de su incomparable diversidad, originalidad y esencial extrañeza: antes de pasar al tema principal de mi artículo, me limitaré a proferir algunas observaciones sobre Jack Maggs, un texto tan alejado del que ganó el premio Booker como Flannery O’Connor lo está de Michel Houellebecq (y apenas consigo imaginar dos poéticas menos afines: es como si habitasen no ya mundos sino galaxias diferentes).

Ya he señalado que True Story of the Kelly Gang es algo así como la gran épica australiana, un western hagiográfico sobre el legendario pistolero Ned Kelly narrado en primera persona con un estilo que alcanza, por momentos, una intensidad casi volcánica: púrpura y lava son los mejores fragmentos de su prosa, una indudable hipóstasis del absoluto estético. En contraposición a todo esto, en Jack Maggs, un texto inspirado por Dickens, asistimos, perplejos, al minucioso despliegue de una tesitura estilística en las antípodas de cualquier barroquismo: el estilo es austero, preciso, casi minimalista; el narrador, en tercera persona, es un mero instrumento al servicio de un artífice que intenta representar, con la mayor verosimilitud y frialdad posibles, la civilización inglesa (mejor aún, londinense), a mediados del siglo XIX (el hombre se ha desplazado del desierto a los salones de Kensington Gardens, podríamos decir). Y semejante metamorfosis ocurre libro tras libro. Inútil intentar acceder a un conocimiento siquiera parcial de esa vastedad en un ensayo de estas dimensiones. Aquí me limitaré a dilucidar algunas cuestiones formales que conciernen a su novela Robo. Una historia de amor.

El texto narra la rocambolesca, improbable, por momentos fascinante historia de los hermanos Boone: Michael es quizás el pintor más famoso de Australia hacia 1980;[5] Hugh, su hermano menor, apodado Slow Bones, es un autista que, pese a sus obvias limitaciones, resulta mucho más agudo, perceptivo, hábil y astuto de lo que imaginan quienes lo rodean y se permiten subestimarlo (Michael no se encuentra, ciertamente, entre estos últimos). Un título alternativo, y en absoluto exagerado, para la novela podría ser Tribulaciones de los hermanos Boone: en efecto, todo gira en torno a ellos, los protagonistas y narradores en primera persona de esta salvaje sátira del mundo artístico australiano,[6] y también del norteamericano: dos capítulos son contados por Michael, el talentoso, enérgico, alcoholizado e irascible pintor; a continuación el autor inserta la parte de Hugh que, como podrán imaginar, difiere significativamente de la de su megalomaníaco hermano, y en este contrapunto de voces, esta tensión de perspectivas contrapuestas se juega todo el sentido de la novela: no hay una sino dos versiones posibles de todo acontecimiento y, por motivos muy diferentes, ninguno de los dos personajes resulta precisamente un narrador confiable.

En cualquier caso, la historia comienza en un pequeño pueblo a cientos de kilómetros de Sidney: el lugar donde Michael, tras un calamitoso divorcio en el que ha perdido casi todo lo que poseía (sin excluir, asombrosamente, sus propios cuadros) ha tenido que refugiarse: no es un sitio que lo entusiasme pero, como dicen los anglosajones “beggars can’t be choosers”[7] y, por más que aborreciera la “bondad” de su autoproclamado mecenas Jean Paul,[8] no tenía otras opciones, sobre todo si consideramos que debía ocuparse de su inescrutable, imprevisible hermano.

Esta pequeña comunidad rural no parecía, al menos a primera vista, un lugar que pudiese acoger obras maestras de la pintura, pero, como suele suceder, las suposiciones del narrador, y de los lectores, resultan absolutamente erróneas: hay, de hecho, una considerable colección en la casa de un adinerado vecino (Dozy Boylan) que incluye un cuadro del gran Jacques Leibovitz.[9] Y en este momento aparece, o, para ser más exactos, irrumpe el inolvidable personaje de Marlene Cook y la historia, que en principio parecía ser sólo una desopilante sátira de la escena pictórica australiana[10] experimenta un abrupto, poco previsible giro: se introducen en la trama con gran eficacia elementos mucho más cercanos al thriller clásico (robo, estafa, falsificación) que infligen al relato un ritmo frenético (el lector va de una sorpresa a otra sin apenas descanso), pero que, curiosamente, no trivializan el texto sino más bien –sorprendentemente– todo lo contrario: Carey, ese gran explorador de las posibilidades formales de la ficción sabe que la hibridez genérica es, como mínimo, una apuesta arriesgada pero aun así decide seguir adelante y, por algún motivo (¿talento en estado puro?) el procedimiento funciona.

En efecto, pronto todo gira en torno al robo de una pintura clásica de Leibovitz que Dozy Bolan había atesorado en el más profundo secreto: Marlene Cook se presenta para autenticarla y poco después el cuadro desaparece. Previsiblemente, Bolan culpa a Michael Boone y la así llamada brigada de delitos artísticos le hace una visita: no pueden probar nada pero, Michael, encolerizado por semejante injusticia (han incautado sus mejores lienzos para “investigaciones ulteriores”) decide rastrear en Sidney a Marlene, la única, según él, que podría haber robado el cuadro, y en eso, naturalmente, no se equivoca: la sofisticada señora Cook es en realidad la nueva Madame Leibovitz, es decir, la esposa del único hijo del fallecido pintor y ha establecido un lucrativo y más que turbio negocio de autenticar cuadros que no necesariamente fueron producidos por el gran artista.

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Ahora bien, ciertamente Michael pretendía, en principio, confrontar a la gran estafadora y recuperar el Leibovitz robado. Pero, como era de esperar, sobre todo con tipos como Michael, esencialmente indefensos ante la belleza y el encanto femeninos, lo que sucede es precisamente todo lo contrario: Marlene consigue convencerlo[11] de que sus sospechas son infundadas y pronto son inseparables. Por supuesto, en realidad Michael nunca abandona del todo sus dudas sobre ella –ni siquiera él podía ser tan crédulo– pero se dice a sí mismo, resignado, que, incluso si Marlene fuese una ladrona, el mundo del Arte es así: proliferan los embaucadores[12] y casi nadie es trigo limpio”.[13] En cualquier caso, sus objeciones se esfuman cuando Marlene no sólo recupera los cuadros confiscados por la policía,[14] sino que, milagrosamente, aunque, como es natural, los milagros sólo ocurren en los Evangelios, y aquí existía una explicación humana, demasiado humana, le consigue una exposición en Tokio. Y cuando Michael –que ya no podía siquiera vender una pintura en Australia, no hablemos ya de organizar exposiciones– consigue lo que sólo puede ser considerado un éxito rotundo en Japón, venta de todas las obras antes de la apertura de la muestra,[15] Marlene adquiere para él un estatus semidivino y todos sus pronunciamientos, por absurdos que resulten, están investidos de una cualidad dogmática.

Así pues, a nadie puede sorprender que el mayor de los hermanos Boone, ahora artista reconocido por la revista especializada Studio International, ni siquiera cuestione la muy curiosa decisión de su amante y promotora de viajar inmediatamente a New York para, según ella, “llevar el reconocimiento de su obra al próximo nivel”. Otros, sin embargo, no son tan crédulos (incluyendo al bueno de Hugh que, abandonado en Australia, ha tenido tiempo de sobra para investigar el turbio pasado de Marlene), y pronto el inspector Amberstreet, miembro prominente en la ya mencionada brigada de delitos artísticos, revela el auténtico motivo tanto de la exposición japonesa como del súbito viaje a Manhattan: Marlene ha manipulado al vanidoso Michael (“eres un gran pintor, el mejor de tu generación en Australia”, etc.) y utilizado sus contactos en Tokio para, con el pretexto de promover “al gran pintor Michael Boone”, sacar de Australia el cuadro que personalmente robó a Dozy Bolan (valor: aproximadamente cinco millones de dólares, mientras que por todas las pinturas de la exposición Michael había recibido doscientos mil).

Ahora bien, en este punto, como dicen los anglosajones, “the plot thickens”:[16] asombrosamente, el cuadro robado, sin llegar a ser una falsificación, tampoco era precisamente un original. Aquí el lector, con toda justificación, podría preguntarse, ¿cómo es posible eso?: o lo uno, o lo otro. Pero cuando se trata de la sinuosa Marlene (a veces pienso que comparado con ella Maquiavelo parece la Madre Teresa de Calcuta) nada es sencillo ni carece de casi infinitos matices: el problema estriba en que el cuadro sí fue pintado por Leibovitz, pero no pertenece al período correcto (es decir 1908-1914, cuando su obra fue influenciada por el cubismo y admirada por el propio Picasso: estos lienzos alcanzan millones en el mercado). Ahora bien, Marlene, esa virtuosa de la estafa, llevaba años “autenticando” cuadros de la década del cuarenta (la mera decadencia de Leibovitz) como si perteneciesen a “la gran época” con la ininterrumpida complicidad de Oliver, único hijo del pintor y poseedor del así llamado droit moral[17] sobre toda la producción de su padre. Mientras el tipo colaboró, todo fue como la seda, pero ahora, por motivos demasiado prolijos para enumerar aquí –aunque la infidelidad de Marlene no es el menor de ellos– se niega a firmar el certificado de autenticidad del cuadro robado y contrabandearlo a Japón. Serios problemas se perfilan en el futuro de Marlene si no consigue la firma o al menos los 4,8 millones de dólares restantes: no sólo millonarios nipones sino cierta despiadada organización japonesa conocida como la Yakuza, no conocida por su tolerancia en cuestiones financieras, esperan con impaciencia su dinero. ¿Qué hacer?

El viaje a Manhattan nada tenía que ver con llevar la obra del crédulo Michael “al próximo nivel” y todo con convencer al reticente Oliver, pero eso último ya no se plantea. No parece haber salida, y es entonces cuando, en el más sorprendente giro de la trama, Michael propone algo que supera incluso los más delirantes planes de Marlene: ella se limitaba a retocar los cuadros ya pintados por Leibovitz y falsificar los certificados; Michael, mucho más audaz y competente, pintará (basándose en las fotografías de un lienzo destruido durante la ocupación nazi de París hacia 1943) “la obra maestra suprema de Leibovitz”: un cuadro grandioso titulado El golem eléctrico.

¿Por qué participar de semejante impostura? Bueno, en principio, como Marlene observa cínicamente, Michael ya está involucrado lo quiera o no (y la Yakuza tampoco se interesa demasiado por sutiles distinciones como “complicidad involuntaria”). Pero, más allá de lo obvio, hay, según creo, un motivo ulterior y mucho más importante: la falsificación de El golem eléctrico es sólo el síntoma definitivo del derrumbe sistemático de todos los valores éticos y estéticos de Michael desde su llegada a New York, el descubrimiento de la estafa y su contacto con los repulsivos marchantes neoyorkinos.[18] Es casi una progresión silogística, por así decirlo: el tipo comprende que no es nada, que nunca ha sido nada y que nunca será nada para los grandes mecenas y críticos de Manhattan (el centro mismo de la escena artística contemporánea).[19] Peor aún, comienza a pensar que todos los marchantes, mecenas e ilustres críticos son también absolutamente insignificantes. De ahí a perder la fe en el Arte mismo hay sólo una pequeña distancia.[20]

Y cuando eso ha sucedido, cuando el nihilismo invade también el último reducto de su conciencia estética y lo lleva a pensar que todo es más o menos lo mismo, entonces “el próximo nivel” sólo puede ser utilizar su talento para el engaño (“que se jodan los mecenas, los críticos y los artistas exitosos”, habrá pensado Michael): así, el thriller sirve de pretexto para desarrollar una muy seria meditación sobre el destino del Arte en nuestra época: ¿ qué significa exactamente la originalidad?; ¿ existe en verdad el genio en las artes plásticas o es un mero constructo de los críticos y coleccionistas?; ¿qué sucede cuando la falsificación es indistinguible del original o incluso superior porque el “original” posee la singular desventaja de no existir desde hace décadas?

Naturalmente, Carey no ofrece una respuesta definitiva a ninguna de esas interrogantes y está bien que así sea: “En mis conversaciones con mis colegas escritores insisto siempre en el hecho de que no corresponde al artista resolver problemas específicos […] Sólo quien no ha escrito y no se ha ocupado nunca de las imágenes puede decir que en su esfera no hay problemas, sólo respuestas. El artista observa, elige, intuye, asocia; ya de por sí esos actos presuponen, en principio, un problema; si desde el inicio uno no se plantea un problema, no tiene nada que intuir ni que elegir […] a menudo la gente confunde dos conceptos: la solución del problema y su planteamiento justo. Para el artista sólo esto último es obligatorio”, dice Chéjov en una meditación que podría servir de epílogo a la novela del australiano.


Notas:

[1] Espinoza, citado por Borges.

[2] Era demasiado inteligente para formular banalidades.

[3] Piensen en el sinuoso sendero que conduce de un libro de juventud como Las tribulaciones del joven Torless a las nouvelles compiladas en Uniones y, más tarde, a la casi ilimitada, intimidante vastedad de El hombre sin atributos: ¿Acaso no parecen haber sido escritas por autores muy diferentes? Por supuesto que sí…y precisamente de eso se trata.

[4] Con una exuberancia, un deslumbrante y jubiloso barroquismo que muy pocos narradores anglosajones de nuestra época pueden siquiera concebir.

[5] Aunque, como el relato demostrará, no había demasiada diferencia entre eso y ser considerado el mejor poeta de Nepal: para los críticos en París y New York la escena artística australiana, por así llamarla, era algo tan exótico como Bután o Lituania.

[6] Aquí me refiero exclusivamente a lo concerniente a las artes plásticas y en particular a la pintura.

[7] “Los mendigos no pueden escoger”.

[8] Una pequeña y adinerada sanguijuela, un personaje repulsivo interesado solamente en obtener sus obras por la menor cantidad de dinero posible.

[9] Artista imaginario inventado por Carey para facilitar sus meditaciones estéticas.

[10] Lo cual también es… ¡y de qué manera!: las invectivas de Michael contra la perfidia de los críticos, la estupidez de los académicos y la codicia de su autoproclamado “mecenas” recuerdan por momentos algunas escenas de Tala , la gran novela de Thomas Bernhard contra el panorama artístico austríaco: “Había sido mi mayor coleccionista, Jean-Paul Milan, quien había ideado el plan según el cual yo me convertiría en el guardián gratuito de una finca rural que él llevaba dieciocho meses intentando vender […] La luz natural, como tan dulcemente me había advertido Jean-Paul al hacerme su ofrecimiento, quizá era un poco verde, un «defecto» provocado por las ancestrales casuarinas que bordeaban el río. Yo podría haberle dicho que el asunto ese de la luz natural era una estupidez, pero una vez más me mordí la lengua […] llevábamos solo seis mañanas en Bellingen cuando Jean-Paul irrumpió en la casa y me despertó. Fue una impresión desagradable en casi todos los sentidos, pero me mordí la lengua y le preparé café. Luego durante dos horas le seguí por toda la finca y apunté todas las sandeces que me decía en un cuaderno: «Cardos», dijo Jean-Paul. Escribí «cardos» en mi querido cuaderno… Bebí en silencio la cerveza sin alcohol que Jean-Paul me había traído como regalo”.

[11] Pero no a Hugh, quien, pese a sus numerosas excentricidades, no era tonto, ni mucho menos: “Inmediatamente comprendí dos cosas: Marlene iba a ser la chica de mi hermano y era una estafadora profesional. Encantadora desde luego, la más hermosa que había visto en mi vida, pero una estafadora a fin de cuentas, que Dios la bendiga”.

[12] Sin excluir, por cierto, al propio Michael: resulta que también él tiene su “pequeño secreto”: la ayuda de Hugh en la elaboración de las pinturas es inapreciable. No se trata de que su hermano pueda crear –el bueno de Hugh sería incapaz de dibujar un gato si su vida dependiera de eso– sino de su extraordinaria habilidad para preparar los lienzos (en la novela se ofrecen una serie de detalles técnicos que los especialistas apreciarán: no siendo uno de ellos –acepto– la autoridad del texto en esa materia). Ahora bien, jamás Michael hace la menor alusión en público a la ayuda de su hermano: “Sólo hay un genio en esta versión de los acontecimientos” (así Hugh).

[13] En la castiza traducción española.

[14] Entre ellos la obra maestra de Michael: Yo, el Eclesiastés, fui rey de Israel en Jerusalén.

[15] “Era casi demasiado bueno para ser cierto” (así, Michael): al menos en eso no se equivocaba. De hecho, debía haber comprendido de inmediato que había algo muy raro en todo esto, pero, ya se sabe, es difícil discutir con el éxito.

[16] La trama se complica.

[17] En la ley francesa sólo esta persona puede certificar como auténticas las obras.

[18] “Esos marchantes neoyorquinos eran de un tipo especial de ignorancia, muy distinta de la de Jean-Paul, si bien unos y otro compartían una idea pasmosa: que yo tenía que aceptar las conclusiones a las que ellos hubieran llegado […] A veces daba la impresión de que no existía un solo lugar en toda la Tierra, ni siquiera un pueblecito donde las moscas se pasearan por la ventana de la panadería, que no tuviera también su licenciado en Bellas Artes con su pajarita a lo Le Corbusier ocupado en ese preciso instante en leer las directrices de Studio International y ARTnews y preocupadísimos todos ellos por ponerme al día, por liberarme no solo de mi pincelada anticuada sino de cualquier referencia al mundo”.

[19] Australia, por supuesto, ya no se plantea y Japón fue sólo parte de la estafa.

[20] Véase, por ejemplo, este pasaje sobre Marcel Duchamp y los marchantes: son palabras de Milt, otro fracasado pintor neoyorkino, pero Michael las aprueba en su totalidad: “El destino había querido que Milt se convirtiera en marchante a tiempo parcial. Él odiaba a los marchantes y sus clientes incluso más de lo que odiaba a Marcel Duchamp. (“Jugaba al ajedrez porque no existía la televisión. De haber existido la televisión, se habría pasado el día mirándola”). Nadie, decía Milt, mentía y engañaba como un marchante de arte. Nadie temía tanto quedar en ridículo como un cliente rico”.

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