Alfredo Guevara
Alfredo Guevara (FOTO IPS Cuba)

Han pasado unos cuántos años de la muerte de Alfredo Guevara. No sé la cifra exacta ni me interesa; pongamos que unos diez. Y noto con asombro que cada vez que sale su nombre a relucir la mayoría de la gente evita hablar de él. Quizás por miedo a represalias de los acólitos que defienden su “memoria”, su “legado”, y ese tipo de pretensiones. O simplemente por temor a que al invocarlo automáticamente empiecen a ocurrir desgracias. Me percato de que esa criatura tóxica fue alguien que casi todo el mundo quiere olvidar. Es completamente lógico tratándose del mayor bicharraco cultural del fascismo cubano.

Su lista de desmanes parece infinita, las anécdotas que atestiguan su desastroso proceder alimentan montañas. No conozco a nadie que hable bien de él ni a nadie relacionado con el cine cubano que no haya sido su víctima durante los aproximadamente cuarenta años que presidió el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC). Estuvo ahí con su cetro abusador desde principios de los sesenta hasta el ochenta. La década de los ochenta fue presidida por Julio García Espinosa; para mí el mejor período, del que hablaré más tarde. Y luego volvió el monstruo a destrozar los noventas y parte de los dos mil. Cuatro décadas creándose la merecida leyenda negra que acompaña su fantasma.

A mí también me da una pereza terrible ponerme a hablar de quien me revuelve el estómago, pero escribir mi testimonio ha sido un exorcismo que me debía desde hace más de veinte años; y me parece utilísimo compartirlo, pues le serviría a las jóvenes generaciones (que ya no lo padecen) para comprender mejor los horrores de un pasado aún no extinto.

Marzel en la época del ISDI | Rialta
Marzel en la época del ISDI

Yo empecé a hacer cine justamente en 1990, y sorprendentemente mi primer corto (A Norman Mc Laren) fue un éxito tan grande que incluso me premiaron con un Coral. Tenía 23 años y era bastante ingenuo. Aún Julio García Espinosa dirigía el ICAIC, y se ocupó de gestionar un encuentro de los cineastas establecidos con varios de los jóvenes que habían destacado en la más reciente Muestra de Cine Joven. En una de las salas de proyecciones del ICAIC, con la presencia de muchos consagrados incluido él, se proyectaron nuestros cortos y hubo debates donde ellos nos preguntaban cosas y de paso nos conocían. Fue muy agradable aquello; salí sintiéndome respetado, atendido, escuchado. Pensé que ineludiblemente mi continuidad en el cine cubano sería segura. Qué equivocado estaba.

Siendo un satélite del ICAIC seguí haciendo mis cortos (fiel a mi línea experimental posmoderna) en el Cineclub Sigma y luego en la Escuela Internacional de Cine y TV (EICTV). Al graduarme, me fui a Costa Rica, pero al cabo de dos meses regresé convencido de mi futuro prometedor en la cinematografía cubana.

Pepe Horta, el entonces director del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, me había abierto tiempo atrás las puertas del ICAIC. Habiéndome rechazado (según él, por grosero) el guion de un mediometraje, ahora me le presentaba con el proyecto Marzel… a Spinetta, un corto musical muy barato que sí le gustó. Me dijo: “Espérame un ratico, que voy a la oficina de Alfredo para que lo apruebe”. Se desplazó a la última estancia y volvió con la misión cumplida (aclaro que en esa época la oficina del Festival estaba en el piso 7 del ICAIC, a unos pasos de la presidencia). Inmediatamente, el corto entró en producción y fue filmado, editado y posproducido con todas esas comodidades industriales a las que uno se acostumbra rapidísimo.

Poco tiempo después, amanecimos con la sorpresa de que Pepe Horta se había ido para Miami, y alrededor de ese hecho hubo muchas especulaciones. Siempre primó la sospecha de que había tenido problemas graves con Alfredo, de quien se rumoraba que se sentía traicionado, etc. Yo qué sabía. Pepe fue sustituido por Iván Giroud, quien afortunadamente también me quería muchísimo y me encargó el spot del Festival de 1994. Hice algo distinto a lo habitual, como se esperaba de mí. Una animación con otros conceptos que gustó a la cúpula del ICAIC.

Ese año tuve presencia doble en la selección de la muestra cubana, que se estrenó una noche especial en el cine Chaplin. El programa era: mi spot, mi corto Marzel… a Spinetta, el mediometraje Madagascar de Fernando Pérez, y el documental Silencio, se filma Fresa y Chocolate de Rebeca Chávez. En medio de todo aquel porompompon yo alucinaba con que indudablemente había entrado en el ICAIC, ese coto cerradísimo donde se producía el poquísimo cine de la isla. Me había tocado un privilegio supuestamente difícil de conseguir, y eso (me lo mereciera o no) es tener mucha suerte. O eso creía.

- Anuncio -Maestría Anfibia

En esa edición del Festival asistí a un episodio de censura perpetrado por Alfredo. El mediometraje Melodrama, de Rolando Díaz, había sido excluido de la sección competitiva, para ser exhibido una sola vez fuera de concurso, una mañana temprano en el Chaplin. Por supuesto fui, y aquello rebosaba de gente en solidaridad con Rolando. La peli era una comedia divertida y bien hecha, con buen guion y Verónica López haciendo un papelón, muy en la línea de Los pájaros tirándole a la escopeta. Nadie vio ahí atisbos de nada típicamente censurable en el régimen comunista, pues no se metía con la revolución. Quizás a Alfredo le parecería una folklorada chusma muy alejada de los cánones que hubiese preferido él; o simplemente le caía mal Rolando. El caso es que su capricho le bastaba para destrozar al director y su película. Ahí empecé a tomar verdadera conciencia de quién era ese señor de armas tomar, que hacía y deshacía lo que le diera la gana porque sí y punto, con toda la impunidad del mundo. Muy poco tiempo antes había censurado también un largo que nunca vi: Hoy como ayer, de Rapi Diego. Iba con la catana en la mano, sin dudas.

No conozco a nadie que hable bien de Alfredo Guevara ni a nadie relacionado con el cine cubano que no haya sido su víctima durante los aproximadamente cuarenta años que presidió el ICAIC.

Era una persona extrañísima, de una extravagancia nada tropical ni socialista. Un viejo bajito, gordito, rosadito y calvo con unas gafas graduadas enormes. Homosexual no practicante (por decirlo de algún modo), inaccesible, intratable, arrogante y déspota. Le gustaba parecer un aristócrata europeo que está por encima de los demás. De hecho hablaba arrastrando la erre como si fuera francófono nativo (¿imitaba a Alejo Carpentier?). Iba con su eterna chaquetilla oscura por encima de los hombros; ya hiciera frío, calor, lloviera, tronara o relampagueara. El perrito lanudo blanco (llamado aproximadamente Bacchus) en su brazo izquierdo; y en el derecho las papelerías con que gestionaba sus atrocidades. Miraba al frente evitando fijarse en la plebe; y su boca rojiza (que más bien parecía un tajazo en la cara) rezumaba desprecio y babilla.

A mí no me trataba nunca; yo no existía si estaba a su alrededor. Cada vez que llegaba al ICAIC se repetía el mismo ritual que recordaba a la graciosa película El marqués del Grillo con Luis de Funes: el chofer se bajaba del carro y le abría, él salía todo digno y era acompañado hasta el ascensor por ese hombre que para él sería un criado. La recepcionista llamaba al séptimo piso avisando, y arriba lo recibía alguien (Lourdes de los Santos, Mimí Fonseca…) que lo acompañaba por el pasillo hasta el final, donde estaba su “suite”. Un día (uffff) coincidí con él en el ascensor, y el muro de hielo entre ambos era palpable. Para romper la tensión acaricié al perrito y él me miró abriendo los ojos inquisitivamente. Obviamente yo no le gustaba y no sabía qué hacer conmigo. A partir de ahí le fui cogiendo el gusto a ser levemente irritante (y así sacarlo un poco de quicio) cada vez que me lo topaba.

En los pasillos del ICAIC me encontraba muy a menudo con Ricardo Vega y Kiki Álvarez (con quienes me llevaba muy bien). Ellos venían de hacer pequeñas películas semiindependientes cuando el período de Julio García Espinosa, y lógicamente pretendían seguir haciendo sus cosas. También andaba por ahí el simpático Aarón Vega Granados, quien guiado por Ferreiro dirigía no recuerdo qué publicidades relacionadas con la institución. Pero todos los rumores apuntaban a que el nuevo “favorito” de Alfredo era Arturo Sotto, un muchacho alto de cara bonita que se había graduado en la EICTV en la generación anterior a la mía (la de Jorge Molina).

Según los bulos que el mismo Alfredo Guevara había echado a andar, era ya el momento de dar “luz verde” a los jóvenes. A mí todo aquello me chirriaba por varias razones. A ver, la mayoría de cineastas de mi generación se había ido. Unos porque ya estaban quemados, otros porque preferían ni intentar lidiar con Alfredo; todos huyéndole a una situación social insostenible. Jorge Molina sí estaba en La Habana, pero siempre tuvo claro que él no era carne de ICAIC. Cuba estaba en los peores momentos de su historia, en el abismo económico más profundo. Si la industria del cine siempre había sido pobre, ahora que estaba en la absoluta miseria, ¿habría cabida para más cineastas aún? Además, históricamente los directores conseguían hacer su ópera prima de ficción alrededor de los 40 años, y en mi generación estábamos todos entre los 25 y los 30. ¿Largometrajes para jóvenes? No me lo creía, pero por si acaso había empezado a reescribir un largo junto a mi amiga Jania Pérez Ros.

Algo se traía Alfredo entre manos, pues cogió a Ricardo, Kiki y Arturo para presentarlos como las jóvenes promesas, y los paseó por no recuerdo qué países de Latinoamérica poniendo sus peliculitas en festivales, promocionándolos.

Ocurrió otro apoteósico episodio de censura, más bien de acoso y derribo: el talentoso director Orlando Rojas (que tenía en su haber tres películas brillantes: Una novia para David, Papeles secundarios y el corto de media hora Fortuna, lo que ha querido) empezó a filmar su tercer largo (“Cerrado por reformas”). No sé cuáles eran las discordias entre el sátrapa y él, pero se agudizaron al punto de que Alfredo paró el rodaje a la semana, sin importarle en lo más mínimo echar a perder todo el trabajo de preproducción y el correspondiente dinero ya invertido. Parece ser que Orlando se le enfrentó, le gritó, le dijo las cuatro verdades. De modo que ese rodaje no se reactivó jamás y Orlando estuvo castigado nueve años (¡nueve!) sin filmar hasta que pudo hacer Las noches de Constantinopla y seguidamente irse a Estados Unidos para siempre. El caso Orlando es el proceso más cruel y angustioso de que fui testigo.

Manuel Marzel
Manuel Marzel

Poco después del desastre de “Cerrado por reformas” empezó el rodaje de Oreja de pan, la ópera prima de Arturo Sotto, que luego se llamaría Pon tu pensamiento en mí. Se trataba de un largo con todos los hierros, como dios manda. Yo, que a veces peco de demasiada suspicacia, alguna vez pensé que Alfredo cogió el dinero de la no película de Orlando para emplearlo en la de Arturo. Es un razonamiento algo disparatado, pero ese viejo maligno era capaz de cualquier cosa. Ahí lo dejo.

El resto de la “luz verde” para los jóvenes consistió en lo siguiente. A Ricardo Vega le censuró un guion de largo escrito por Zoé Valdés, y le posprodujo Te quiero y te llevo al cine, que no era más que empatar los tres cortos semindependientes que había hecho en la época de Julio. A Kiki Álvarez le produjo La ola, una película muy sencillita y baratica de esas de planos interminables, que estirándola un poco llegaría a ser un largo. Pero, vamos, una cosita semiprofesional que prácticamente tuvo que hacerla como pudiera. Luego a Fernando Timossi (que vivía en Venezuela) le posprodujo Blue Moon, un corto de media hora que ya estaba filmado. A Manolito Rodríguez le produjo (en condiciones bastante cutres también) otro corto de media hora llamado El Sardina. Y a mí más adelante me dejaría hacer el spot festivalero de 1995, que fue una cosa carísima. De esa experiencia alucinante hablo ahora.

Iván Giroud volvió a proponerme el spot del Festival. Y esta vez quise salirme de la animación baratica para hacer algo completamente frívolo, nocturno y espectacular; una ficción musical filmada. Me encantaba la arquitectura de los cines habaneros. ¿Por qué no engalanar con mucho swing a un montón de jóvenes de la farándula (a quienes conocía) y hacerlos corretear por varios de esos cines mientras doblan alegremente un jingle bien capitalista cuya letra diga toda la información? Los cines deberían aparentar esplendor, como si viviéramos en una ciudad pujante. Se trataba de una fantasía evasiva muy irónica y cara de rodar. Quería que fuera lo más cara posible. Ya que había dinero para tirar en Arturo Sotto, ¿por qué no tirarlo también en recrear una Habana ideal?

A la gente de la Oficina del Festival (Iván, Anita Rodríguez, Toti Morriña), así como a Ferreiro, les fascinó la idea y agregaron el Capitolio, el Hotel Nacional y el faro del Morro, cuya luz giratoria pasaría por algunos planos. Le presentaron el proyecto a Alfredo y asombrosamente cayó rendido sin ningún reparo. Loco de alegría decidió gastar en eso lo que fuera. Mucho tiempo después comprendí que él no lo había interpretado con ironía, sino que realmente vio el filón de ofrecer al mundo la imagen de la ciudad que le convenía a él y a su destartalada revolución. O sea, que mis motivos para hacerlo fueron diferentes a los suyos. Y esto es interesantísimo.

Los cines que elegimos para rodar estaban hechos polvo, de modo que se desplegó un dispositivo para reparar las fachadas. Al portal del Yara hubo que reponerle casi todos sus bombillos, que son cientos. Los neones de otros, también. Hubo que sustituir vidrios rotos, reformar muros, pintar… Se hizo lo que hiciera falta para dejarlos fotogénicos. Todo por la apariencia. Ese spot fue una verdadera superproducción con 46 figurantes, camiones de luces, dollys, grúas, cables, maquillistas y peluqueros, iluminadores, ambientadores, dos asistentes de dirección, transportes, locales, caterings, un equipo de cámara fabuloso, 7 noches de rodaje… El demonio y la capa; unas condiciones industriales de primera, y todo en medio de una miseria espantosa.

Alfredo Guevara dijo en una conferencia de prensa que, de la muestra cubana de ese año, el plato fuerte era la película de Arturo Sotto –un genio– Pon tu pensamiento en mí, una obra maestra que nos sorprendería a todos. En otra conferencia, Arturo dijo que él, como Orson Welles, había hecho su ópera prima a los 26 años. Guevara mantuvo en secreto el título de la película que inauguraría el Festival en el teatro Karl Marx, y todo el mundo pensaba y comentaba: “Claro, la de Arturo”.

Pon tu pensamiento en no obtuvo ningún premio ni mención ni reconocimiento ni nada, y Alfredo se lo tomó como algo personal de los miembros del jurado contra él. Eso significó un gran ataque de furia en su oficina con gritaderas, tiraderas de puertas, sillas y lo que se le interpusiera. Algo histórico. No se hizo esperar su venganza contra el mundo poniendo en producción, en cuanto pudo, la segunda película de Arturo: Amor vertical.

Pero volvamos a “mi caso”, retrocediendo unos cuántos meses.

Jania y yo terminamos el guion que pretendía ser mi ópera prima. Se llamaba “Ti” y era una comedia un poco irreal sobre un grupo de tres jóvenes artistas posmodernos en medio de una realidad esperpéntica aunque evasivamente divertida. Con mucho sentido del humor, había momentos de látigo fuerte a la dictadura. Los artistas se liaban con los tres integrantes de una familia extranjera que vivía en Cuba y terminaban yéndose todos. El final era buenísimo, pues la pareja de policías que los acosaba todo el tiempo se iba con ellos.

Le entregamos el guion a Iván Giroud, que actuó siempre como intermediario con Alfredo. Ahora lo que tocaba era esperar a que se lo leyera y diera su veredicto. Se demoró casi un año desesperante, y en tanto yo me ocupé de los spots y carteles.

Diseñé (a veces junto a Eduardo Marín) varios carteles de cine, de los que el bicharraco censuró cuatro. El de Marzel… a Spinetta era una parodia del de Lucía, un clásico de Raúl Martínez. Le dio el batazo sin explicaciones, pero por esos días casualmente se murió el famoso pintor pop, y entonces retomé el cartel y puse al lado de mi firma: “A la memoria de Raúl Martínez”, y entonces sí lo aprobó. Ese se salvó. El de Derecho de asilo también cayó, suponemos que porque era una intervención artística sobre la ampliación de un fragmento de un billete de dólar.

Otro cartel para anunciar el Festival lo rechazó porque era el faro del Morro emitiendo una luz que era la onda del logotipo de Coca Cola. Sabíamos que ese sería eliminado, pero de cualquier modo quisimos provocarlo. Y el cuarto fue un cartel para anunciar el MECLA (Mercado del Cine Latinoamericano), que era un código de barras con forma de claqueta. Lo censuró porque no le sugería “mercado del cine”, sino “cine comercial”.

Fui citado por el guionista Senel Paz, que desde el éxito mundial de Fresa y chocolate se había convertido en el analista dramatúrgico de los guiones presentados a Alfredo. Según él, su labor no comprendía analizar el contenido, sólo la dramaturgia. Pero siempre estuvo presente ahí cierta animadversión porque en el guion “Ti” nos burlábamos abiertamente de Fresa y chocolate bajo otro título: Melocotones con mayonesa. Como yo lo conocía ya, le había dicho que a mí esa película no me gustaba nada, lo cuál no le había gustado a él. Las relaciones con ese hombre siempre fueron tensas. Yo sabía que ese guion tenía problemas, y que todo lo que me decía de manera abstracta era cierto, pues lo consideraba un buen dramaturgo; sin embargo, no me lo sabía explicar. De cualquier modo (es largo de contar y no viene al caso), la falta de empatía mutua empeoró las cosas y aquello terminó fatal.

Pasaban los meses y el viejo censor no daba razones. Jania y yo vivíamos en la inquietud, y nos poníamos a criticarlo y burlarnos de él. A ella se le ocurrió el mejor apodo que he oído de Alfredo: La Guevarona. Iván Giroud me recomendó que le escribiera una carta que él le entregaría. Así lo hice y a los pocos días me llamó Mimí. El motivo era que Alfredo me había contratado; o sea, que pasaba a ser oficialmente parte de la plantilla del ICAIC y tendría mi sueldo mensual. Vaya, eso no era lo que reclamaba yo. Me respondía con una de sus típicas maniobras: amagar y no dar para ir ganando tiempo. Qué tipejo. Mi salario empezó a ser lo reglamentado en mi caso: 198 pesos. Esa ridícula cantidad ni siquiera me había interesado nunca, pues años atrás (antes de la debacle total que incluía la inflacionaria) era dinero, pero ahora no valía casi nada. Su equivalente en dólares llegaba tal vez a 10. De modo que empecé a ser un director asalariado del ICAIC. ¿Había buenas señales en eso para “Ti”? Quién sabía.

En una de esas ediciones del Festival, Toti Morriña me invitó a que fuera una noche a una especie de cóctel-fiesta con acceso muy restringido en una suite maravillosa del Hotel Nacional. En una zona de la estancia, estaba La Guevarona sentada en una poltrona rodeada de un grupo de jóvenes guapísimos, extranjeros que se habían dispuesto a su alrededor, en sillas o en la alfombra. Eran muy simpáticos y lo tenían a él embelesado como una pascua, riéndose a carcajadas. Vaya, el monstruo se reía. Pero aquello era muy exagerado, como teatral. No sé quiénes eran los efebos (me enteré que norteamericanos), ni si tenían algo que ver con el cine, ni qué truculencia se traía él con ellos. No paraba de regodearse en su guarapachanga, y yo me preguntaba si lo hacía también para que le viéramos los cubanos sometidos por él que estábamos allí. Me pareció un espectáculo lamentable. Qué asco de tipo.

Cuando los rodajes del mega-spot, la noche que estábamos en la zona del Floridita, lo vi de lejos con un grupo de extranjeros. Estaba como enseñándoles el rodaje y me pareció que quería pasar desapercibido. A mí ni se acercó, desde luego.

La estructura de dominio de Alfredo Guevara en el ICAIC era un calco de la general de la dictadura: una monarquía feudal decadente cuyos rasgos imprescindibles eran la arbitrariedad y la corrupción.

En una ocasión, Ferreiro me propuso que dirigiera una publicidad para vender los servicios del AVID (el primer AVID que hubo en Cuba), que estaba en el ICAIC. Establecimos una cita donde estaría Alfredo, y yo debería ir con una idea para debatirla con él. Llegó el día y fue la primera vez que ese señor se dignó a hablar conmigo. Mi idea era coger fragmentos de la película Vértigo de Hitchcock, y aplicarles la mayor cantidad de efectos digitales posibles para crear más vértigo aún. La v de vértigo se convertía en la v de AVID. A él le gustó, pero siempre se mantuvo muy parco, muy reservado. Esa publicidad nunca se pudo hacer porque increíblemente no existía en Cuba una copia en video de Vértigo que sirviera. Pero lo más curioso de ese encuentro, fue mi sospecha de que había sido preparado por él (con la excusa de la publi) para tenerme cerca un rato y testarme. Mientras me escuchaba, me di cuenta de que ese hombre en realidad no sabía quién era yo ni había visto mis famosos cortos. O si los vio, no los entendió. Creo que no podía descifrarme; como que no le cabía en la cabeza que ese espécimen que manejaba otros cánones incomprensibles para él (por desfasado y carca), estuviera ahí exigiéndole sus derechos. No me consideraba de “su” mundo (como si la industria cubana del cine fuera suya). Estoy convencido de que nunca tuvo una auténtica opinión sobre mí, sino que se movía de acuerdo a lo que la gente a su alrededor (que sí me quería y entendía) le contaba de mí. Me molestaba mucho que el presidente del cine cubano viviera de espaldas a la inmensa mayoría de los creadores. Era su deber atenderlos, entenderlos, encaminar sus proyectos… Supuestamente para eso estaba ahí.

Unos meses atrás, en la EICTV, unos periodistas argentinos estuvieron haciendo un reportaje sobre la escuela. Vieron mis cortos, les encantaron y quisieron entrevistarme para su revista de cine. Entre otros asuntos, me preguntaron sobre mi situación actual, mis expectativas. Al darme en la tecla, me despaché despotricando contra “el Rey”. La mayor lindeza que largué fue: “ese señor está completamente desprestigiado”. Bueno, pues me llamó de la EICTV mi amigo Raúl Fidel Capote para avisarme que el lote de revistas argentinas correspondientes a la escuela ya había llegado; que fuera a recoger mis ejemplares. Cuando leí aquello casi me da un síncope, y lo peor es que el lote similar que le tocaba al ICAIC seguramente ya les habría llegado. Si La Guevarona leía eso me mandaría directamente a la guillotina.

Entré en pánico y viví esa típica secuencia que se ha visto en muchas películas: la de incautar todos los ejemplares y llevármelos a casa. Pero vivía intranquilo pensando que el monstruo tendría fácil acceso a esa bomba. Me pasé días convenciéndome de que lo mejor que podía hacer era presentármele y confesar, en vez de que se enterara por sí mismo o por otros que le fueran con el chisme. Le pedí cita a Mimí explicándole que se trataba de un asunto muy grave. A los días la tuve y fui para allá con un ejemplar de la revista.

No la había leído. Muerto de miedo le mentí con que los periodistas hicieron lo que quisieron con mis palabras…, de manera que el resultado final no era exactamente lo que dije…, que “en esa entrevista tal parece que yo estoy hablando mal de…” Abrió los ojos, temeroso:

—¡¿De la Revolución?!

—No, de la Revolución no. De… usted.

—Ahhhhhhhh… (mueca de alivio restando toda importancia).

Le daba absolutamente igual que se se hablara mal de él. Estaría acostumbradísimo, claro.

—Te llamé también para hablarte de tu guion.

¿Cómo? ¿Ahora mismo? ¿Sin avisar? No me lo esperaba en ese momento, la verdad. Pensé que se guiaría por la opinión de Senel para darme instrucciones de cómo mejorarlo… Nada de eso:

—Ante todo, te digo que escribes bien. Es fácil leerte.

Y súbitamente estalló encolerizado:

—Pero, ¡¿qué es lo que tú tienes en la cabeza, chico?! ¡¿Tú estás loco o qué te pasa?! ¡¿Tú no te das cuenta de la cantidad de BARBARIDADES que has escrito ahí?! ¡¿Pero en qué mundo tú vives?! ¡¿Cómo se te ocurre pensar que vas a poder hacer esa película?! ¡¿Estás loco?! ¡Yo no te puedo permitir esa película!…

Y ahora viene lo más interesante:

—¡¿Tú no te das cuenta de lo que yo tengo encima?! ¡Yo no te PUEDO dejar hacer esa película!

Cogió cuerda porque tenía la sangre caliente:

—¡¿Y esa juventud que tú reflejas ahí… Qué juventud es esa?!

—Esa juventud existe.

—¡Existe, pero no sirve! ¡Esa juventud no sirve y no nos interesa! ¡Eso es una panda de drogadictos que no saben vivir! ¡Y tú no sabes vivir!

Pensé: “Oh, sí, tú sí que sabes vivir siendo un lamebotas de Fidel Castro”. Se relajó y empezó a divagar por una serie de asuntos inconexos, entre ellos el melodrama y La Biblia. Yo tenía ganas de que acabara y miraba discretamente a mi alrededor. El perrito Bacchus jugaba en una montaña de papeles donde se adivinaban varios guiones que correrían quién sabe qué suerte. Y llegamos al final:

—Si tú quieres escribes otro guion y yo te lo miro. Porque te aseguro que ESA PELÍCULA – NO LA VAS – A HACER.

Salí de ahí con sensación de mareo, como si me hubieran apuñalado 24 veces por segundo. En la Oficina del Festival me dieron el pésame y más tarde a mi querida Lourdes de los Santos casi se le salen las lágrimas. Su reacción inmediata fue regalarme un bocadito de jamón y queso (en España se llamaría sándwich de jamón york y queso) que traía en las manos.

Lógicamente caí en una depresión profunda, me puse flaquísimo, lleno de granos y alcoholizadísimo con chispaetrén, duermeteminiño y esperameenelsuelocorazón. Mi aspecto y mi ánimo eran lamentables. Llegué a sentirme tan desgraciado que me pasó por la cabeza asesinar a Bacchus para que su dueño sufriera tanto como yo. Mi amigo Manuel Iglesias estaba preocupado. Un día Pastor Vega (que era un tipo encantador) me abordó condescendiente: “Me gustaría saber qué es lo que te está pasando porque no te veo nada bien. ¿Tú estás pasando hambre?” Me hizo gracia: “No, Pastor, mi problema grave no es la comida. Es una cosa interna…” A Pastor aquello no le resultaba extraño porque había visto ya muchísimos casos parecidos al mío durante unos cuantos años.

¿Cómo era posible que ese hijo de puta no me dejara hacer esa película tan divertida que sería tan sanadora y ayudaría a reírnos del absurdo decadente en que chapoleteábamos? Qué estúpido. Pero claro, como bien sugirió, si la tormenta no me la tiraba él a mí, se la tiraría Fidel a él. Era una cadena de tormentas y terrores. Qué gentuza. Eso no era mi mundo y siempre había querido irme; pero pensaba hacerlo más adelante en mejor situación coyuntural, habiendo hecho por lo menos un largo. Ya no habría ese largo, y si intentaba hacer otro tendría que dejarme moldear por Alfredo para hacer un cine de mierda y convertirme yo mismo en una mierda. Y además demoraría varios años más, y yo estaba rehartísimo de tanta miseria y horror. Qué va qué va, me tenía que ir. Existía una probabilidad de España que fue posible. Iván recibió por fax la carta de invitación, y la Oficina del Festival me gestionó toda la burocracia del pasaporte y visado.

En la clausura del Festival de 1996 (mediados de diciembre) en el teatro Karl Marx, Alfredo Guevara largó un discurso patriotero-suicida con el mismo relato de siempre: acusar a Estados Unidos de nuestras desgracias nacionales, adoptando el típico victimismo de que preferimos morir y hundirnos en el mar que perder nuestra dignidad de nación soberana independiente, etc. Y todo con un tono trágico y heroico, con sus gritos histriónicos y todo. A dónde había llegado esa isla desgraciada; hasta qué extremo ese fascismo rancio seguiría imponiendo la mentira y el crimen. Hasta cuándo el espanto. Olía a muerte, las aura tiñosas revoloteaban en la turbia negrura. Qué malestar general, qué sensación estomacal de pérdida, peligro y desasosiego.

De todas las cosas que me llevaría, las fundamentales (y que ocupaban bastante espacio) eran las latas de películas, los casetones Umatic y Betacam donde estaban los masters de mis cosas, y el Premio Coral. Tenía 29 años y había hecho 7 buenos cortos experimentales además de otras cositas. No estaba mal, la verdad.

No tenía un céntimo y mi hermana mayor me regaló 20 dólares. En el aeropuerto ya quise sentirme algo capitalista y gasté 6. O sea llegaría a Madrid con 14 dólares. Era el 14 de febrero de 1997 e iba monísimo con mi pelazo y botas de tacón. Al subir las escalerillas y entrar, una azafata me miró de arriba a abajo y me dijo: “Usted, venga conmigo”. Me asusté muchísimo pensando que a última hora Alfredo Guevara había mandado a detenerme para no dejarme ir. Atravesamos la clase turista y pasamos a primera clase. Vaya, qué cambio. Pero pasamos además a gran clase. ¡Wao! La azafata me señaló un butacón maravilloso. “Usted aquí”. Qué cosa más rara, ¿me habrían pagado gran clase? Luego lo entendí todo: cada vez que falla un viajero de gran clase, las azafatas buscan entre los pasajeros de clase turista a la persona visualmente más adecuada para hacerle ese regalazo; y me tocó a mí. Cuando ya se alejaba el último vestigio de tierra cubana y estaba yo echado en mi butaca con la primera copa de un whisky espectacular, miraba las nubes allá abajo y empezaba a preguntarme: “¿Qué es exactamente lo que me ha pasado?”

Castro Guevara
Fidel Castro y Alfredo Guevara, alrededor de 1962

En España, bien lejos de la pesadilla cubana, he leído un sinfín de artículos y libros sobre historia de Cuba, historia de la Revolución cubana, historia del ICAIC y del cine cubano en general… Y cómo no, sobre Alfredo Guevara. He conocido a otros cubanos de épocas anteriores que me han contado sus anécdotas… Me he empapado bastante, y todo eso me ha permitido crearme una visión externa de la barbarie comunista y llegar a conclusiones peores aún.

Mi súbito miedo a ser detenido por agentes de Alfredo en el avión era completamente ingenuo y descabellado, pues a toda la gente que se convertía para él en un estorbo les ponía puente de plata. Prefería que se fueran y los inducía a ello. Bien lejos ya se los quitaba de encima y se ahorraba reprimirlos dentro de la isla.

Su estructura de dominio del ICAIC era un calco de la general de la dictadura: una monarquía feudal decadente cuyos rasgos imprescindibles eran la arbitrariedad y la corrupción. Si Fidel Castro era el Rey, Raúl era el Príncipe que controlaba las Fuerzas Armadas. Luego venían los Duques, y Alfredo era el Duque del cine, aunque su metástasis llegaba a muchas otras zonas de la cultura; y sobre todo era uña y carne con el Caballón. O sea, el Duque era más bien un Gran Duque. Su infinita admiración y amor a Fidel (fanatismo puro y duro) lo llevó a la más absoluta entrega, a darlo todo por la revolución. Era su religión, su verdad, la razón de su existencia. Yo pienso que Fidel fue el gran amor platónico de su vida. Tengo entendido que también le ponía muchísimo otro líder comunista muy carismático de los años veinte: Julio Antonio Mella.

La Guevarona dirigía el ICAIC (una institución del Estado) como si fuese una productora privada suya, favorecía a quien le diera la gana sin necesidad de darle explicaciones a nadie; con la ventaja de que el dinero (al ser público) se podía malgastar, directamente lo tiraba, ni siquiera se preocupaba por recuperarlo… Un auténtico desastre. Claro, él pensaría: “el Estado somos nosotros”. Su función ahí fue exactamente la que ejecutó: meter en cintura a todo el mundo y desechar como fuera posible a los que no podía manipular, porque esos no le servían para sus propósitos.

Es decir, su objetivo era conformar una cinematografía que fuera a gusto de Fidel, y al Caballón lo que le encantaba era crear una imagen positiva (aunque “compleja” e “imperfecta”) de su “nueva sociedad” ante el mundo. Esa imagen incluía (cómo no) la crítica a los “errores” de la revolución, que por supuesto debía ser superficial, “constructiva”, sin ahondar jamás en el verdadero problema. Bajo esas premisas básicas, Alfredo Guevara creaba el estado cinematográfico adecuado que necesitaba el gran líder. Y lo hacía a su particular manera. Aquí es donde viene su “talento”, su “genio”.

A ver, en cualquier sociedad que pueda considerarse “normal” la atmósfera cultural, intelectual, artística… se alimenta con el devenir natural de una serie de factores (personalidades creadoras que aparecen y se mantienen, cánones, financiamientos, condicionantes sociales y políticas, códigos de lenguaje, tendencias…) que van confluyendo prácticamente por azar y ocurriendo. Y luego se escribe sobre cómo sucedió. La historia no se puede prescribir.

Bueno, pues en el caso del cine cubano, Alfredo Guevara sí inventaba el estado de las cosas de acuerdo a la propaganda de la revolución que se debía ofrecer en cada momento. Y siempre fue así. Él cogía los ingredientes que había (los cineastas entre ellos) y los manipulaba en función del resultado deseado. Y los elaboraba largamente como un alquimista, con mucha paciencia y gran espíritu sibilino.

Por ejemplo, refiriéndome a los testimonios que viví yo en los noventa, no sé si Fidel le exigió que debía haber jóvenes en el cotarro o si se le ocurrió a él. El caso es que mi teoría es la siguiente: no sé por qué razón se obsesionó con Arturo Sotto y quiso lanzarlo a la gloria socialista; evidentemente tuvo que buscar una buena excusa para que no fuera tan escandaloso. Se inventó lo de la “luz verde” a los jóvenes; agarró a los que andábamos por allí, publicitó por Latinoamérica a tres; y finalmente nos dio migajas a los demás para darle a Arturo el pastel (o sea, dos pasteles). Y así la revolución quedaba ante la opinión pública como un Estado que realmente le abría camino a la pujante juventud renovadora, cuando, en realidad, la mayoría de los cineastas jóvenes se había ido, otros que permanecían en Cuba ni se atrevían a acercarse al ICAIC, los de provincia sencillamente no existían, y con los que pululábamos por allí había que hacer el mejunje. Hemos sido siempre apenas fichas en su tablero macabro, juguetes en manos de un enfermo de cinismo. Ahí jamás hubo respeto ni consideración por nadie. La inteligencia y el talento eran lo de menos. El requisito fundamental era ser manipulable.

Muchas veces el talento y la integridad van juntas. Esos casos eran sus huesos difíciles de roer. Y para él, Titón, Tomás Gutiérrez Alea, fue el más duro, el que no pudo derribar. Vivo convencido de que Alfredo Guevara era un gran envidioso de talento. Últimamente me he enterado de que quiso ser poeta, oye para allá. Eso no era un intelectual ni la cabeza de un guanajo. Su palabrería altisonante, farragosa y aburridísima no decía nada, porque lo que largaba era un cantinfleo disfrazado de erudición. Con tanto intelectual brillante que ha habido en Cuba, ¿cómo se puede respetar y admirar a ese policía farsante? Basta ya de rendirle culto a un mito falso.

Bien distinto fue Julio García Espinosa en los ochentas. Al ser cineasta, entendía a los cineastas bajo su mando; y era una persona normal, accesible, cordial. Estableció una estructura horizontal con tres grupos de creación que gestionaban los proyectos por separado. Debutaron en el largo un montonazo de directores. Era la democracia dentro de la dictadura, porque todos los creadores (de los estilos que fueran) tenían la posibilidad de llevarse su trozo del pastel. La producción fue mucho más prolífica y variada en temáticas y géneros. Unas cuantas de esas películas fueron buenas y exitosas, algunas de ellas las más taquilleras de todos los tiempos. No tengo noticias de que Julio haya censurado algo; más bien ciertas películas de su período fueron censuradas por poderes superiores a él, como Techo de vidrio, de Sergio Giral, y Alicia en el pueblo de Maravillas, de Daniel Díaz Torres. En la presidencia de Julio existía al menos la “libertad” de que cada director se autocensurara a su manera, creándose así su propio lenguaje encubridor, su propia poesía cómplice. Era eso lo preferible dentro de un régimen que no puedes cambiar. Eso o irte. Pero Julio ni por asomo era un sátrapa expresándose Él a través tuyo, sino un funcionario del Estado que hacía su trabajo de la manera más justa posible. La diferencia es abismal.

En cuanto a La Guevarona, sería muy revelador elaborar una lista muy bien investigada de toda la gente de cine que se fue del país motivada sobre todo por sus problemas con ella. Así de memoria (como todo en este artículo, y sin atreverme a confirmar algunos), puedo mencionar a los Villaverde (Fernando y Miñuca), Fausto Canel, Néstor Almendros (que no era cubano), Nicolás Guillén Landrián, Ricardo Vega, Zoé Valdés, Orlando Rojas, yo… Somos muchísimos más, la lista habría que elaborarla bien.

Ese indecente señor, que desdeñaba el cine sosteniendo que su lenguaje es muy inferior al literario (cosa que no es exactamente así), concedió una última entrevista poco tiempo antes de morirse, donde en el culmen de su cinismo soltó una perla muy parecida a esta: “Hemos fracasado con nuestra revolución. ¿Y ahora qué podemos hacer? ¿Suicidarnos?”

No se suicidó. Y los demás tampoco.

Colabora con nuestro trabajo
Somos una asociación civil de carácter no lucrativo, que tiene por objeto principal la promoción y fomento educativo, cultural y artístico. En Rialta nos esforzamos por trabajar con el mayor rigor profesional en la gestión, procesamiento, edición y publicación de los contenidos y la información. Todos nuestros contenidos web son de acceso libre y gratuito. Cualquier contribución es muy valiosa para nuestro futuro.
¿Quieres (y puedes) apoyarnos? Da clic aquí.
¿Tienes otras ideas para ayudarnos? Escríbenos al correo [email protected].

3 comentarios

  1. Bravisimo ! Aparte el talentoso cineasta, tiene valor al denunciar la estructura personalista de ese dictador del Cine, por supuesto à servicio de la dictadura que oprime los artistas y el pueblo cubano.
    Desfrute del privilegio de convivirmos durante su estancia en la EICTV, donde fui su Productor y asistir a muchas de sus peliculas transgresoras, marcadas por una auctoralidade original y potente. VIVA MANUEL MARZEL !

  2. Alfredo Guevara es el culpable de que no hayas hecho tu obra maestra en Cuba. Supongamos que eso es así. Pero eso fue hace mucho tiempo. ¿Quién es el culpable de que no la hayas hecho luego en libertad? ¿él? Hacer, has hecho muy poco: unos corticos, que aún son menos que esa peliculita que nombras de un colega tuyo (feo eso, por cierto). Guillermo Cabrera Infante sufrió más el Guevarismo que tú, Nestor Almendros, también. Uno ganó el Cervantes y el otro el Oscar. O sea, se sobrepusieron al trauma Guevarista con su talento. Sin embargo, todo en Marcel queda reducido a lo que pudo ser, no a lo que realmente es: NADA. Y eso solo tiene un responsable: Tú.

  3. Que fácil tiene la lengua el Julian. Comparar artistas es como comparar aceitunas con remolochas. Cada uno tiene una esencia distinta. A Marzel hay que juzgarlo por la obra que pudo hacer no por el Oscar o el Cervantes que no se ganó. Los cortometrajes de Marzel cuentan entre los más imaginativos y creativos del cine cubano. ¿Qué odio tan desmedido se esconde detrás de opiniones como estas? Qué voluntad de descalificación tan desmedida. Si no nos proponemos cambiar, qué suerte más jodida le espera a la nación cubana. Espero que la catarsis le haya hecho un poco mejor.

Deja un comentario

Escriba su comentario...
Por favor, introduzca su nombre aquí