Detalle de la escenografía de ‘La Guerra Fría’ con instalaciones del artista Abraham Cruzvillegas

La obra teatral de Juan Villoro en el Museo Tamayo nos transportó al Berlín de los ochenta, donde residen las claves de un futuro que ya comienza a ser nuestro pasado. La escenografía con instalaciones del artista Abraham Cruzvillegas, la música de Lou Reed, la puesta en escena de Mariana Giménez, las actuaciones Mauricio Isaac, Mariana Gajá y Jacobo Lieberman… todo en La Guerra Fría evoca la cultura de fines del periodo soviético.

Hay algo de ostalgie al revés en la obra de Villoro. Un sentimiento parecido al que se apoderó del Berlín reunificado hace algunos años, pero con algunos desplazamientos que vale la pena señalar. El Berlín de Villoro es el occidental de principios de los ochenta, donde una pareja de jóvenes mexicanos vive el típico amor tormentoso de los que emigran, juntos, a temprana edad. Un Berlín que evoca el de Lou Reed en los setenta, que dio pie al que es, de lejos, su mejor disco.

El muro y el otro lado del muro son presencias constantes. Se trata de un Berlín que es la última frontera del “mundo libre”, donde todo está al borde de convertirse en otra cosa. En la propia canción que da título al disco de Lou Reed, la utopía es el paraíso de un pequeño café, con guitarras de fondo, donde los amantes se aman, “by the Wall”. El muro es ese límite que, por un momento, hace posible lo imposible: una especie de última estación antes del cruce al otro lado, que supone otra realidad.

Pero no es sólo Berlín o el muro, es también la estética teatral la que nos devuelve a la Guerra Fría. Por momentos se tiene la impresión de estar ante aquellas puestas en escena grotowskianas de los setenta y los ochenta, tan frecuentes en Varsovia, en Moscú o La Habana, donde en un escenario pobre, lleno de objetos en desuso, dos actores hacen teatro con sus voces y sus cuerpos. Ese expresionismo del detritus y la ruina se apodera de la función desde sus primeros minutos.

Mientras veía la obra de Villoro recordaba que no mucho antes había visto la película del mismo título del polaco Pawel Pawlikowski. Otra historia de amor, con el muro en perspectiva, de dos jóvenes artistas polacos entrampados en el infierno de hipocresías y delaciones del socialismo real. Pero la estética de Villoro ha resultado, a la larga, más polaca que la de Pawlikowski, quien hizo una película llena de jazz, cafés y buhardillas, como el París de Chet Baker.

La Guerra Fría de Villoro es una prolongación berlinesa del sexo, drogas y rock and roll de los años hippies en California. Su exploración del amor de este lado del muro pone énfasis sobre los juegos de la toxicidad en los afectos de aquella época. El amor en la Guerra Fría estaba atravesado por pasiones que, de algún modo, trasplantaban la pugna ideológica global a estrechos apartamentos de grises y enormes edificios. En el caso de la obra de Villoro, un apartamento ocupado por dos jóvenes mexicanos en un multifamiliar abandonado.

Quienes fuimos jóvenes al final de la Guerra Fría podemos reconocer la retórica de los pleitos sentimentales de aquellos años: los amagos de vivir al límite, el odio a todo lo que pareciera burgués, el machismo contenido o disfrazado de liberalidad juvenil, la contradicción sofocante entre libertad y responsabilidad o la presión despiadada de las familias, las universidades y el mercado. Vivir la juventud al final de la Guerra Fría implicaba, además de todo lo que se cree intemporal, dar por sentado que había siempre una realidad alternativa detrás del muro.

Era aquella una sensación que, como ha expuesto mejor que nadie Slavoj Žižek en El acoso de las fantasías (1999), se sentía con la misma intensidad desde cualquiera de los dos territorios: el Este o el Oeste. Unos fantaseaban con la libertad del capitalismo y otros con la igualdad del comunismo. Era parejo aquel equívoco, que en los últimos treinta años ha quedado refutado por un futuro entonces inimaginable. Ni eran tan iguales los socialismos reales ni tan libres las democracias occidentales.

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RAFAEL ROJAS
Rafael Rojas (Santa Clara, Cuba, 1965). Es historiador y ensayista. Licenciado en Filosofía por la Universidad de La Habana, y doctor en Historia por El Colegio de México. Es colaborador habitual de la revista Letras Libres y el diario El País, y es miembro del consejo editorial de la revista Istor del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE). Ha publicado los libros: Un banquete canónico (2000), Revolución, disidencias y exilio intelectual cubano (2006), La vanguardia peregrina. El escritor cubano, la tradición y el exilio (2013), entre otros. Desde julio de 2019 ocupa la silla 11 de la Academia Mexicana de la Historia.

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