El decreto ley 373 del Creador Audiovisual y Cinematográfico Independiente, aprobado en marzo de 2019, fue celebrado como una victoria por la mayor parte del gremio en la Isla con todo derecho. Esa disposición fue arrancada a las autoridades después de más de media década de presión, organización y persistencia, en la que hubo no pocos conflictos, indiferencia por parte de los decisores políticos y llamados a rendirse.

Subrayo lo de “arrancada” porque, más allá de que el decreto ley otorgue existencia legal a un aspecto de la realidad social cubana que afecta el escenario más vigilado y acotado por la autoridades –el de la ideología, sobre todo cuando su creación y difusión afecta los criterios que amasan la hegemonía–, se trata del único de su tipo conseguido a partir del decidido activismo de un gremio intelectual sin la intervención definitoria de alguna “organización política y de masas” o de otro ente estatal.

Pero el objetivo final de ese colectivo no era esta disposición, sino una Ley de Cine. Al 373 se llegó tras no poco desgaste. Su promulgación se produjo después que la zona visible del colectivo de cineastas, el conocido como Grupo de los 20, dejara de funcionar y desaparecieran las Asambleas de Cineastas. Entretanto, la censura contra el cine cubano no paró de crecer: tuvimos affaires de ese tenor a propósito de Juan Carlos Cremata en 2015 (un director de cine que fue vetado por su puesta en escena de la pieza teatral El rey se muere, versión de la obra de Eugène Ionesco); Santa y Andrés (Carlos Lechuga, 2016); Quiero hacer una película (Yimit Ramírez, 2018); y, finalmente, Sueños al pairo (José Luis Aparicio Ferrera, Fernando Fraguela, 2020).

Aparte de tales escándalos, que se hicieron públicos y permitieron la decantación de las fuerzas en pugna (el aparato institucional oficial y todas sus cajas de resonancia, incluyendo UNEAC (Unión de Escritores y Artistas de Cuba) y AHS (Asociación Hermanos Saíz), que hablaron a nombre de sus juntas directivas, no de sus integrantes, versus los creadores), hubo otros roces y películas vetadas en diversos contextos que apenas trascendieron. Entre ellas, un operativo de la policía política para impedir la exhibición privada de Nadie (Miguel Coyula, 2017). Ese mismo año, las autoridades de Alquízar prohibieron grabar El proyecto (Alejandro Alonso, 2017) en una comunidad de ese municipio; y en Ciego de Ávila la Seguridad del Estado amenazó al equipo de rodaje de El tren de la línea norte (Marcelo Marín, 2015).

En resumen, el expediente de censura sobre el cine cubano reciente no ha hecho más que crecer y los conflictos que tales episodios generan ya no se dirimen en reuniones privadas o a nivel de la dirección del ICAIC (Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos) y el Ministerio de Cultura, pues aparecen en la prensa y en esa esfera pública paralela en que se han convertido las redes sociales.

El 373, por tanto, al tiempo que reconoce y otorga existencia legal a un fenómeno que sostiene hoy la zona más vital del audiovisual cubano, deja un enorme territorio sin abordar. Permite al “creador audiovisual y cinematográfico independiente” organizarse a partir de un puñado de actividades reconocidas como trabajo privado (o por cuenta propia); abrir cuentas bancarias para gestionar sus producciones; certifica la creación de un depósito legal y archivo de las obras que preserve “la memoria cinematográfica del país”.

Bien mirado, el decreto ley tiene un tono economicista que atiende sobre todo las obligaciones tributarias y los esquemas organizativos, pero se muestra manco por el lado de los derechos. Entre otras cosas, porque una de las demandas esenciales dentro del gremio histórico del cine cubano ha tenido que ver con los márgenes existentes para la expresión artística y para la contestación del sentido común vigente.

En ese sentido, el 373 se limita a indicar en su artículo 15.1: “El Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) es la entidad rectora de la actividad audiovisual y cinematográfica, para ello fomenta y controla la producción, distribución, exhibición, promoción, comercialización y conservación del cine, en estrecha relación con los creadores audiovisuales y cinematográficos independientes; atendiendo a criterios artísticos enmarcados en la tradición cultural cubana y en los fines de la Revolución que la hace posible y garantiza el clima de libertad creadora.”

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Primeramente, la censura de varias de las películas cubanas no ha sido obra directa del ICAIC en los últimos tiempos, sino de cargos oficiales del Ministerio de Cultura, con la participación incluso de directivos de la UNEAC (Unión de Escritores y Artistas de Cuba), la AHS (Asociación Hermanos Saíz) y otros. El caso más sonado fue Santa y Andrés: un grupo de realizadores convocados por el ICAIC aprobaron el filme para su exhibición pública y, pese a su oposición abierta, funcionarios ajenos al cine la vetaron. He ahí un mal antecedente que discute la aparente delegación de funciones que recoge el decreto ley.

Nada en el 373 aclara cuáles son “los fines de la Revolución”, esa definición que en la historia de la cultura del socialismo cubano en general se ha correspondido con los intereses del Estado y del gobierno. Y que cubren desde las célebres “Palabras a los intelectuales” de Fidel Castro hasta las críticas del propio líder a Guantanamera (Tomás Gutiérrez Alea, Juan Carlos Tabío, 1995). En ambos casos, lo que se discutía eran los márgenes de la libertad expresiva del creador frente al poder. Coincidentemente, el motivo del conflicto en los dos fueron obras cinematográficas.

No hay ni ha habido jamás conceptualización sin retórica sobre este asunto. Los “fines de la Revolución” fueron en un tiempo las disposiciones de Luis Pavón; hoy, los posts del youtuber Guerrero Cubano. El 373 pasa por encima de este asunto porque su función es constituyente y reformista, no revolucionaria. Una postergada Ley de Cine debería responder, idealmente, tales preguntas.

(Subrayo que el 373 se aprobó en el mismo periodo en que se promulgaba en Cuba el decreto 349, que criminaliza parte del arte independiente, y el decreto ley 370, en virtud del que decenas de cubanos han sido sancionados por lo que publican en sus redes sociales.)

Pero el 373 incluye, además la constitución de un esperado esquema de financiamiento a través del Fondo de Fomento del Cine Cubano, que ya está en práctica. Se desconoce mucho sobre la calidad de su funcionamiento, pero los sesenta y siete proyectos que fueron considerados en su primera convocatoria indican su aceptación por infinidad de cineastas.

Está por verse el impacto real del Fondo sobre la creación audiovisual en Cuba. Sus fuentes de financiamiento son, según el decreto ley, las “donaciones nacionales e internacionales” y los “reembolsos obtenidos por conceptos de ventas y distribución nacional e internacional de la obra audiovisual o cinematográfica a partir de las ayudas ofrecidas a los proyectos”. Menciona, además, “los recursos provenientes del Presupuesto del Estado” y las “contribuciones de personas jurídicas y naturales cubanas y extranjeras”.

Ni el ICAIC ni otra entidad han hecho público qué sumas concretas se dedican para el Fondo, pero la discreta actividad comercial del sector audiovisual en Cuba levanta dudas sobre lo decisivo de tales recursos. La producción del propio ICAIC es, con independencia de la animación, de las más bajas en la historia del Instituto.

Luego, el Estado cubano, cuya filosofía tiene un creciente enfoque recaudatorio, invierte cada vez menos en la cultura. La inversión total en el sector fue en 2019 la más baja de los pasados cinco años, cuando apenas 73,7 millones de pesos se destinaron a cultura y deportes, según los datos oficiales publicados por la Oficina Nacional de Estadísticas e Información (ONEI). Los únicos sectores de la economía menos agraciados que estos son la pesca (21,2 millones en 2019) y ciencia e innovación tecnológica (69,8 millones en 2019).

Finalmente, el Fondo otorga como financiamiento, según su texto, “hasta el sesenta por ciento (60 %) del presupuesto total de la obra, excepto en el caso de la modalidad de ópera prima, en el que puede ser de hasta el ciento por ciento 100 %”.

Así que, ¿puede considerarse que el 373 es una victoria para el sector? Sí y no. Como estación de destino de una gesta de la sociedad civil cubana, lo es. Y como organización de un escenario de producción, también. Pero quedan demasiadas preguntas esenciales sin respuesta. Entre ellas, la del reconocimiento de aquellos creadores que por la razón que sea no formen parte del Fondo. Advierto que entre los requisitos para recibir recursos financieros de este hay que presentar fotocopia del “carné que acredita su condición de Creador Audiovisual y Cinematográfico Independiente o de la Resolución que aprueba su constitución para el caso de los Colectivos de Creación Audiovisual y Cinematográficos”.

¿Puede acabar operando el 373 como el 349 del cine? ¿La supervivencia de unos podría suponer la doble exclusión de otros? ¿Podría ser que el reconocimiento de la independencia de la mayoría de los cineastas se produzca a costa de convertirlos en sujetos institucionales sin agencia propia; ergo, en “independientes con carnet”? Y luego, ¿la aprobación de esta disposición ha inhabilitado la presión y el activismo? ¿Los cineastas cubanos siguen creyendo que la Ley de Cine es una necesidad impostergable por la que luchar?

La suspensión de la Muestra Joven 2020 por la dirección del ICAIC luego de la censura de Sueños al pairo y la posterior expulsión de Carla Valdés León, directora del encuentro, así como la consiguiente reacción de solidaridad de varios realizadores, que dio lugar a la inusitada decisión de retirar sus obras de la selección oficial, muestra que todas las tensiones están agazapadas, listas para hacer erupción. La pandemia de la Covid-19 ha supuesto un imprevisto compás de espera, pero muchas preguntas permanecen en suspenso. Sin embargo, las respuestas no están en un decreto, sino en la organización y el modelado de un proyecto que incluya todas las voces. Con o sin carnet.

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