Fue a Vila-Matas al primero que le escuché el término lletraferit, una palabra catalana con olor a té negro, cigarrillos de madrugada, librería de viejo. “Herido por la letra”, “letra-herido”. Cervantes y Garcilaso, que fueron verdaderamente heridos por la espada, hubieran rechazado el vocablo por cobarde (¿y quiénes son estos escritorcillos y lectores de medio pelo que celebran el día del libro?). Hoy en día los hombres de letras ya no van a jugar a la guerra. Todo eso se acabó con Hemingway, que en sus últimos libros llevó esta idea hasta volver patética su propia hombría.
Sin espadas ni balas locas que hieran, nos conformamos con que las letras –la frase ingeniosa, el verso que taladra el corazón– nos haga incisiones internas. Además, hay acepciones interesantes. Según la Enciclopèdia Catalana, lletraferit significa también “amant de conrear les lletres” (“amante de cultivar las letras”).
Es decir, ni tan cobardes.
Porque leer deja heridas. Leer es convertirse en eróticos furtivos. Leer, en el mejor de los casos, nos remite a ser jardineros y cultivar, ojalá no la hacienda del mecenas, sino un jardín japonés.
Para estos escritos, me quedo con esta última propuesta. En No leer, de Alejandro Zambra, la recopilación de su obra crítica que en buena parte complementa sus dos novelas cortas, heridas y bien podadas: la asombrosa Bonsái y La vida privada de los árboles. El resto de Zambra la verdad es bastante prescindible.
Zambra habla con admiración de Levrero, de Pavese, de Proust, aunque se detiene con rigor en Julio Ramón Ribeyro y sus ideas sobre el oficio de escribir: “Una novela no es como una flor que crece sino como un ciprés que se talla. Ella no debe adquirir su forma a partir de un núcleo, de una semilla, por adición o floración, sino a partir de un volumen herbóreo, por corte y sustracción.”
Los escritores podan el jardín. Los lectores lo cuidan. Es buena metáfora de los lletraferits.
En un mundo literario irresponsable, que tiende a la vastedad tolstoiana sin llegarle ni a los talones, bienvenidas sean las formas breves. Y con esto pienso en Amèlie Nothomb, a quien le perdí la pista en Antichrista, pero espero pronto recuperarla; en los cuentos mínimos de Quim Monzó; en la narrativa completa de Adolfo Couve que es apenas un tomo –y que está agotado por todas partes–; y en esos ejercicios de esgrima de los grandes maestros del combate (utilizando la metáfora de Bolaño en 2666).
Zambra es de esos raros autores que asombran más en las relecturas. A un lector desparejo como yo le gusta que lo hieran por segunda vez: es allí y sólo allí donde se ven con claridad las hojas que podar, las ramas secas que quitar, los botones que cubrir celosamente de las heladas.
“Escribir es como cuidar un bonsái”, dice Zambra en No leer. “Escribir es podar el ramaje.” Al menos en esta actividad, ya tan depredada al consumo, aún quedan sesgos de belleza auténtica.