Philip Larkin
Philip Larkin

Presentación

Ezra Pound, James Joyce, T. S. Eliot, Virginia Woolf, Wallace Stevens: estos nombres ilustres se han convertido en sinónimos de grandeza estética y aun de literatura absoluta: nada podría indicar mejor la rotunda victoria del Modernismo anglonorteamericano que la casi unánime aceptación del estatuto canónico de sus obras en el mundo literario anglosajón.

Existe, sin embargo, otra tradición inglesa, conservadora y orgullosamente provinciana, que desprecia a Pound, considera ininteligible a Joyce y observa con desconfianza a Eliot.[1] No me refiero aquí a ningún sector de la academia o de los críticos literarios profesionales, sino a un pequeño pero influyente grupo de escritores (Evelyn Waugh, P. G. Wodehouse, Kingsley Amis y algunos otros) que rechazan enérgicamente el modernismo –no solo en la literatura– por considerarlo el fruto grotesco de la influencia continental (y ante todo francesa) sobre la gran tradición inglesa,[2] que ellos juzgan autárquica. En esta lucha de poéticas –no de otra forma debe interpretarse semejante aversión– Philip Larkin ocupa un lugar importante: sus ingeniosos, acerbos artículos sobre literatura rezuman un desdén abisal por la casi totalidad de la poesía norteamericana publicada después de 1915; su profusa, áspera correspondencia rebosa de invectivas contra Pound y todos sus epígonos. Pero, por curioso que resulte, no es en ninguno de estos textos que debemos buscar su más extensa diatriba antimodernista sino en la célebre introducción a All What Jazz A Record Diary (1961-1971) de la cual he traducido algunos fragmentos esenciales para entender su poética.

Para Larkin, la experimentación en jazz conduce lo que llama una música ajena a “hombres felices”. Esta idiosincrásica objeción resulta aún más curiosa si consideramos que proviene de un escritor que ha sido llamado “el poeta inglés más pesimista del siglo XX”, pero es típica del tono adoptado por Larkin en estos artículos: una mezcla de pertinaz impresionismo, refinadas observaciones técnicas y opiniones mordaces que a menudo parecen ser articuladas con el exclusivo propósito de epatar a sus lectores: como es natural, desapruebo la casi totalidad de sus observaciones: aunque mi saber sobre cuestiones musicales en general y sobre jazz en particular es muy limitado, la lectura de un ensayo de Don Delillo hizo que me interesase por Thelonius Monk, cuya música me parece extraordinaria: sospecho que Parker, Miles Davis, Art Tatum, Gillespie y Coltrane (a quienes no he escuchado) son también excelentes. En cuanto a la literatura, no hay nada absurdo –y sí mucho de admirable– en la poesía de Pound o la narrativa de Joyce. El filisteísmo de Larkin solo es comprensible cuando se inserta en el contexto de la ya mencionada tradición del provincianismo estético inglés. Por otra parte, no puede negarse la cortesanía de su estilo y el incesante ingenio de su prosa, incluso cuando sus argumentos están investidos de semejante conservadurismo.

Philip Larkin | Rialta
Philip Larkin

Philip Larkin: Introducción a All What Jazz

He rescatado estos artículos porque, pese a su brevedad y superficialidad, contienen, ocasionalmente, oraciones que todavía me divierten o parecen justificadas […]. Sin embargo, cuando me pidieron que los escribiera sabía que era ostensiblemente inadecuado para semejante trabajo y debía haberlo rechazado. Si no lo hice fue porque todavía pensaba en mí mismo como un amante del jazz –pocas cosas me han dado tanto placer en la vida– y porque, a pesar de saber que las cosas habían cambiado desde mi juventud en Oxford no pensaba que el jazz en sí mismo pudiese transformarse más allá de cualquier reconocimiento posible […] Se trataba sencillamente de oír lo suficiente del nuevo “material” […] confiaba en que una vez que lo hiciese –cuando hubiese experimentado la “atmósfera” de esa música– todo sería comprensible. En segundo lugar, no tenía la menor intención de convertirme en un crítico serio de jazz. Por supuesto, sabía de sobra que en el campo literario existían varios profesionales que habían envejecido aferrados a sus columnas de reseñistas mediante el infalible procedimiento de elogiarlo todo: yo planeaba hacer lo mismo. Esto no es tan venal como parece. Como el espacio de que disponía era tan limitado, cualquier otra cosa que profusas alabanzas sería desperdiciarlo; mis lectores merecían ser informados sobre lo mejor que se grababa en todas las tendencias del jazz y realmente no importaba si me gustaban o no los discos, al menos al principio: iba a decir que todos eran obras maestras.

Pero entonces surgió un problema: cuando los discos comenzaron a llegar amablemente, en sus fascinantes paquetes cuadrados, el entusiasmo inicial con el que los escuché se transformó rápidamente en incredulidad, en asombro, en inquietud. Sentí que me encontraba en una pesadilla donde, tras haber abordado un examen con la mayor confianza, era incapaz de encontrarle el menor sentido a las preguntas. No me refiero a escuchar un tipo de jazz que no me interesara –Art Tatum, por ejemplo, o los Red Hot Peppers de Jelly Roll Morton–. No, era sencillamente como no escuchar jazz en absoluto. Casi todas las características de la música habían sido cuidadosamente invertidas: por ejemplo, el tono propio del jazz, dotado de un vibrato casi humano […] había desaparecido completamente, cediendo su lugar a una absoluta flaccidez. ¿Y acaso el rasgo más original del jazz no había sido el uso de la improvisación colectiva? Abandona eso: convierte el primer coro y el último en idénticos ejercicios de baja intensidad cantados al unísono. ¿Que la instrumentación del jazz se basaba en trompetas, trombones y clarinetes? Prepárate para las flautas, clavicémbalos y fagots electrónicamente amplificados. ¿Y el jazz no había sido esencialmente un arte popular, lleno de melodías que cualquiera podía silbar? […]. Pues se habían asegurado de que no hubiese más melodías. ¿Y no había sido maravilloso su alegre ritmo sincopado? […]. Todo eso se había esfumado con los aleatorios solos de batería y el uso de ritmos ajenos al jazz.

Pero, más allá de todo eso, la emoción que la música trataba de evocar había cambiado. Mientras que la manera de tocar de los grupos liderados por Armstrong, Bechet y Waller había sido relajada y expansiva, la música de los nuevos intérpretes parecía haberse desarrollado a partir de los rasgos menos atractivos del jazz de finales de la década del treinta: la sustitución de canciones populares sentimentales o alegres por conjuntos de notas desprovistos de toda emoción como fundamento de la improvisación (pienso aquí en algunos de los primeros temas de Parker) había sido ya un gesto retrógrado pero peor aún fue la excentricidad deliberadamente artificiosa del fraseo y las armonías[…]. Esta nueva tendencia parecía haberse originado al menos en parte por el aburrimiento inherente a tocar jazz normal seis noches a la semana (admitamos que es una manera extenuante de ganarse la vida) y en parte por el deseo de innovar […] Lo peor, sin embargo, era la naturaleza amarga, febril y tensa de la música. La tenaz presión para ser diferente y difícil exigía cada vez más virtuosismo técnico y, en definitiva, incongruencias musicales más exageradas. No era, en pocas palabras, la música de hombres felices.

Lo que yo sentía era, sin duda, una versión amplificada de la sorpresa que muchos aficionados europeos experimentaron cuando, después de la guerra, los discos de Parker y sus seguidores atravesaron el Atlántico […] y yo tenía que oírlo todo hasta 1961: Monk, Davis, Coltrane, Rollins, los Jazz Messengers y el resto del tinglado. Ni siquiera me quedaba el consuelo de que me gustase un músico y me desagradase otro: todos me parecían igualmente desagradables. El propio Parker, compulsivamente rápido y fanfarrón, era incapaz de tocar cuatro compases sin recurrir a un cliché de cinco notas particularmente irritante tomado de una canción anterior a la guerra llamada “The Woody Woodpecker Song”. Su tono, aunque en ocasiones mucho mejor que el de algunos de sus sucesores, solía ser estridente […] Gillespie era un poco mejor […] pero su sentido del humor me parecía rudimentario. En cuanto a Thelonius Monk […] su estilo pianístico, con sus absurdos bailes, torpes intervalos y ausencia de swing, se volvía doblemente tedioso por su limitado repertorio. Miles Davis, por otra parte, tenía varios estilos […] y ninguno me gustaba. Y con Coltrane la nulidad metálica y desapasionada abrió el camino a variaciones absurdas, largas y aburridas improvisaciones sobre temas que, para empezar, no eran especialmente atractivos […] dilatadas investigaciones musicales investidas de un tedio budista, interminables y pedantes despliegues de religiosidad. Y fue también con Coltrane que el jazz comenzó a ser feo a propósito […] y lo curioso es que hacia 1961, cuando comencé a escribir la columna, casi todos aceptaban esa situación y durante dos años debí apegarme a mi plan inicial de elogiarlo todo. Pero quería comprender el origen de esa transformación y leí muchos libros sobre el tema […] eran muy sofisticados, pero había, pese a todo, algo extrañamente familiar en esos textos: este desarrollo, este progreso, este nuevo lenguaje que era más difícil, más complejo, que te exigía que trabajases arduamente para poder apreciarlo, que no podías aspirar a comprender en tu primer intento, que requería conocimiento técnico y profesional para evaluarlo a todos los niveles […] ¡Pero por supuesto! Este era el lenguaje de la crítica de la pintura moderna, de la poesía moderna, de la música moderna. ¡Por supuesto! Toda esa palabrería que había derrochado sobre el jazz moderno y no me había percatado de la fuerza del adjetivo: esto era jazz moderno y Parker era un jazzista moderno de la misma forma que Picasso era un pintor moderno y Pound un poeta moderno. No me había percatado de que en cincuenta años el jazz había “progresado” desde las cavernas de Lascaux a Jackson Pollock, pero ahora que lo comprendía experimenté un inmenso alivio tras dos años de angustia. Regresé a mis libros: “Después de Parker, debías ser casi un músico para comprender el mejor jazz contemporáneo”. ¡Por supuesto! ¡Después de Picasso! ¡Después de Pound! Apenas podía expresarse de manera más concisa todo lo que yo no pensaba sobre arte.

Quizás el lector piense que me desvío del tema. Sin embargo, todo lo que digo es que cuando el término “moderno” se aplica al arte no posee simplemente un sentido cronológico: denota también un rasgo de irresponsabilidad típico del siglo XX, conocido a veces como “modernismo”: y cuando incluí el jazz moderno en esta categoría me sentí mucho más seguro de mi posición. Estoy seguro de que existen libros donde la génesis del Modernismo se expone con lujo de detalles. Mi propia teoría es que se relaciona con un desequilibrio entre las dos tensiones de las cuales surge el arte: la tensión entre el artista y su material; la tensión entre el artista y su audiencia: en los últimos setenta y cinco años la segunda ha disminuido considerablemente […] debido a eso el artista se ha obsesionado con su material (dando origen a la era de la experimentación técnica) y, en absoluto aislamiento, se ha dedicado a desarrollar los principales temas del modernismo […] irritado por la indiferencia del público, ha pintado retratos con dos ojos a un mismo lado de la nariz […] ha diseñado casas supuestamente habitables para que sean construidas bajo tierra. Ha escrito poemas que se parecen mucho a los garabatos dibujados en sus máquinas por las mecanógrafas durante los descansos para tomar café; también novelas compuestas exclusivamente de galimatías y obras de teatro en las que los personajes se sientan en los latones de basura. Ha hecho una película de seis horas que solo muestra a alguien durmiendo […] y como complemento a esta actividad ha surgido un tipo de crítica periodística con el objetivo específico de explicarla. Los términos y los argumentos varían según las circunstancias, pero básicamente la idea es: no confíes en tus ojos, tus oídos o tu inteligencia. Te dirán que esta obra es ridícula, o fea, o absurda. No les hagas caso. Tienes que esforzarte: después de todo, ­¿no pretenderás entender algo tan importante como el arte de forma inmediata? Porque se trata de una materia compleja. Y si quieres saber cuán compleja puedes seguir un curso de noventa y seis conferencias […] después de todo, piensa en cómo la gente del pasado ahora nos parece ridícula por no haber entendido el arte, ¿tú no querrás ser así, verdad? Etcétera, etcétera, etcétera: que los sonsos sigan gastando su dinero.

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Charlie Parker FOTO Eliot Elisofon | Rialta
Charlie Parker (FOTO Eliot Elisofon)

No sé si vale la pena continuar explorando mi identificación del jazz moderno con otras ramas del arte moderno: si digo que todo eso me desagrada por las mismas razones será suficiente […]. Sin embargo, tras comprender lo que había sucedido con el jazz después de 1945 tenía curiosidad por saber quién –si es que había alguien– se me había anticipado. El panorama británico era desalentador: ¿acaso nadie comprendía lo que estaba pasando con el jazz? Por supuesto, no pretendo sugerir que no existiesen muchos críticos “avezados”; tampoco pongo en duda su “sinceridad”: cuando un “experto” en jazz escribe que “puedes oír los ecos de Bessie Smith en Bird”, estoy preparado para creer que lo dice en serio […] siempre y cuando se me permita estimar su competencia en estas cuestiones como inferior a cero […] pero por supuesto, también seguía escribiendo Hugues Panassie, el venerable franchute, quien sencillamente se negaba a admitir –habiendo escuchado los discos– que el bop o cualquiera de sus sucesores modernistas fuera jazz en absoluto […] y aunque antes lo desdeñaba tuve que cambiar mi opinión sobre él […]. Sin embargo, la cuestión central era otra: decir que no me gusta el jazz moderno porque es arte modernista sencillamente suscita la pregunta de por qué me desagrada el arte modernista […] y sospecho que muchos de mis lectores considerarán mi asociación de Parker con Picasso y Pound como una de las cosas más agradables que se pueden decir sobre él. Bien, escribir eso al menos resuelve un problema: mientras solo me desagradara Parker estaba dispuesto a creer que mis oídos se habían cerrado a los veinticinco años y que el jazz me había dejado atrás. Pero mi aversión por Pound y Picasso –ambos anteriores a mi época por un amplio margen– no podía explicarse de la misma forma. Lo mismo podía decirse de Henry Moore y James Joyce (un caso clásico de decadencia del talento al absurdo). No, esas cosas me desagradan no porque sean nuevas sino porque son irresponsables explotaciones de la técnica en contradicción con la existencia humana tal como la conocemos. Esta es mi crítica esencial del Modernismo, ya se trate de Parker, Pound o Picasso.

Espero que las reseñas estén libres de semejante polémica. Al escribirlas he intentado ser justo y serio: en muchas ocasiones he sustituido “insolente” por “desafiante”, “insoportable” por “innovador”, “absurdo” por “animado” de forma rigurosamente profesional […] Por encima de todo, espero que las reseñas sugieran mi amor por el jazz […] ese es el único mensaje que podría transmitir a mis lectores: he intentado recordarles la profunda emoción suscitada por el jazz y dónde puede ser encontrada todavía.


Notas:

[1] El único gran escritor modernista que ha logrado, no sin un considerable esfuerzo, ser aceptado, sin demasiado entusiasmo, por estos provincianos escépticos y refractarios a todo cambio: podemos conjeturar que su sincera adopción del dogma anglicano lo volvía mucho más aceptable que tipos como Pound y Joyce, ateos de estricta observancia.

[2] Dickens, Thackeray y Trollope en la narrativa; Tennyson, Housman y Hardy en la poesía.

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