Fernando Iwasaki

Hacia mayo o junio de 2009, no lo recuerdo con exactitud, aterrizó en mi buzón electrónico un mensajito de un tal Fernando Iwasaki, quien por aquellos días estaba compilando una antología de narradores latinoamericanos de nuestra generación con el propósito de publicarla en Francia. Pretendía, según me explicó en la misiva, que yo le enviara varios cuentos míos para él seleccionar uno e incluirlo en dicho libro. “¡Qué iluso eres!”, pensé. Porque lo cierto es que no soy una cuentista muy prolífica que digamos, ya que el ejercicio de la narración breve me resulta harto difícil y estresante. En general, no escribo cuentos salvo que alguien me soborne para que lo haga.

Le zumbé, pues, al optimista antólogo los únicos dos relatos de mi cosecha que me parecían más o menos presentables. A él le cuadró uno y ya, trato hecho. Al año siguiente, Gallimard lanzaba con su tradicional sobriedad el volumen Les bonnes nouvelles de l’Amerique latine. Anthologie de la nouvelle latino-américaine contemporaine, coeditado por Gustavo Guerrero y Fernando Iwasaki, con un prólogo de Mario Vargas Llosa.[1]

Todo lo anterior sería irrelevante, en el presente contexto, de no mediar algunos detalles anómalos. Como el hecho, por ejemplo, de que Iwasaki y yo, en un mundo áspero, vertiginoso y bastante neurasténico, donde la mayoría de nuestros congéneres parecen andar siempre con tremendo apurijo, sin tiempo que perder en chachareos triviales, intercambiamos muchísimas más palabras que las imprescindibles para cerrar el negocio de la antología francesa. Nos comportamos, hay que reconocerlo, como dos pericos.

Con todo y su currículum impresionante, Iwasaki no dio por sentado que yo debía conocerlo. Menos mal, pues de lo contrario me hubiese visto en un grave aprieto. Bueno, ya ustedes saben que la incultura mata a los pueblos. Pero él, quizá para que yo no fuese a tomarlo por una especie de serial killer acechante, empezó contándome algunos chismes tranquilizadores acerca de su persona. Con naturalidad, muy campechano, sin una gota de bambolla. Me enganché, recuerdo, en la parte donde su kimono era un poncho flamenco. Le pregunté por qué ese ajiaco tricontinental de civilizaciones en lo concerniente al vestir y nos derivamos por ahí, mensajitos van y mensajitos vienen.

No se imaginan ustedes cuánto lamento haber perdido aquella locuaz correspondencia en una de las tantas debacles informáticas de mi vida. Me hubiese encantado atesorarla, mas qué remedio; el ser humano propone y Bill Gates dispone. Iwasaki, en mi memoria, es un epistológrafo pausado, sereno, cadencioso, como de otra época, y tan, pero tan divertido, que te orinas de la risa. Por aquel entonces elucubré que si su obra publicada compartía el tono de sus mensajitos electrónicos, ese jovial escritor nipo-italo-andaluz-andino era, sin lugar a duda, uno de los míos. A saber: un satírico.[2]

Los autores satíricos no somos, contra lo que algunos despistados suponen, una cuadrilla de payasos a full time. Nanay. El humor, para que sea realmente eficaz, debe tener siempre un trasfondo nada risible. El chiste, en otras palabras, es una cosa muy seria, ya sea blanco, verde, negro o de pinticas. Entre los miembros más conspicuos de la tribu guasona podemos exhibir a unos cuantos de temperamento colérico, verbigracia: los feroces e indignados Jonathan Swift, Mark Twain o Karl Kraus. También los hay calculadamente fríos, altivos y desdeñosos, como Oscar Wilde. Y no faltan los tristes, los que tienden a la nostalgia y a la melancolía, onda Émile Ajar o Mijail Bulgákov. A ese último departamento, el de los chamas nobles con buen corazón que se ríen para no llorar ante el espectáculo del mundo, pertenece Fernando Iwasaki. Así lo sospeché en 2009, disfrutando sus mensajitos, y así lo confirma esta deliciosa antología de sus cuentos.

A diferencia del malandrín Juan Ruiz, aquel presunto arcipreste que doñeaba y juglareaba de lo lindo en el siglo xiv allá en España, el protagonista de los cuatro cuentos de Iwasaki provenientes de su Libro de mal amor –todos con algún nombre de mujer por título– es un fracasado cabal.[3] Nunca se vio seductor más calamitoso, lo que se dice un coleccionista de calabazas. Porque no hay manera de que dé pie con bola. Sus enamoradas, pobrecito, siempre lo rechazan implacablemente. O, peor aún, ni se enteran de sus tribulaciones. A uno hasta le da pena reírse de este mísero discípulo del chevalier Casanova, tan sensible, tan romántico, tan diligente. Pero igual nos arranca las carcajadas con sus peripecias rocambolescas y sus traquimañas que jamás funcionan.

Su máxima gloria la alcanza, en mi opinión, cuando por conquistar a una bella Rebeca se empeña en meterse a judío. Eso no lo hizo ni Ivanhoe por la hermosísima hija del usurero Isaac de York. Y no es que ser judío resulte muy difícil. Basta con nacer de vientre judío. Una vez cumplido ese requisito, puedes ser ateo, librepensador, anarcosindicalista, lo que te dé la gana, que lo judío nadie te lo quita. Lo sé por experiencia. Ahora, si naciste de vientre goy, como cierto limeño enamoradizo, y necesitas que te certifique un rabino… Ja, la vida se te puede complicar bastante. Por otra parte, para emprender la aliyah –en hebreo, el retorno a Palestina, la tierra de promisión– no se requiere de un férreo entrenamiento en el arte de propinar patadas y piñazos. Vamos, hombre, que los ciudadanos del Medinat Ysrael no viven en una perpetua riña tumultuaria ni cosa que se le parezca. Me temo, pues, que los jóvenes sionistas embarullan un poco al desprevenido galán para júbilo de los lectores. (Aunque segura estoy, eso sí, de que el enérgico David Ben Gurión de aquellos años heroicos cercanos a la proclamación del Estado Judío hubiese aprobado tal proceder.) Pero entonces irrumpe en escena la memoria viva del Holocausto. Y es ahí donde “Rebeca” se nos revela como un cuento formidable, una de las más conmovedoras historias de amor que hayamos leído.

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Las brevísimas narraciones tomadas de Ajuar funerario, con su horror de baño de gasolinera, de ascensores malévolos y libros demoníacos, remiten acto seguido a otra vertiente de la sátira: la oscura, la del trasfondo macabro y espeluznante.[4] La que cultivaron asustadores de la talla de Max Beerbohm, Gilbert Keith Chesterton o el Edgar Allan Poe de “Never Bet the Devil your Head”, tan injustamente vapuleado por la crítica. Algunos literatos, dentro o al margen de las academias, consideran que divertir y escalofriar son actividades antagónicas. Veneran a Franz Kafka y a Juan José Arreola sin encontrarles el chiste. Se asombran, inclusive, de que alguien los halle cómicos. Pero a esos chupatintas no hay que hacerles caso. Allá ellos con sus prejuicios. Nosotros, los cubanos que disfrutamos en grande la humorada tétrica de nuestro Virgilio Piñera, igual podemos saborear sin permiso de nadie estos siniestros cuenticos de un Fernando Iwasaki para consumir de noche, uuuh…

No es extraño que un lector entusiasta de nuestro cubanísimo –y algo joyceano– Guillermo Cabrera Infante, a quien está dedicada la antología, le descargue con regocijo a las paronomasias, los juegos de palabras y demás bellaquerías lingüísticas. Ni que un libro suyo, de intenso contenido erótico, se titule Helarte de amar.[5] Es en uno de los cuentos procedentes de ese volumen donde nos enteramos de que “[…] la pinga tiene razones que el corazón no entiende y la cabeza repudia”. Bueno, creo que eso en realidad ya lo sabíamos, ¿no? La grata noticia radica más bien en que, al igual que nosotros acá en la mayor de las Antillas y a diferencia de los ibéricos, los mexicanos, los chilenos, los rioplatenses y otros hispanoparlantes ignaros, los peruanos le llaman pinga a la pinga, como es correcto. Nada más apropiado que dicha coincidencia, en una cultura falocéntrica, para fomentar la hermandad entre las naciones.

Claro que a otras cosas los peruanos les llaman de otro modo. Por las páginas de Iwasaki deambulan cachacos, huachafos, cafirulo, cholo, cucufatos, chucha, tacle, cojudos, marabunta y otros enigmáticos primores andinos. Pero no se me alarmen, compatriotas, que tampoco estamos en presencia de un indescifrable Huasipungo que precise para su intelección de un glosario de términos en quechua, la lengua del incanato. No señor. Cada uno de esos vocablos, en su debido contexto, se comprende maravillosamente.[6] Valga también aclarar que las palabrotas grandotas y los guiños idiomáticos de Iwasaki nunca son gratuitos, sino que se subordinan a la expresividad de su prosa. Quiero decir, que sólo aparecen allí donde la narración o el diálogo los reclaman.

Volviendo a los relatos originarios de Helarte…, quienes aún crean que el sexo y la risa no son muy compatibles entre sí, ya me contarán qué opinan al respecto después de rascabuchar las hazañas del salvajito Pinga Loca, en “Helarte de amar”, y las de los fuckers espaciales, en “Travesía estelar”. Hablo aquí de rascabucheo porque ambos cuentos son lo suficientemente gráficos, exhaustivos y despelotados como para que los lectores se sientan mirahuecos. Parte de la comicidad reside, por supuesto, en que se trata de sexo bajo cero, en el primer caso, y de sexo en condiciones de ingravidez, en el segundo.

De ese mismo desenfado también participan la noveleta “Mírame cuando te ame”, otra hermosa historia de amor, y el cuento “La mujer de arena”, centrado en la pérdida, la soledad, el desamparo y el arrebato místico. Dramático resultará el destino de la profesora Pilar, como el de tantísimas latinoamericanas exmilitantes de extrema izquierda, y trágico el del adolescente Alfredo, oprimido por un catolicismo tan rancio que apesta. Ellos, cada cual a su manera, son visceralmente honestos. Pero otros personajes que gravitan a su alrededor se pasan de farisaicos. Y nuestro satírico, faltaría más, no deja de hacer de las suyas, ridiculizando con saña a los intelectualoides izquierdosos vividores –egregios fantoches, típicos de Latinoamérica, que medran a cuenta de un presunto pasado “revolucionario”– y poniendo en solfa las paparruchas catoliconas que hacen infeliz a la gente ingenua que se las traga.

A continuación desfilan cuatro textos, seleccionados del volumen Inquisiciones peruanas,[7] con un sabor afín al de los best-sellers de la secundaria y el instituto preuniversitario de La Habana donde cursé estudios en los años ochenta de la pasada centuria. Me refiero a aquellas escasas obras del ayer que seducían a tutilimundi, incluyendo a chamacos sin el más mínimo hábito de lectura y a los firmemente decididos a no leer, nunca en la vida, nada de nada. Tal suerte corrieron, que yo recuerde, el Lazarillo de Tormes, en séptimo grado, las Tradiciones peruanas, en octavo, y el Decamerón, en décimo. Las andanzas y descalabros del pícaro jamaliche, el ciego matrero, el hidalgo psiquiátrico, el virrey Amat y su teatral concubina la Perricholi, el gaznápiro Calandrino con sus compinches que lo trampean y una recua de monjas y curas desorbitados. Los clásicos risueños y guiñadores de ojo que ningún profe de Literatura, por mucho que se lo propusiera, lograba transmutar en plomo.

Estas “inquisiciones” de Fernando Iwasaki vienen siendo cuentos del mismo modo en que lo son las inolvidables “tradiciones” de su coterráneo don Ricardo Palma: porque las leemos como tales. Pero en realidad combinan la imaginación con el documento histórico. El satírico expone retazos de las actas de procesos inquisitoriales acaecidos en el virreinato del Perú durante los siglos xvi y xvii, al tiempo que va comentándolos, desde una perspectiva actual y con una chispa que ni Will Cuppy, enfatizando no tanto la crueldad proverbial del Santo Oficio como su crasa estupidez.

Los protagonistas de aquellos disparatados juicios, que van desde un padre jesuita confesor de señoras que hubiese hecho las delicias de Giovanni Boccaccio hasta un hereje tan moderno que más bien parece un precursor del socialismo utópico, pasando por una beata voladora con fuego uterino y el cadáver –pues sí, amigos míos, el cadáver– de un fraile seráfico de infatigable erección, no tienen desperdicio. No digo que se merezcan lo que les ocurre, pero tampoco puede afirmarse que se hayan esforzado mucho en eludir a los cernícalos de la policía doctrinal. Vaya, que si te comportas de cierta manera poco ortodoxa difícilmente pasarás inadvertido. Pregúntenle a Galileo.

Y para cerrar con broche de oro esta alegre antología, un cuento magistral: “El derby de los penúltimos”.[8] Un despliegue de talento narrativo, de ingenio y sapiencia, donde la ficción no sólo se entrelaza con diversas realidades ya pretéritas de Lima, Madrid y Buenos Aires, sino también con otras ficciones. Un relato con tal riqueza intertextual y tal multiplicidad de referencias –históricas, políticas, sociológicas, filosóficas, literarias–, que en una edición crítica habría que endosarle decenas de noticas al pie, aunque muy probablemente las pasaríamos por alto a fin de no interrumpir ni por un nanosegundo el placer de la lectura de una historia que te agarra y no te suelta. Un argumento lleno de sorpresas y giros inesperados. Una broma colosal. Un espléndido homenaje al sin par Cocolucho, adonde tarde o temprano siempre vamos a carenar todos los escribidores de Latinoamérica.

El homenaje de un satírico ha de ser, por fuerza, burlesco e irreverente, sin que por ello se convierta en una diatriba. Trajinar un poquitín al viejo y querido Cocolucho no implica en modo alguno desconocer el valor inmenso de su obra, uno de los mayores lujos que ha brindado nuestro continente a la literatura universal. Fabular acerca de la génesis del mejor de sus cuentos –mi predilecto, al menos–, poniendo lo épico a ras de tierra, constituye una forma de parodia. Y ya sabemos desde los tiempos de Aristófanes que las parodias más efectivas suelen ser aquellas por donde fluye una corriente subterránea de simpatía hacia el objeto de la mofa. No coger, pues, el rábano por las hojas. Tal idiotez queda para los filisteos de la república de las letras, los mojigatos enemigos de la risa, los paladines del falso respeto, la genuflexión hipócrita y la seriedad impostada, esos compañeros que se sodomizaron a sí mismos con un palo de escoba en su afán por adquirir una postura bien solemne.

En “El derby…”, tríptico anudado con el rigor casi geométrico de la dramaturgia clásica, Iwasaki se luce tanto como humorista que no puedo resistirme a la irrespetuosa tentación de apodarlo El Guasaki. No lo dejo simplemente en Saki porque ya existe un célebre autor de sátiras con ese mismitico nom de plume (Hector Hugh Munro, ustedes saben, el del hurón con nombre extravagante que se merienda a la tía fastidiosa). Aunque tal vez el Guasaki, no muy complacido por tan confianzuda efusividad caribeña, me riposte a imagen y semejanza de su personaje: “Si no te importa, Fernando”, y luego desaparezca, ¡zas!, en las tinieblas de la noche.[9] 

* Prólogo a Es difícil hacer el amor (humor) pero se aprende, antología de cuentos de Fernando Iwasaki Cauti, con selección e introducción de Aleyda Quevedo Rojas, Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2013, pp. 7-13.


Notas:

[1] Eligió mi cuento “Huracán”, antologado en sepetecientas ocasiones y traducido a una tonga de lenguas, entre ellas el japonés. Mi otro cuento presentable, “El viejo, el asesino y yo”, lo destinó más tarde a Cusco, espejo de cosmografías. Antología de relato iberoamericano, editada por Karina Pacheco Medrano, con un prólogo de Fernando Iwasaki, Ceques Editores, Cusco, Perú, 2014. Es la primera gran antología de narradores de Iberoamérica ya reconocidos que se publica en el llamado Extremo Occidente, lejos de los centros de consagración literaria. ELP, 2015.

[2] En su amabilísimo ensayo “Biblioteca bailable Ena Lucía Portela”, publicado en la revista digital de pensamiento, crítica y estudios literarios latinoamericanos Mitologías hoy, vol. 10, invierno 2014, como parte de un dossier acerca de la narrativa de esta servidora, Iwasaki se autoproclama jubilosamente mi “ecobio en la distancia” y luego afirma, con sumo jolgorio, que “lo nuestro fue humor a primera vista”. Me complace creerme, pues, que también yo lo hice reír. ELP, 2015.

[3] Los libros de Fernando Iwasaki de donde provienen los relatos antologados por la poetisa y ensayista ecuatoriana Aleyda Quevedo Rojas llegaron a mis manos cuando ya este prólogo había sido impreso. Aprovecho, pues, la presente ocasión para hacer algunas enmiendas. Libro de mal amor (Ediciones Cal y Arena, México D. F., 2011) es en realidad una novela cuyos diez hilarantes capítulos se dejan leer, también, como textos independientes o autónomos. La tía Nati, inefable parienta del galancete, se pavonea esplendorosamente por varios de ellos. ELP, 2015.

[4] Ajuar funerario (Páginas de Espuma, Madrid, 2012) exhibe en la solapa de cubierta una fotografía medio canallesca, obra de nuestro laborioso amigote Daniel Mordzinski, donde Iwasaki aparece de espaldas, merodeando en plan Drácula por un florido cementerio. Entre sus cuatro epígrafes sobre el miedo, mi favorito, con perdón de Poe, Lovecraft y Borges, es este: “Y ahora, abra la boca”. Firma: El Dentista. Me recuerda aquella teleserie policíaca norteamericana, White Collar, donde un mítico delincuente conocido como El Dentista de Detroit se había encajado ese alias desde fiñe para infundir a sus víctimas el mayor espanto posible. ELP, 2015.

[5] El título completo, para más guasanga, es Helarte de amar y otras historias de ciencia-fricción (Páginas de Espuma, Madrid, 2012). Según su autor, “no es una colección de cuentos eróticos, sino un hatajo de disparates sexuales”. ELP, 2015.

[6] Así y todo, luego de leer este prólogo, Iwasaki le adjuntó a la antología, en beneficio del público isleño, un “Glosario de buen hablar” que está para no perdérselo. Allí se nos informa, entre otras preciosuras, que la palabrita guasamandrapa equivale a “la morronga cubana de toda la vida”. ELP, 2015.

[7] Cuyo título exacto es Inqvisiciones pervanas (Páginas de Espuma, Madrid, 2007). Así, con uve, una ortografía de lo más arcaizante. Y prosigue: “Donde se trata en forma breve y compendiosa de los negocios, embvstes, artes y donosvras con que el demonio inficiona las mientes de incavtos y mamacallos”. Confieso que me priva lo de mamacallos, tan quevediano, aplicado a quienes por mentecatos se entretienen en chuparse los pulgares de los pies. Metafóricamente, claro. ELP, 2015.

[8] Tomado de Un milagro informal (Alfaguara, Madrid, 2003), donde también se incluyen otras joyitas imaginativas, presuntamente factográficas, como “Rock in the Andes” y “La otra batalla de Ayacucho”. ELP, 2015.

[9] En su epílogo a El libro de arena (Alianza Editorial, Madrid, 2003), Cocolucho pontifica lo siguiente: “Prologar cuentos no leídos aún es tarea casi imposible, ya que exige el análisis de tramas que no conviene anticipar”. Tiene razón, como de costumbre. Sólo que ese dictamen lapidario lo emitió en 1975, cuando ya él, Jorge Luis Borges, no necesitaba que nadie lo presentara en ninguna parte. ELP, 2015.

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ENA LUCÍA PORTELA
Ena Lucía Portela (La Habana, 1972). Narradora y ensayista. Licenciada en Lengua y Literaturas Clásicas por la Universidad de La Habana. A la edad de veinticuatro años ganó con su primer libro el Premio de Novela de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Ese mismo año fue otra vez galardonada con el Premio Juan Rulfo de cuentos por El viejo, el asesino y yo, y en 2002 su novela Cien botellas en una pared mereció el Premio Jaén. Publicada en más de una veintena de países, muchos de sus textos han aparecido en numerosas antologías, tanto en Cuba como en el extranjero. En el año 2007 fue seleccionada en la Feria del Libro de Bogotá como uno de los 39 escritores menores de 39 años más importantes de América Latina.

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