Hay una larga tradición de novelas sobre el padre. O sobre la muerte del padre. De Pedro Páramo a La invención de la soledad, por ejemplo. Caballo fantasma (Almadía, 2020), la primera novela de Karina Sosa, invierte la ecuación y pone, de un modo notable, en el centro de la búsqueda no al padre sino a la madre. Es la madre el enigma, la ausencia, el fantasma a develar. La madre es una pregunta abierta que la narradora, una tal K, tratará de entender a lo largo de toda la novela.
Esa mujer que se marchó cuando la narradora tenía un año, esa mujer que vivía en esa misma ciudad, según el relato del padre, pero a la que no va a ver nunca. Esa mujer que estaba relacionada con caballos. “¿Qué tienen que ver, se pregunta la narradora, la memoria, los fantasmas, los caballos? ¿Qué tiene que ver mi madre con los caballos?”
La madre es la columna ausente que organiza el sistema de la novela. En algún momento se dice recordando a Hemingway: toda historia guarda una historia secreta. La novela entonces es una gran pesquisa que trata de develar esa historia secreta. Una pesquisa que se despliega bajo tres grandes registros. El literario, el biográfico, el afectivo.
En el registro literario aparecen referencias constantes a escritores, a escritoras, citas, anotaciones en un diario que lleva la narradora: Una mujer sin importancia. Onetti, Leonora Carrington, Macedonio Fernández, Sándor Marai, Humboldt. El registro literario y el espacio de las bibliotecas como parte de la búsqueda.
En el registro biográfico, a su vez, se despliega el sistema familiar girando en torno al padre, su vínculo con la arquitectura, su vocación por la poesía, sus idas y vueltas por Oaxaca, por Ciudad de México. Sus trabajos.
Y por último, enredado con los anteriores, el registro afectivo: o las formas del amor, diría Onetti, que atraviesan los vínculos. Y en estas formas del amor, sin duda, también está siempre ese fantasma. Es notable la manera de narrar la distancia con el universo de la madre: las maneras de nombrar los vínculos aparecen mediadas: por ejemplo, dice: “los padres de mi madre” en lugar de decir mis abuelos; el viudo de mi madre”; o “yo, para mi madre, pertenecía a la vida de mi padre.”
Una de las cosas más potentes de la novela es cómo ensambla esta pesquisa, cómo articula la búsqueda del fantasma, cómo lo dice. Y allí aparece el trabajo poético, la manera de administrar lo que se dice y lo que no se dice. De tensar las fronteras entre lo que se narra y lo que no se narra.
La manera de decir todo esto: el registro poético con el que enhebra la búsqueda creo que puede estar sintetizado en esta expresión que se repite varias veces: “A veces quiero ahorrarme palabras para no dar explicaciones”. Procurando el silencio, al modo de Onetti. Si esta novela tiene algo onettiano, ese efecto está en ese registro poético.
Entonces, todo lo que tiene que ver con la madre y todo lo que supone ir hacia la madre es ficción. “Me cuento una historia que desconozco para salvarme de los secretos de la mujer muerta”. Esa es finalmente la tierra que permite librar a la narradora de la melancolía, de ese frío de andar entre fantasmas. Hacer ficción: porque la tierra de la madre es un horizonte desconocido que se mueve todo el tiempo. Una tierra anacrónica y en movimiento, como un caballo; una tierra también de posibilidades.
La arquitectura del fantasma es la ficción. Y la manera, potente, bellísima que tiene Karina Sosa es la forma de la poesía. “Ahorrarme palabras para decir lo importante”. Ese es el modo, entonces, el susurro incesante del galope.