Javier Marías
Javier Marías

Cuando murió Vladimir Nabokov en 1977, Javier Marías desayunaba en un café de Sevilla. Se supone que abrió el periódico y vio el titular al mismo tiempo que la bella mujer sentada junto a él, de manera que la tristeza de saber que el autor de Lolita no volvería ya a San Petersburgo, “como él había previsto sin creer del todo en ello”, fue compartida. Hace un año le tocó morir al propio Marías y me enteré de modo similar –en compañía y mirando los diarios–. Lamenté entonces haber llegado a Madrid demasiado tarde. Un lector tiende a creer que hasta que no conozca a sus ídolos, siempre que estén vivos y de alguna manera accesibles, las ficciones que ha habitado con tanto gusto estarán incompletas. Lo creyó también Marías cuando fallecieron Sebald y Cabrera Infante, y antes su maestro Juan Benet, el pianista Glenn Gould y, durante el desayuno sevillano, Nabokov.

Marías era de la opinión de que en Latinoamérica no se leían sus libros, o al menos no con asiduidad, y de que en España lo aceptaban de mala gana. “Tengo la impresión de que los escritores hispanoamericanos casi sólo citan a Roberto Bolaño”, decía con doble filo. Bolaño, a su vez, siempre recomendó leer al español, en quien reconocía a un escritor sin país, como él, o para el cual no hay otro país que la memoria y el idioma. Su mayor triunfo fue como escritor europeo; sus mejores lectores, las mujeres.

El territorio literario que corresponde a Marías es uno de los más reconocibles de la lengua. Al menos desde 1989, cuando publicó Todas las almas –la primera novela del llamado Ciclo de Oxford–, logró dar textura y densidad a una serie de tramas, referencias y obsesiones que reaparecen una y otra vez en sus libros. Hay objetos de una gravitación maravillosa, como su batallón de soldaditos de plomo o la máquina de escribir Olympia Carrera de Luxe, que parecen inconcebibles sin Marías. Por si fuera poco, heredó un segundo reino: Redonda, un islote deshabitado del Caribe cuya corte imaginaria espera, desde hace precisamente un año, el retorno del rey.

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Marías no escribió ninguna autobiografía. Dejó un par de “falsos diarios” y centenares de artículos de opinión que en realidad son ensayos en miniatura. Además de sus novelas, publicó algunos libros de cuentos, una colección de semblanzas, un extraño plan de clases —El Quijote de Wellesley— y las mejores traducciones al español de Thomas Browne, Stevenson, Sterne y Conrad. Había nacido en una casa con una cantidad agobiante de libros que pertenecían a su padre, el filósofo Julián Marías, y a su madre, Dolores Franco, cuyos antepasados habían vuelto a la Península desde La Habana en 1898.

A las distintas versiones de ese regreso del trópico Marías dedicó un cuento, “El viaje de Isaac”, algún artículo y varias páginas de Negra espalda del tiempo. Su bisabuelo Enrique Manera y Cao volvía a caballo de algún lugar –la memoria familiar siempre es imprecisa– rumbo a la capital, cuando se encontró con un mendigo mulato al que le negó la limosna. Resentido, el pordiosero lo maldijo: “Tú y tu hijo mayor, y el hijo mayor de tu hijo mayor, morirán cuando estén de viaje lejos de su patria, y no cumplirán los cincuenta años y no tendrán jamás sepultura”. Manera trató de volver a España, “un país que acaso no conocía sino de nombre”, al final de la Guerra de Independencia, pero falleció en el mar víctima del vértigo de Ménière y el capitán arrojó el cadáver por la borda, amarrado a una bala de cañón. Con los años morirían también su hijo, Enrique Manera Custardoy –hermano de la “abuela cubana” Lola Manera, “mujer aspaventosa, sonriente e irónica”–, en la Guerra de Marruecos y, aunque no le tocaba por línea directa, Julianín, uno de los hermanos de Marías, siendo apenas un niño.

Aquella historia se contaba en los almuerzos cubanos que el novelista recrea en Corazón tan blanco, en los que Lola y sus hermanas “se pasaban horas charlando y abanicándose en sendos sillones”, como si aún fueran niñas en el trópico.

De la infancia madrileña viene también la predilección de Marías por los soldaditos o, más exactamente, por el mundo diminuto que las figuras invocaban entre las enciclopedias de su padre. En la desbordante biblioteca de don Julián, los cuadros estaban fijados al marco de las estanterías con bisagras, a modo de puerta secreta –como hacen los ricos en las películas con sus cajas fuertes–, para que se pudiera acceder a los libros detrás. Las torres de volúmenes apilados en el suelo entorpecían los movimientos del niño, de ahí que Marías dijera sentir mala voluntad por los libracos que le impidieron jugar con sus hermanos. Que una legión de infantes y fusileros poblara los estantes de su propia biblioteca fue una fabulosa venganza infantil.

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A la “pueril tarea” de coleccionar soldaditos atribuía, además, una de sus razones para escribir: como el juego, también la escritura consiste en dar forma y palabra a universos de bolsillo. Los personajes de un relato, a semejanza de los zapadores y jinetes de plomo, también “rompen a hablar” cuando el novelista se encierra en la biblioteca.

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El relato de cómo Marías escribió su primera novela importa más que la novela. En 1969, con 17 años y recién terminado su primer año de universidad, se “fugó” a París, donde vivía su tío Jesús Franco –director del olvidado Drácula de Christopher Lee–. Como el tío era también un notable pornógrafo, sus padres preferían que se quedara con otro pariente, agregado militar en Francia. Guardando las primeras páginas de Los dominios del lobo en la maleta, Marías acabó por huir sin el consentimiento de don Julián y pasó un mes y medio en París “a base de pan con mostaza”, viendo 85 películas y trabajando en el libro.

De regreso en Madrid, los novelistas Juan Benet y Vicente Molina Foix, de quienes se había hecho amigo o protegido, lograron que el libro se publicara en la editorial Edhasa, que dirigía la mujer de Benet. La amistad de Marías con el autor de Volverás a Región duró más de veinte años. Lo recordaba acostado en una otomana, con un libro en sus manos y jamás en silencio. Benet, pródigo en relatos, decía haber visto al diablo bajo la forma de una rubia motorista que se le arrojó encima en plena calle y a toda velocidad. Nadie lo dudaba. Hasta su muerte en 1993, Marías le ofreció leer el manuscrito de todas sus novelas.

Después de completar su formación con otros libros y varias traducciones (entre ellas la del descomunal Tristram Shandy de Sterne), y de pasar una temporada como profesor en Oxford, Madrid y Wellesley –donde había enseñado no solo Nabokov sino también su padre–, Marías ganó el premio Herralde con El hombre sentimental.

Javier Marías en su estudio
Javier Marías en su estudio

A partir de ese año, 1986, todos sus libros fueron publicados por Anagrama hasta su célebre desencuentro con Jorge Herralde. “Quise que la ruptura fuera pacífica. Ha resultado imposible”, escribió en uno de los falsos diarios. “Siento mis obras como rehenes, desprotegidas y cautivas. Ansío la llegada de 1999, cuando serán liberadas las principales”. En Negra espalda del tiempo, publicada ya por Alfaguara, Marías se desquitó por las trampas financieras que atribuía a Herralde, de quien dijo que tenía “una concepción feudal del negocio” y una “proverbial roñería”.

Todavía dedicó otras burlas al editor en Tu rostro mañana, donde aparece como el “vil Garralde”, un vampiro editorial de “piel muy porosa, como si fuera pulpa, y los dientes algo separados, y estos le conferían un aspecto salaz que, por lo que yo sabía, se correspondía sólo con su mentalidad ansiosa –era como si segregara jugos sin pausa”. Anagrama, un sello que definió como “avinagrado”, borró toda referencia a Marías: en la lista oficial de premiados con el Herralde aparece el solitario título de El hombre sentimental, pero no su autor.

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Todas las almas es la entrada al Oxford de Javier Marías y la piedra de toque para entender el resto de sus libros. La novela, publicada en plena crispación con Herralde, contiene en potencia el resto de su obra: la voz desconfiada del profesor o intérprete que reflexiona en varias lenguas; los amores furtivos e intercambiables; la capacidad del hombre para la traición, la mentira, la violencia y el secreto; la memoria familiar y la de papel, la de los viejos a punto de morir, la del espía o el rencoroso; y finalmente Redonda, con sus duques y sus reyes borrachos o fantasmas, en la frontera con lo irreal.

La voz de los narradores de Marías madura y envejece en Oxford, sinécdoque de Inglaterra y la cultura británica, a las cuales llamó su “falsa guarida natal”. Allí encuentra al hispanista Peter Russell –Toby Rylands de Todas las almas y Peter Wheeler en Tu rostro mañana–, que fue agente del MI6 y murió “como un caballero bueno” a los 92 años. Y también al escritor John Wynne-Tyson, tercer rey de Redonda, que abdicó a favor de Marías en 1997 después de una conversación llena de enigmas y circunloquios.

La historia de Redonda es casi más conocida que las novelas de Marías y nadie la contó mejor que él en Negra espalda del tiempo, con fotografías y mapas del islote despoblado, cerca de las actuales Montserrat y Antigua –y “no lejos de Cuba”–. Un naviero de apellido Shiel logró, en 1880, que su hijo de quince años fuera declarado primer rey de Redonda –Felipe I–, con permiso de la corona británica y siempre que el título “careciera de contenido”. El niño se convirtió con el tiempo en el escritor M. P. Shiel y tras su muerte, en 1947, el título pasó a su ayudante y albacea, el poeta John Gawsworth, que heredó también los derechos de sus libros. Gawsworth, que reinó como Juan I, hizo duques de Redonda a escritores como Lawrence Durrell y Henry Miller, llevó una vida trepidante y acabó como mendigo y alcohólico. Asediado por las deudas, vendió el título o lo prometió numerosas veces –incluso con un anuncio en los periódicos–, de ahí que durante años los pretendientes al trono hayan llamado usurpador a Marías.

Wynne-Tyson, Juan II, que recibió el título de forma legítima, cometió el error –opinaba Marías– de entrar en “disputas dinásticas” en lugar de mantenerse en silencio regio, sin contestar las ofensivas cartas que le enviaban.

Como en el Tlön de Borges, donde la ficción va infiltrándose en la vida a través de pequeños objetos y coincidencias, con Marías –el rey Xavier I– Redonda ha adquirido la solidez de lo real. Entre los nobles nombrados desde 1997 están Cabrera Infante (Duke of Tigres) y Vargas Llosa (Duke of Miraflores), Milan Kundera (Duke of Amarcord) y Umberto Eco (Duke of Isla del Día de Antes). También son duques Arturo Pérez-Reverte (Corso), Eduardo Mendoza (Isla Larga), Fernando Savater (Caronte), Sebald (Vértigo), Claudio Magris (Segunda Mano) y George Steiner (Girona). Hay una buena legión británica, que incluye al Duke of Bizancio, John Julius Norwich –autor de una extraordinaria historia de los Papas–, y al de Simancas, el hispanista John Elliott.

Los duques son parte del universo literario de Marías, no solo por los homenajes o saludos que les dedicó (pienso en el sentido obituario de Sebald, que murió en un accidente en 2005, o la artillería amiga entre él y Pérez-Reverte), sino porque a menudo se inmiscuyeron como personajes en sus novelas.

El ejemplo más hilarante es Francisco Rico –Duke of Parenzo– que reencarna como profesor Villalobos o Del Diestro o con su nombre real, siempre en calidad de “conquistador teórico” y rematando cada frase con un meloso “joven Marías”. Rico fue el encargado, en 2008, de la contestación al discurso de entrada de Marías a la Real Academia Española, donde ocupó el sillón R.

Cabrera Infante, el único cubano aristócrata en Redonda, apareció con su mujer Miriam Gómez en Todas las almas, en Negra espalda del tiempo y, como homenaje marginal, en Corazón tan blanco, que comienza en el hotel Sevilla –el mismo donde Jim Wormold es reclutado por el servicio secreto británico en Nuestro hombre en La Habana–. Asomado al balcón y con su mujer convaleciente en la cama, el protagonista ve emerger de la oscuridad a una mulata llamada Miriam que busca a un tal Guillermo y le grita improperios desde la calle. Marías no lo dice o no lo sabe, pero la calle es Trocadero, en cuyo número 162 vivía Lezama. Otro azar.

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Reino de Redonda es también una rara editorial. Inaugurada en el año 2000, llegó a publicar 41 títulos bajo el lema real: Ride si sapis, ríe si sabes. Una flecha enhiesta, inspirada en la cubierta de un libro de Shiel, remata los volúmenes, que ya son muy difíciles de encontrar en España. Para conseguir los más raros, como El espejo del mar, de Conrad, o Las vísperas sicilianas, de Steven Runciman, es necesario negociar pausadamente con los libreros y desembolsar lo que sea. El rey Xavier I otorgaba, además, un premio con el nombre de la isla, que recibieron Eco, Steiner, Kundera o Coetzee.

Marías dedicó lo que va de siglo a sus novelas más extensas e intrincadas. En 2007 completó Tu rostro mañana, que en la edición integral de Alfaguara rebasa las 1 300 páginas. Una década después salía de la imprenta Berta Isla y cuatro años más tarde Tomás Nevinson. Entre ambos ciclos escribió otras dos novelas, menos voluminosas. Su último libro, ¿Será buena persona el cocinero?, era una nueva recopilación de sus artículos en El País Semanal. Junto a los periódicos del día en que murió, guardo el ejemplar de este suplemento donde salió su último texto publicado, una columna titulada “El más verdadero amor al arte”. Era una profesión de fe en la traducción.

Cuando lo fue a visitar a su casa una coqueta periodista de The Paris Review, para entrevistarlo, Javier Marías ya tenía su ejército de soldaditos bien armado, fumaba frenéticamente y se alimentaba casi exclusivamente de jamón serrano y queso manchego. Tenía cierto parecido con el capitán Nemo de James Mason: desaliñado, aristócrata y misántropo. Trataba a los desconocidos –y a no pocos conocidos– de usted, cosa que en España es una virtud. Huía del teléfono y jamás madrugaba. Su definición de sí mismo como “una modesta calamidad” lo retrata. Decía sentirse tan indeciso al comenzar a escribir como el día en que se escapó a París, a casa del tío pornógrafo.

No tuvo hijos, pero se casó en 2018 con una de las mujeres de su vida, Carme López Mercader, con quien vivía de forma intermitente y cuando tenían ganas de verse. Murió el 11 de septiembre de 2022, tras una complicación pulmonar. Fue una muerte cruel para uno de los últimos escritores que defendió el culto al humo y la ensoñación, como Cabrera Infante. O como Lezama, autor de unos versos corsarios, a lo Stevenson, que no hubieran sido mal epitafio para el rey de Redonda: “Naipes en la arenera, / fija la noche entera / la eternidad… y a fumar”.

Tumba de Javier Marías
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XAVIER CARBONELL
Xavier Carbonell (Cuba, 1995). Escritor y periodista. Su novela El fin del juego (Ediciones del Viento) obtuvo en Cuba el Premio Italo Calvino, al cual renunció, y en España el XXV Premio de Novela Ciudad de Salamanca. Es autor de las novelas Náufrago del tiempo (Verbum) y El libro de mis muertos (Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara). El diario 14ymedio publica su columna Naufragios. Furibundo fumador de puros, desde 2021 vive exiliado en Salamanca, donde recompone la biblioteca perdida y colecciona soldados de plomo.

2 comentarios

  1. Un placer leer este magnífico ensayo.
    Los enamoramientos: en retroceso a Mañana en la batalla, Corazón tan blanco, todas las almas. Voy a enprender esta ruta al revés – a partir de Así empieza lo malo.

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