Aurora Venturini (FOTO Claudia Bernaldo de Quirós)
Aurora Venturini (FOTO Claudia Bernaldo de Quirós)

“La obra de Onetti es tan perdurable como el dolor, la tristeza o la desesperación humanas. Nadie ha esculpido así en castellano esas realidades invisibles. Nadie ha adjetivado el mundo con una maldad tan exacta. Su obra no se parece a ninguna otra. En la vida hay días, atmósferas, o imágenes, de los que uno sólo puede pensar: esto parece de Onetti. Muy pocos escritores tienen ese privilegio”, escribe Andrés Neuman. Ciertamente, pero ni siquiera el gran uruguayo salió de la nada: por el contrario, se inscribe en una genealogía de narradores que, desdeñando cualquier “escritura galana”, apuestan por una lengua canallesca, escatológica y corrosiva: palabras al límite chapoteando en una ciénaga definitiva, allí donde el estilo (febril, perverso, fuliginoso) reproduce en su textura misma la crapulosa intensidad del contenido y se extiende como gangrena, devastando toda expectativa de “buen gusto”, elegancia o mera prolijidad. Estos artífices suelen ser, en el mejor sentido, intraducibles:[1] en Europa se llaman Louis-Ferdinand Céline, Thomas Bernhard, Carlo Emilio Gadda, Arno Schmidt, Witold Gombrowicz; en el Río de la Plata Roberto Arlt, Juan Carlos Onetti, Carlos Busqued, Osvaldo Lamborghini. También, qué duda cabe, la extraña y talentosa Aurora Venturini, quizás la más excéntrica artista verbal argentina del siglo XX.

Su obra es vasta pero aquí me concentraré en el texto que ha asegurado su tardía,[2] casi póstuma, inclusión en el canon literario hispanoamericano: Las primas (2009).[3] Esta nouvelle de apenas ciento veinte páginas[4] representa, acaso, el relato de horror no sobrenatural más intenso, repulsivo y magistral jamás escrito en lengua española: la narradora, una autista misantrópica y sumamente talentosa, despreciada por su propia familia, narra la historia de su linaje maldito con una voz investida de una lucidez criminal que, al menos en castellano,[5] no conoce predecesores: le inflige a los lectores un monólogo salvaje, fatal, minucioso –la compasión no es su fuerte; la estupidez tampoco– desplegando un estilo brutal que empuja el lenguaje hacia sus límites más recónditos, hacia los abismos que casi todos evitan, “hasta las dimensiones de los mundos que mueren”.[6] Aquí, a experiencias extremas corresponden una sintaxis y un léxico no menos radicales:[7] “Rum… rum… rum…murmuraba Betina, paseando su desgracia por el jardincillo y los patios de laja. El rum solía empaparse con las babas de la boba que babeaba. Pobre Betina. Error de la naturaleza […] ella, más cretina que yo, sí sabía leer la esfera de los relojes aunque ignoraba leer en libros. No éramos comunes, por no decir que no éramos normales”. Sorprende la frialdad, la pertinaz dureza de la narradora: en vano esperaríamos observaciones edificantes o almibaradas fábulas de superación personal a la manera de Forrest Gump.[8] Habiendo dicho eso, sería un error colosal equiparar su ostensible gelidez con la crueldad o el sadismo: en rigor de verdad, la cabal intelección del relato gira en torno a una frase tan lapidaria como significativa: “sólo deseaba conseguir la objetividad absoluta que es dura y en apariencia insensible” (así Yuna Riglos). [9]

En efecto, esta gelidez o radical desapego es un necesario y estilizado procedimiento[10] que funciona en dos niveles: para empezar impide la transmutación de la nouvelle en un folletín para almas bellas (¡imaginen lo que cualquier escritor de best-sellers haría con semejante material!); en un plano más complejo, se despliega aquí, como quería Proust, “esa subordinación de la sensibilidad a la verdad, a la expresión, que es en el fondo una marca de genio, de la fuerza del Arte superior a la piedad individual”. Si contemplamos el texto bajo la áspera luz que arrojan estas palabras, no nos será difícil comprender la profusa utilización de expresiones en absoluto caritativas (por decirlo suavemente) sobre su desdichada hermana, sus primas y, en definitiva, la totalidad de su familia: con el paso de los años el así llamado “deseo de objetividad absoluta” se metamorfosea en un helado nihilismo, una glacial indiferencia (en el mejor de los casos) o ilimitado asco por la mera condición humana: hacia el final, tras haberse alejado de todos como quien escapa de una catástrofe, la protagonista observa a sus parientes, conocidos y el resto de los personajes con el desapego de un entomólogo que clasifica raras especies de coleópteros en la soledad de su laboratorio.

Sin embargo, acceder a esta serenidad no le resultará fácil y, en este sentido, es posible leer el relato como un dilatado, arduo, y macabro Bildungsroman: una terrible novela de formación que narra el progresivo alejamiento de Yuna Riglos (disléxica, lúcida, endurecida por el hábito de la desdicha) en dirección contraria (y a la mayor velocidad posible) a su intolerante familia “cristiana”[11] y hacia el moderado éxito que, contra todo pronóstico, obtiene como pintora.[12] Ahora bien, más allá de la soltura con que subvierte las convenciones de esta forma narrativa (en sí mismo un logro considerable) lo asombroso es la capacidad de Venturini para urdir y sostener –sin ceder jamás en la intensidad– el espasmódico, sinuoso y angustioso monólogo de la singular narradora, la manera en que consigue expresar de forma absolutamente verosímil la atormentada conciencia de la pintora autista.

El procedimiento central, al que ya he aludido, es su creación de un estilo al menos tan perturbador como el mundo que representa: la lengua brutal, delirante, infame, maníaca y genial de la extraordinaria protagonista: allí donde resuenan no sólo la música nihilista de Céline, el asco de Bernhard y la perniciosa adjetivación de Onetti, sino también un léxico arcaizante, refinado y sorprendentemente culto que se prodiga en oraciones dotadas de un enfermizo fulgor: el castellano revela aquí inesperadas posibilidades expresivas y sólo nos queda contemplar, atónitos, la devastadora originalidad de Venturini: ella está afianzada en la lengua española (o, para ser precisos, argentina) como si ningún otro idioma existiese y parece sopesar cada palabra con casi infinita delectación: si en Borges es ante todo la elección de los verbos lo que sorprende[13] y en Onetti los inusuales adjetivos, aquí son las meras frases (extrañas, lapidarias, siempre inesperadas) lo que suscita nuestro asombro. Así, en la minuciosa relación de una cena familiar: “El plato principal venía emancipado en manos de tía Nené […] y empezamos las manducaciones cada cual como mejor podía […] la nota viscosa y espantosa la dio Betina. Torpe y sonora de cuetería y eructos seguidos por las disculpas de mamá […] tía Nené hurgaba entre caninos con un palillo […] selló la melopea con qué desgracia la tuya, Clelia, así se llamaba mamá, dos hijas taradas […] y enseguida se zampó un cacho de pechuga en la boca pintada rojo buzón”.

Claro, la insólita narradora no es ninguna tarada sino más bien todo lo contrario: tarados son quienes se permiten compadecerla sin comprender jamás el autismo que la aqueja –su torpeza desaparece casi por completo en el pensamiento–[14] e ignoran cuánto escarnio se oculta tras su así llamada minusvalía: en efecto, sin haber leído jamás a Joyce, la joven pintora utiliza con maestría al menos dos de los instrumentos que el misantrópico irlandés recomendaba a los artistas, silencio y astucia: “íntimamente me burlé de ellos, de sus poses y sus lástimas”. Claro, en la claustrofóbica, opresiva atmósfera del relato, rodeada por personajes tan siniestros –la madre, la tía, tantos otros–,[15] Yuna Riglos tampoco tiene demasiadas posibilidades de expresarse y prefiere refugiarse en sus lienzos (informados por una sensibilidad surrealista) y escrutar incesantemente su libro favorito: “mi vocabulario iba día a día enriqueciéndose […] quedaba boquiabierta pensando que existían palabras misteriosas, palabras que dormían en los diccionarios y nadie usaba”.

Ahora bien, con el tiempo ella sí que las usa: su léxico se expande hasta alcanzar una prodigiosa plenitud y a menudo, tras emplear algún término más o menos inusual, apostilla, “palabra del diccionario”. Este énfasis jalona las expresiones más devastadoras de su visceral nihilismo: un vehemente asco por la especie humana[16] y todo lo relacionado con esta que con el tiempo se intensifica y no excluye el lamento por haber sido arrojada al abismo del nacimiento:[17] “Pero todo pasa en este mundo inmundo. Por eso no es lógico afligirse por nada ni por nadie […] después una sombra de duda sesgó (palabra del diccionario) el ambiente […] y pensé de nuevo que la mayoría de los que estábamos ahí no teníamos razón para festejar […] ya que obligados a vivir ocupábamos un espacio […] inútilmente”.

Al leer algo así y recordar las incesantes humillaciones que ha experimentado tanto dentro como fuera de su familia,[18] no nos sorprende cuando, hacia el final de su historia, Yuna decide que la especie humana se divide, esencialmente, en tres categorías: seres más o menos defectuosos (entre los que ciertamente se incluye a sí misma)[19],aquellos fisiológicamente sanos pero desprovistos de cualquier valor ético y, por último, quienes combinan la decrepitud física con la inopia moral. La única excepción era –o parecía ser– su prima Petra (“liliputiense inteligente y pragmática”). Cuando esta (a quien ha ayudado más que nadie) la traiciona, desaparecen sus últimos jirones de confianza en “los seres humanos o humanoides” y su pérfida pariente se transforma para ella en “una enana astuta, glotona, rencorosa”: entonces la pintora, abandonada por todos y que a todos ha abandonado, se dedica exclusivamente a “su sombrío y solitario oficio” (Dylan Thomas), sumergiéndose sin paliativo alguno en el sol negro de su desdicha (“una enorme melancolía invadió mis pinturas”) mientras sólo el pesimismo (“quien termine esta melopea absurda me maldecirá por el tiempo que le hice perder”), el cansancio y el hastío (“ese monstruo exquisito”)[20] perduran en la conclusión de este escalofriante relato, quizá la más potente “lección de tinieblas” pergeñada jamás por una artista verbal en el Río de la Plata.

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Notas:

[1] En rigor de verdad, aunque mucho perdure en las mejores traducciones, los excesos lingüísticos que forman el núcleo duro de sus obras (esa melodía extraña y perturbadora, “la musiquita” que obsesionó a Céline) apenas sobrevive en cualquier otro idioma.

[2] Tras sesenta años de incesante escritura, ignorada tanto por el público como por las editoriales y la crítica, fue “descubierta” –ya había pergeñado cuarenta libros– cuando, inesperadamente, ganó un concurso literario en Argentina a los 85 años.

[3] El título es, según creo, deliberadamente anodino: como si la escalofriante narración que contienen esas páginas desdeñase cualquier énfasis.

[4] Pero, naturalmente, los dedos de las manos sobran para contar aquellos narradores capaces de sostener un estilo tan radical a lo largo de más de cien cuartillas.

[5] La suiza Fleur Jaeggy, por lo demás inscrita en una genealogía estilística muy distinta, es probablemente quien más se aproxima a Venturini por la crueldad de sus personajes y la angustiosa, claustrofóbica atmósfera de sus relatos.

[6] Emil Cioran.

[7] La aliteración incesante, la repetición casi maníaca de frases, la exageración, el uso arcaizante de ciertos vocablos y la insólita adjetivación son meramente algunos de los procedimientos fundamentales que Venturini utiliza para edificar su atroz arquitectura narrativa.

[8] El mundo maligno y viscoso de Venturini es, por así decirlo, lo absolutamente otro de Hollywood: resulta inconcebible que algún día su libro sea adaptado por esos optimistas y competentes artesanos. Sólo alguien como Haneke podría, acaso, intentarlo.

[9] Ese es el insólito nombre de la protagonista.

[10] “La técnica es la única prueba de la sinceridad del artista”, escribió Ezra Pound, que de esas cosas algo sabía.

[11] Pero, desafortunadamente, es el cristianismo del siglo X, intolerante y refractario a la razón: “mamá, piadosa, opinaba que la letra con sangre entra […] observaba mis ejercicios con trabalenguas para mejorar la lectura y cuando yo no destrababa me daba un punterazo en la cabeza”.

[12] Su familia, como era de esperar, siempre había escarnecido esa vocación: “Conté a mamá de la exposición y ella, que no entendía de arte, contestó que esos mamarrachos informes de mis cartones harían reír a los concurrentes a Bellas Artes”. En cuanto a la tía: “miró un cartón de mi autoría y dijo que esas rayas no eran nada […] siguió diciendo que mis mamarrachos tal vez pudieran servir a mi incapacidad cognoscitiva por lo que para mí significaban”.

[13] Bueno, es un decir: también todo lo demás, pero este artículo no es sobre él.

[14] “por dentro de mi psiquis sabía detalles y formas, era muy distinta a la boba de afuera que hablaba sin punto ni coma porque si ponía punto y coma perdía la palabra hablada […] cuando pienso pronuncio vocablos que se me niegan en la palabra hablada”.

[15] Verbigracia, el inquietante Abalorio de los Santos Apóstoles (sí, eso es un nombre en esta narración).

[16] “En el banquete […] uno u otra eructó como un cerdo. Pero los cerdos nunca me dan asco”.

[17] De hecho, no sería excesivo adscribirle una sensibilidad casi gnóstica o –mejor aún– budista, por su rechazo de la existencia misma.

[18] En particular los insultos de la tía Nené, que por otra parte también recibe lo suyo: “y la tía se durmió en el sofá con la boca abierta, de la cual se le cayeron los dientes postizos que yo levanté del piso y tiré al inodoro”.

[19] Así, al conseguir trabajo como profesora de dibujo: “no sabían que quien intentaba instruirlos era una minusválida reformada”.

[20] Baudelaire, naturalmente.

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