Enanos, criminales, prostitutas, muertos.
Gordos que se duermen en los cines o niños que se manifiestan contra los japoneses.
Bocas que se abren.
Bocas, demasiadas bocas.
Bocas.
Bocas.
Bocas.
Este parece ser el mundo de Arthur Fellig, Weegee, un mundo lleno de bocas.
Un mundo lleno de dientes y sangre…
Y bocas.
Un mundo donde no importa tanto el salto por la ventana o el dolor, el de perder a dos hijos en un incendio, por ejemplo; sino el gesto estético, la belleza, el grotesco de unas medias que sobreviven a un cuerpo que se revienta contra el piso.
O el de una boca que aún puede enseñar sus caries.
El mundo de Weegee, decimos, y tal parece que hablamos de teatro.
Y es que si con algo puede compararse la obra fotográfica del The Famous, sobrenombre con el que gustaba de firmar cada una de sus fotos, es precisamente con el teatro.
Sus imágenes, quizá las más narrativas que produjo la fotografía norteamericana en los primeros cincuenta años del siglo XX, funcionaban como piezas de un guion.
Uno que comenzaba cuando se hacía de noche y este se instalaba en su auto, como uno de esos personajes mitad esquizos mitad fanfarrones de las novelas de Dashiell Hammett, y duraba hasta el amanecer, cuando, como él mismo reconoce en su autobiografía, la gente “estaba en su punto más bajo física y mentalmente y […] pegaban el salto”.
Ese era el momento de sacar las fotos –pensaba Weegee.
Sacar las fotos e irse a dormir.
Weegee, judío que había nacido en la ciudad de Zolochiv, en ese momento Austria (hoy Ucrania), se instaló con su familia a los once años más que en La Gran Manzana, obsesión de los europeos del momento, en los guetos de inmigrantes del Lower East Side (la otra cara del sueño), donde –y lo muestran sus instantáneas– los baños públicos costaban 95 centavos y convivían en una suerte de Babel antihigiénica los ucranianos con los turcos con los polacos.
Todos como una gran familia (una que se suicidaría cuando explotara el crack del 29 y de la noche a la mañana ya no hubiera trabajo); todos, como ratones en un hueco.
De ahí que Weegee´s New York (2000), el libro que Schirmer Mosel sacara hace algún tiempo y, para mayor didáctica ha sido dividido en dieciocho capítulos, vaya separando en “figuras” cada una de las grandes obsesiones de Weegee:
delincuentes,
soldados,
accidentes,
músicos,
famosos…
Y cierre con dos de sus autorretratos más conocidos.
Uno donde se ve al fotografo “en posición” dentro de uno de los camiones-jaula que usa la policía para transportar criminales…
Y otro, donde simula estar en plena faena, precisamente en el maletero de su auto.
Auto que por lo que ha contado él mismo funcionaba como gran maleta: “Ahí guardaba de todo: una cámara extra, cajas de flashes, portanegativos cargados, una máquina de escribir, botas de bombero, cajas de puros, salami, película infrarroja para fotografiar en la oscuridad, uniformes, disfraces, un cambio de ropa interior y zapatos y calcetines extra.”
Si por algo llegó a ser conocido en su momento este Raymond Carver de la fotografía, fue por ser el único en Estados Unidos con un permiso especial para poseer en su auto-casa-maleta-escaparate una radio de policía. Aparato por el que se enteraba de todas las llamadas de urgencia que emitían desde la estación central a los diferentes patrulleros de la ciudad y lo hizo ganar fama de “hombre con dotes especiales o adivinatorios”. A partir de cierto momento para nadie en NY fue causa de asombro que incluso antes de detectives u otros reporteros ya Weegee hubiera pasado por el lugar y tirado sus flashazos.
Como cuenta él mismo, no había nada más emocionante que ver cómo su nombre aparecía “en los periódicos todos los días”. Y para lograr esto, Weegee hubiera hecho cualquier cosa, incluso, asesinar a su abuela, si hubiera sido preciso.
¿Pudiéramos pensar a Weegee The Famous entonces como uno de los primeros paparazzi de la historia de la imagen criminal en Occidente?
Sin dudas, y sus fotos en los tugurios de jazz, en los camerinos de las streepeers, en los travestis-shows pudieran ser un ejemplo.
Para este, la fotografía además de estar en el lugar adecuado a la hora adecuada –como buen reportero sensacionalista–, significaba salir de toda moral, toda fábula, toda pedagogía, tal y como intentaron y no pudieron muchos de sus contemporáneos…
Por lo que ha confesado él mismo, lo más importante dentro de su lógica era la belleza: la frustración, el horror y el desencajamiento que hay en toda belleza. Y para llegar a esto, tal y como escribía Genet en Diario de ladrón, había que excavar hasta lo más profundo del animal humano, allí donde precisamente algunos piensan tienen el alma y, Weegee, quizá el mejor psicólogo de masas de su tiempo, no encontraba más que angustia.
Angustia, farsa y mal olor.