Retrato de Ana Mendieta (State Ana Mendieta)

“Un 11 de septiembre de 1961, una niña de doce años llamada Ana María Mendieta abordaba un vuelo de KLM rumbo a Miami junto a su hermana de catorce años”. Así empezaba un proyecto narrativo-ensayístico que dejé a mitad de camino sobre la artista cubanoamericana. Me había topado con su nombre mientras hacía investigación para mi tesis doctoral en relación a la cultura del Caribe insular hispano. Ya por entonces comenzaba la hegemonía identitaria y las recuperaciones más estridentes de Ana Mendieta no parecían centrarse tanto en su obra artística, como en las circunstancias de su muerte. Su trágico fin era y sigue siendo ejemplarizante para sostener el activismo feminista: una artista joven “latina” asesinada impunemente por un artista blanco mayor relacionado con las altas esferas de Nueva York. Lo que se estableció formal y únicamente sobre su muerte, no obstante, fue que el 8 de septiembre de 1985, Ana cayó desde la ventana de un piso 34 en Greenwich Village después de una fuerte discusión con su esposo, el escultor minimalista Carl Andre. Ella apenas tenía 36 años.

Confieso, sin embargo, que, aunque también me sentí atraída por esa historia, lo que encontré particularmente llamativo fue el hecho de que Ana y su hermana Raquel habían sido tan solo dos de los catorce mil niños que entre 1960 y 1962 fueron arrancados de sus hogares para ser “salvados del comunismo”. Nunca había escuchado hablar de la llamada Operación Peter Pan/Pedro Pan en la que tantos niños cubanos no acompañados fueron enviados a Estados Unidos a inicios de la Revolución cubana. A medida que comencé a explorar sobre lo acontecido con los niños Peter Pan, me pareció que todo resultaba mucho más complejo de juzgar que la violenta muerte de Ana en Nueva York; un probable feminicidio como ocurren tantos diariamente sin que se haga justicia. Me preguntaba, ¿qué significa irse bajo la promesa incumplida de volver a tu hogar al año siguiente? ¿Cuánto miedo pueden tener una madre y un padre para separarse de sus hijos pequeños con la intención de protegerlos? ¿Qué puede haber experimentado una niña clasemediera caribeña que de pronto pierde su hogar, su familia –su padre, además, fue encarcelado por años–, su lengua, sus zambullidas en el mar Caribe junto a sus primos, sus compañeritos de escuela, sus animadas fiestas de navidad y sus cumpleaños con velitas de colores? ¿Cómo se estrella una persona contra el pavimento de esa nada inclemente que es el midwest americano cuando se tienen doce años? ¿Qué monja, qué orfanato, qué foster home, qué familia gringa te hará más leve la soledad, la nieve y el frío?

A la obra de Ana llegué un poco más tarde que a la historia de su vida. Los magníficos homenajes que le hiciera otra artista cubana, Tania Bruguera, me llevaron a revisar algunos videos y fotografías de los años setenta y ochenta. Tuve la impresión de que a través de la vida y la obra de Ana en el campo del earth-body art, podía asomarme a ciertos aspectos que la reflexión sobre el exilio había pasado por alto. En particular, estaba la cuestión de si podemos hablar de la existencia del exilio infantil como un fenómeno distinto. O si, por ejemplo, habría un tipo de experiencia del exilio que es siempre infantil, aunque seamos adultos. ¿Cómo se destierra a alguien que ni siquiera tiene una conciencia política reconocible? Aunque nunca terminé mi proyecto narrativo-ensayístico, con los años ciertos eventos me han ido recordando algunas de las inquietudes que la figura de Ana me suscita: Niños solos enjaulados en la frontera de Estados Unidos, o bien, grabaciones de voz radiales de jóvenes buscando a sus padres tras el fin de la guerra civil en Angola; una guerra en la que también participaron tropas cubanas. De hecho, en los mismos años en que Ana desarrollaba sus performances y videos, el reclutamiento forzado de niños para la guerra fue una práctica común en Angola. Pero Ana no tenía manera de saber esto –aún hoy es muy poca la información que tenemos sobre la intervención cubana en ese conflicto africano—. Tampoco le hacía falta. Se tenía o, mejor dicho, se presentía a sí misma. Y fue con esa materia prima que la cuestión de su exilio se me plantea hoy como un tema de orfandad. Creo que, más allá de querer definir una certidumbre identitaria en sintonía con el feminismo o con lo latinoamericano, africano, “latino” e incluso cubano; su sensibilidad artística la llevó más que nada a una interrogación filosófica anterior a cualquier etiqueta subjetiva. Así lo intuía en unas de sus notas de 1983 cuando escribió que “There is no original past to redeem: there is the void, the orphanhood, the unbaptized earth of the beginning, the time that from within the earth looks upon us” [“No hay pasado original que redimir: existe el vacío, la orfandad, la tierra sin bautizar del principio, el tiempo que desde dentro de la tierra nos mira”].

Orfandad, vacío, atemporalidad y desarraigo me llevan a la historia de Peter Pan y su ingravidez infantil, la fuga del hogar para arribar a ese limbo que supone la detención del tiempo. Neverland. En el caso de Ana es como si en esa detención de niña sola se jugara el resto de su vida, todo aquello que prosigue al desgarramiento. Se trataría de percibir la ruptura, en palabras de Ana, “como arrancar un árbol joven de la tierra. Uno puede oír cómo la raíz se quiebra”. En ese sonido de quiebre que no deja de apagarse y que asocio con la palabra “revolución”, se cifra una promesa de levitación permanente en la que no habría vértigo, ni caída, porque se eliminarían las raíces que jalan hacia abajo. Me figuro esta idea como el vuelo eterno de un KLM de 1961, en el que Ana y su hermana Raquel siguen siendo dos niñas cubanas apartadas de su suelo. Debajo de sus pies no hay sino un vacío del tamaño del trauma. Un vacío que es principio de determinación del propio ser y con el que Ana se reconectó creativa y emocionalmente tanto en sus propuestas artísticas como en su visita a Cuba de 1980. Pero esas reconexiones con un vacío fundante no se sustraen a las pulsiones de muerte. Tarde o temprano, la promesa del vuelo parece llegar a su fin. A pesar del mismo Peter Pan, no somos inmunes a la fuerza de gravedad.

Advirtiendo estas dualidades entre el vuelo y la caída, lo generativo y la muerte, me surgen otras preguntas: ¿cómo es que se tiende un puente entre el propio cuerpo tierno y una naturaleza hostil como la de Iowa? ¿Qué puede ser más desolador que desnudarse o reclinarse en un árbol que demasiado pronto estará negruzco, pelado, sin hojas, bajo una bóveda plomiza, sucia, que cada año expulsa una nieve que te hiere los huesos? Honestamente, ¿puede haber algo realmente religante en devenir pájaro, transfigurarnos en sangre y fuego efímero, o simplemente, en un hombre bigotón sonriente? ¿Vale la pena el esfuerzo para dar con una tierra palpitante sobre la cual apoyar nuestros pies?

No tengo respuestas. La vida y obra de Ana parecen coexistir en una extrema suspensión como forma de negociación con el vacío del desarraigo. Suponen una constante tensión que implica, por un lado, volcar ese vacío en una forma de agregación, de disolución nutricia con la tierra, pero por el otro, correr el riesgo de su repetición violenta, de la rotura psíquica y corporal para dejarse llevar por la abducción del abismo. Tal vez por eso en muchos de los trabajos de Ana la idea del sacrificio, el juego con elementos como la sangre, el cuerpo vegetal, animal y desnudo, e incluso su recreación de una violación y asesinato, nos alertan sobre la fragilización que induce el destierro. Pienso que podemos pensar el trabajo artístico de Ana como la apuesta utópica por un aterrizaje amable, amoroso en la tierra, casi maternal. Concebirlo como el anhelo de una naturaleza que nos acoja ante el vacío. Quizás sus últimas piezas esculpidas en trozos de troncos durante su estancia en Roma pueden ser vistas hoy como un incipiente camino que le hubiese permitido salir del vértigo y escapar de la amenaza a la disolución dolorosa. En estas esculturas apreciamos fragmentos de árboles sin raíces que ganan cierta capacidad de movilidad y, al mismo tiempo, refugian varias siluetas, incluida la humana, como si éstas pudieran permanecer habitando en el corazón de los árboles.

En estos años en los que Ana Mendieta parece haberse puesto de moda, admito que me produce temor que termine por convertirse en una de las tantas figuras reducidas al marketing identitario; una Marilyn Monroe “latina”, multiculti. No se me hace difícil imaginar la corriente selfi de algunas activistas desnudándose en cualquier playa (preferiblemente turística) para exhibir cuerpos que han perdido toda capacidad transgresiva. Me adelanto al oportunismo, la banalización glamorosa, la identificación narcisista con una mujer constreñida a su belleza física y a la condición de víctima. Ojalá que nada de esto suceda. Mientras tanto, sugiero continuar reflexionando sobre su obra y vida a través de conexiones menos obvias en la literatura, el arte, el psicoanálisis y el pensamiento filosófico para pensar el exilio. Adelanto una magnífica referencia reciente que puede ser sugerente para rumiar estos temas del desarraigo, la orfandad, el vacío y la niñez: el filme Anatomía de una caída de Justine Triet.

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MAGDALENA LÓPEZ
Magdalena López. Doctora por la University of Pittsburgh, es investigadora del Centro de Estudios Internacionales del Instituto Universitario de Lisboa (ISCTE-IUL, Portugal) y del Instituto Kellogg para Estudios Internacionales (Universidad de Notre Dame, Estados Unidos). Escribe sobre las relaciones entre poder, cultura y literatura en el Caribe hispano. Es autora de los libros El Otro de Nuestra América: imaginarios frente a Estados Unidos en la República Dominicana y Cuba (Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, 2011), Desde el fracaso: narrativas del Caribe Insular Hispano en el siglo XXI (Verbum, 2015) y de la novela Penínsulas rotas (La Moderna, 2020). Ha publicado diversos artículos en revistas académicas y de divulgación y ha sido profesora invitada en la Universidad de Salamanca (España), la Universidad Católica de Córdoba (Argentina) y la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (México).

2 comentarios

  1. Ehem! Ehem! «Nunca había escuchado hablar de la llamada Operación Peter Pan/Pedro Pan…» Wow. Especialista en asuntos cubanos! «Fueron arrancados de sus hogares para ser “salvados del comunismo”. Bueno, no arrancados para ser salvados de un comunismo y una salvación entrecomilladas. El padre de Ana estaba en la cárcel, entonces, de hecho, su «patria potestad» le había sido negada. La niña y su hermanita realmente fueron salvadas del comunismo y el reencuentro familiar años más tarde fue el colofón de la Operación Peter Pan, de lo contrario, quizás hubieran sido enviadas a escuelas de arte, digamos, en regiones remotas, como nos ocurrió a muchos de nosotros, peores que Iowa, digamos, Lajitas o Buena Vista, a regar abono sin guantes hasta que nos sangraran las manos. Ana, efectivamente se salvó de esa educación comunista. Nosotros (digo: Gustavo Pérez Monzón, Leando Soto, Flavio Garciandía, Zayda del Río) no nos salvamos. Hoy Zayda es una orate irrelevante, Flavio y Gustavo viven en México salvados, Leandro está muerto. La Operación Peter Pan tuvo una contrapartida en las concentraciones becarias de niños abusados y arrancados de sus hogares en los primeros años de la Revolución. Por cierto, el video al pie, me lo robé yo con mi iPhone13 del Hirshhorn Museum de Washington. Denme crédito.

  2. Magdalena, Muy sensible y emotivo comentario. Como cubana de la generación de Ana, estudiosa también de su obra, y como alguien que, como ella, vivió en Iowa (profesora en su alma mater), puedo decir que. hay otro sentimiento que se desprende de esta tierra. En lo superficial, es una naturaleza. hostil por los extremos climáticos (que yo viví por 32 años); pero ofrece también otra dimensión que no se encuentra en climas más templados.
    Concuerdo con el último comentario, acerca de prevenir que Ana no se convierta en figura «cult.» Hay novelas recientes escritas por supuestas escritoras «latinas» (que eliminan el acento de sus nombres) que están justamente contribuyendo a esto con una burda ficcionalización de su vida.

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