Fotograma de ‘I’m Thinking of Ending Things’, Charlie Kaufman, 2020

Todo debe morir. Es la verdad. Nos gusta pensar que siempre hay esperanza. Que hay vida más allá de la muerte. Y sólo el ser humano tiene la fantasía de que todo mejorará, tal vez porque sólo el ser humano sabe que no será así. No hay forma de saberlo, pero sospecho que el hombre es el único animal que sabe que su muerte es ineludible. Otros animales viven el presente. El ser humano no, y por eso inventó la esperanza.
Charlie Kaufman, I’m Thinking of Ending Things

En la obra teatral A puerta cerrada[1] de Jean-Paul Sartre, uno de los personajes protagónicos, de nombre Garcin, expresa la tan llevada y traída frase “L’enfer c’est les autres” (“El infierno son los otros”). Pero, ¿qué quiere decir?, ¿que las relaciones intersubjetivas se construyen mediante la anunciación de un inevitable calvario? ¿Que la capacidad de dialogar con los demás queda sesgada de antemano por un solapado terror a lo humano?

Tendrían que pasar dieciséis años para que el propio Sartre aclarara su polémico enunciado en un prefacio de 1965 para una grabación de sonido sobre A puerta cerrada, para la discográfica alemana Deutsche Grammophon:

“El infierno son los otros” ha sido siempre mal comprendida. Se creyó que yo quería decir con esto que nuestras relaciones con los otros estaban siempre envenenadas, que eran siempre relaciones infernales. Ahora bien, es completamente otra cosa lo que yo quiero decir. Yo quiero decir que, si las relaciones con los otros son retorcidas, viciadas, entonces el otro no puede ser más que el infierno. ¿Por qué? Porque los otros son, en el fondo, aquello que hay más importante en nosotros mismos, para nuestra propia conciencia de nosotros mismos.[2]

Aunque Sartre aclare sus propias palabras, queda mucho por preguntarse sobre las implicaciones de esa afirmación. ¿Hasta qué punto podemos decir que conocemos sobre la existencia de los demás? ¿No estarán acaso mediadas las relaciones intersubjetivas por las limitaciones que impone el imperfecto conocimiento de uno mismo? ¿O será que el infierno es uno, y el otro sólo resulta un pulido cristal donde se refleja el repugnante espectáculo de un reiterado solipsismo? Tal vez el infierno siempre hemos sido nosotros y los demás no son sino excusas, atajos o peripecias que recolocamos a nuestro antojo para asumir, con mayor o menor intensidad, el hecho de ser humanos. Con estas interrogantes como premisas, no queda decodificada la frase sartreana, pero sí se está “un poco menos desnudo” para “disfrutar” del estreno de I’m Thinking of Ending Things (2020), adaptación de la novela homónima del escritor canadiense Iain Reid, la última película del afamado guionista y director Charlie Kaufman.

La proyección del ego es un motivo recurrente en todo el trabajo de Kaufman. Tanto bajo las direcciones de Michel Gondry (Eternal Sunshine of the Spotless Mind, 2004, y Human Nature, 2001), como las de Spike Jones (Being John Malkovich, 1999, y Adaptation, 2002), e incluso en la polémica Confessions of a Dangerous Mind (2002), dirigida por George Clooney, Kaufman explora el vértigo de la conciencia como resultado directo de un hecho que parece inconveniente: la existencia de los demás. No obstante, es en las películas que el propio Kaufman dirige (Synechdoche, New York, 2008 y Anomalisa, 2015) donde este fenómeno puede ser constatado en toda su gravedad. Con I’m Thinking of Ending Things (Pensando en el terminar las cosas, se podría aventura como traducción) no pasa algo diferente.

A. O. Scott, reconocido crítico de cine del New York Times, en su más reciente reseña sobre el estreno de I’m Thinking of Ending Things, se pregunta: “¿Seremos reales el uno para el otro? ¿O cada uno de nosotros proyecta sus deseos y ansiedades internas hacia afuera, convirtiendo los rostros y sentimientos de amantes, colegas y miembros de la familia en espejos de nuestro propio narcisismo?”[3]

Lamentablemente, Scott se equivoca al hacer esa primera pregunta: “¿Seremos reales el uno para el otro?” ¡Pues claro! El corazón del problema no está en si son reales o no las relaciones intersubjetivas, sino en la invisible línea que separa la realidad y la ficción cuando de relacionarnos con los demás se trata. La pregunta debiera ser: ¿Podemos saber quién es el otro a pesar de los prejuicios, costumbres, tradiciones, historias, culturas, y del enorme mundo que existe entre ambos? ¿Es posible comprender a otra persona, o, como se dice en el diálogo cotidiano, ponerse en su lugar? Lo que sí resulta improbable, incluso en estos tiempos de cuarentenas y demás fobias, es no relacionarse con los demás, evitar lo humano. Parece que a la imposibilidad de conocernos entre nosotros se le suma otro pesado –¿y paradójico?– inconveniente: distanciarnos de los demás. I’m Thinking of Ending Things es eso, la exploración constante de una irrealizable paradoja.

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Pero, ¿cómo se narra una paradoja?

Si tratamos de adivinar (arbitrariamente) qué ocurre en la primera parte de la película, podemos atrevernos a aventurar que estamos en la cabeza de una mujer llamada Lucy (Jessie Buckley), quien hace un viaje en automóvil con su novio Jake (Jesse Plemons) para conocer a los padres de este. Sabemos, además, que Lucy y Jake han estado saliendo desde hace muy poco (apenas 6 o 7 semanas) y que a su relación no le queda mucho (Lucy declara esta sospecha desde el propio título de la película). Mediante el monólogo interior, recurso presente en toda la narratología de Kaufman, Lucy va encadenando ideas, y Jake, como si escuchase el borboteo de esos pensamientos y quisiera evitarlos, la interpela constantemente. Lucy presiente la intromisión de su pareja y activa en “su memoria” una reflexión del propio Jake: “A veces las ideas se acercan más a la verdad y a la realidad que las acciones. Puedes decir y hacer cualquier cosa, pero no puedes fingir lo que piensas”.

En este aforismo –“no puedes fingir lo que piensas”– parece sustentarse todo el filme.

El viaje a la casa de los padres de Jake está atravesado por una metafórica tormenta de nieve, espinosas discusiones, debates ingeniosos y una acumulación cansina de silencios incómodos. No obstante, Jake se amolda a las circunstancias: muestra interés por el trabajo de Lucy, curiosea sobre su reciente investigación científica, y hasta le ruega alguna información sobre su último poema (el cual Lucy terminará recitando formidablemente). Aún y cuando parece que Jake está decidido a ser agradable, la proyección de su personaje deja entrever un sabor a hipocresía, a tedio, a ese específico cansancio que muestran las personas cuando pretenden simular ser otras.

En esta danza entre apariencia y realidad se construyen todos los diálogos de Kaufman, como si lo absurdo y lo verdadero, lo irreal y lo hiperreal no fuesen polos opuestos de un fenómeno cualquiera, sino etapas o momentos, todos, de un mismo recorrido vital al estilo duree de Henry Bergson.

Al llegar a su destino (la granja de los padres de Jake), la rareza se acelera. Una mujer, que parece ser la madre de Jake, saluda incesantemente detrás de una ventana con tenebroso automatismo. El exterior de la casa remite a un lugar sucio, tétrico. Jake no quiere entrar aún, así que le pide a Lucy que lo acompañe en un frío recorrido (la tormenta de nieva continúa) por el exterior de la granja, donde le cuenta una sórdida historia sobre la muerte de unos cerdos. “La vida en una granja es dura”, le comenta.

Una vez dentro de la casa, se confirman las sospechas. Las dosis de terror psicológico no se hacen esperar. Entre un perro que no cesa de sacudirse, la arañada puerta de un sótano, y la desagradable apariencia de los padres de Jake (Toni Collette y David Thewlis), postrados ante una suntuosa cena, no puede evitarse la referencia a Alfred Hitchcock o a David Lynch. Todo ello, de conjunto con la extrañeza del diseño (Molly Hughes), la fotografía del polaco Lukasz Zal (director de fotografía de Ida, 2013) y los temblores de la partitura musical de Jay Wadley, crean la atmósfera de un pesado suspenso.

La presentación de Lucy es bizarra en todo su esplendor, aunque ella parece decidida a ser encantadora. Jake, por su parte, evidencia su incomodidad. No se siente a gusto ante el raro escrutinio familiar sobre su nueva novia, ni mucho menos con las referencias orgullosas de su madre al premio que ganó en la escuela por persistencia y no por perspicacia. Y es que la presentación de la familia a la pareja (o viceversa) lleva implícita, siempre, una doble dosis de vergüenza: la persistente intromisión de un oculto trauma y la molestia de tener que agradarle a tu futuro y a tu pasado en una misma conversación.

En la casa de los padres de Jake pasa de todo. Lucy cambia de ropa, de nombre, de profesión y de carácter cual si fuera lo más normal y lógico. Los padres se vuelven más viejos, más jóvenes, la madre muere, vive, mientras que Jake y “su novia” deambulan los pasados y futuros posibles, como si el tiempo no fuese, jamás, una potestad de las cosas. Sobre esto, la muchacha hace una reflexión premonitoria: “A la gente le gusta verse como puntos que avanzan en el tiempo. Pero creo que es al revés. Estamos inmóviles y el tiempo pasa a través nuestro”. Es una tesis que refuerza luego en diálogo con la madre de Jake. Este le pregunta por su profesión, ella le habla de Física Cuántica (Quantic Phisics), y ella entiende Psíquica Cuántica (Quantic Psiquis). ¿Equivocación? No. ¿Si en la Física Cuántica es posible que un fenómeno o un estado cualquiera de la materia experimente estados iguales en dos lugares y tiempos distintos a la vez, en la Psíquica Cuántica (si existiera) sería operable que un mismo estado mental transcurriese en momentos y circunstancias distintas a la vez? ¿Cuándo se experimenta el futuro o el pasado, no estamos aún en el presente?

Vale en este punto recordar a San Agustín de Hipona reconstruyendo la noción clásica de linealidad temporal a partir del presente. No existe el pasado o el futuro, sino un presente del pasado y un presente del futuro. Como dice la muchacha: el tiempo pasa a través nuestro, no al revés.

Otro personaje hay en la película con oscuridades por comentar: un conserje sin nombre que aparece intermitentemente durante todo el guion haciendo rondas de limpieza y mantenimiento en una escuela. Desde su aparente anonimato funciona como pieza fundamental en el rompecabezas de Kaufman. Aunque la intuición o la sospecha apunten siempre a definir algo que parece importante como una causa o efecto, este señor (la estampa de la más rotunda soledad) no es ni la una ni lo otro, sino, paradójicamente, las dos a la vez. Y es que aplicar el sentido común en I’m Thinking of Ending Things (y en la mayor parte del trabajo de Kaufman) resulta un riesgo. No porque sea una película absurda, o una construcción impenetrable, sino porque “la validez lógica no es, necesariamente, una garantía de verdad”,[4] cómo dice David Foster Wallace (quien también cuenta con un pequeño espacio en el filme).

En la antesala de las conclusiones, Charlie Kaufman “deja ver” las intenciones más profundas del verdadero protagonista: el reconocimiento público, el deseo de ser respetado, aplaudido. De ahí que se le vea a Jake recibiendo un premio (parece el Nobel, aunque no se dice en qué categoría, tampoco importa mucho saberlo) en un improvisado estrado ante los aplausos de todas las personas que, de una forma u otra, han coincidido con su historia personal.[5] No obstante, es evidente que se trata de un burdo montaje mental, donde el envejecimiento del público está dado, ni más ni menos, que por un malintencionado maquillaje de feria: el leitmotiv del protagónico se atenúa. ¿Será que el reconocimiento social es un antídoto contra el desgarramiento intrínseco derivado de la imposibilidad de comunicación con los demás? ¿Una ilusión hipostasiada?

Lo cierto es que Jake se conmueve y llora a la par de su madre, a quien ha reservado un espacio privilegiado en su público. ¿Serán acaso las madres las podridas semillas de ese deseo de ser reconocidos por los otros? ¿Serán, tal vez, el origen de la imposibilidad de comunicarnos con los demás? Detrás de este evento, al que Jake se traslada ilusoriamente, no está refrendado sino el clímax de la proyección de un trauma. Y aunque Freud esté ahí, afilándose los dientes con su complejo de Edipo, Kaufman no le da del todo la razón. Pues, si bien el prejuicio está sembrado de antemano, Jake es consciente de él y consecuente con la responsabilidad de sus frustraciones… En definitiva, él es el infierno, lo sabe y lo asume.

Maurizio Ferraris, fundador del Nuevo Realismo (junto al brillante Markus Gabriel), dice que “penetrar en el misterio que son los demás o salir de uno mismo, no es menos realizable que pretender salir del entramado de nuestra tradición. Indudablemente, es un sueño compartido, que sin embargo vale como un ideal regulatorio, mas no como un hecho.”[6] Si se está de acuerdo con la cita de Ferraris, el final del filme sólo puede ser interpretado como un desgarramiento en lo más profundo de lo humano. De producirse una fisura en el corazón de la subjetividad al comprender que el reconocimiento de los demás es una falsedad hipostasiada, cuán grande ha de ser el dolor de entender que este móvil de actuación está ahí para ocultar la trágica realidad de un imposible reconocimiento de nosotros mismos por nosotros mismos.

Cuando se está dispuesto a terminar las cosas sólo queda ser sincero (¿O será al revés?)

Si tal trágica toma de conciencia se logra narrar, como parece haberlo conseguido Kaufman, puede decirse entonces que se narró una paradoja. ¿Y tienen acaso las paradojas una resolución final? ¿Basta con ver este estreno, o habría que preguntarle a Kaufman?


Notas:

[1] Jean Paul Sartre: A puertas cerradas; La puta respetuosa, Buenos Aires, Losada, 2004.

[2] Commentaire de Jean-Paul Sartre: L’enfer c’est les autres, en Naïm Moshé, Huis clos de Jean-Paul Sartre précédé du commentaire de Jean-Paul Sartre: L’enfer c’est les autres [CD-ROM], Francia, Emen, 1965.

[3] A. O. Scott: I’m Thinking of Ending Things Review: Where to Begin?”, The New York Times, (la traducción es del autor), September 9, 2020.

[4] David Foster Wallace: La broma infinita, Random House Mondadori, Barcelona, 1996, p. 66.

[5] Este arquetípico deseo de reconocimiento es otro reiterativo ademán de Kaufman. Por poner un ejemplo: el director de teatro (Philip Seymour Hoffman) en Synechdoche es largamente aplaudido en la gala de premiación de la prestigiosa beca MacArthur.

[6] Murizio Ferraris: Introducción a Derrida, Amorrortu, Buenos Aires, 2006, p. 66.

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GABRIEL LEIVA RUBIO
Gabriel Leiva Rubio (La Habana, 1991). Licenciado en Filosofía por la Universidad de la Habana. Ejerce como profesor de Estética en la Universidad de las Artes de Cuba (ISA). Cofundo el taller Voyeur (2018) con el objetivo de conjugar a artistas y filósofos para dialogar en torno al proceso de creación. Dirigió y fundó la revista estudiantil Noúmeno (2016) en la Facultad de Filosofía e Historia de la Universidad de la Habana. Investiga temas afines a la construcción del pensamiento filosófico contemporáneo y su relación con el discurso moderno, fundamentalmente a partir de Hegel y Kierkegaard. Ha colaborado con revistas nacionales e internacionales.

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