Ruinas de un cine
Ruinas de un cine

Sobre la luz

Es curioso que nadie haya remarcado que con la crisis económica y tras el cierre de la fábrica Yara de baterías eléctricas, la principal afectación estuvo en el comportamiento de las linternas en los cines de la ciudad.

Visto desde arriba, no hubiera sido difícil constatar la merma en la producción de halos, el movimiento nervioso de la mano fatigada a través de una luz tartamudeante o la pobreza con que fueron respondidos los reclamos de la sociedad civil.

—Con el tiempo se me fue apagando la linterna. Reclamé a la administración, pero me hablaron de guerra y otras historias que nunca he entendido –declaró Lucila, de 53 años, acomodadora en retiro tras el cierre del cine Mambí.

—Es increíble lo que uno ha tenido que inventar para dar luz a la población. Claro que nuestra vista ya no es la misma. ¿Sabe usted cuánta cosa rara hemos visto bajo tanta oscuridad, así, como no queriendo, pero al fin la hemos visto? –apuntó Carmen, de 40 años, carpetera expulsada del hotel New York, hoy acomodadora en el cine Florida.

De ahí que Crescencio, de 45 años, aficionado a los crucigramas y único ejemplar masculino en el mundo de las sombras, la humedad y la pantalla gigante, insista en que sea incluida en nuestra encuesta la historia del hombre que, con un pie atrapado entre el escalón y la hilera de butacas, exclamaba ¡Luz, más luz!, como un alemán que agoniza.

Yerba silvestre

Luisa Fernanda corrió bastante pero aun así era temprano cuando terminaron de violarla. Cuando la vi por primera vez después de aquel día, irradiaba una contentura que me dejó de piedra. Había pasado apenas una semana y en su rostro ya no quedaba ninguna huella de violencia. Juro que todavía no hemos intercambiado dos palabras, ni siquiera sobre el más nimio de los asuntos; juro que, como tantos en el pueblo, parezco desconocer los detalles de su percance, pero juro también que, desde el día en que nos cruzamos frente a la barbería y ella sonrió y me dirigió un saludo alegre, me he estado preguntando sobre los recodos de la felicidad, sobre si llegó aquel día a distinguir el tono ácido de mi aliento, sobre si en medio de su estupor alcanzó a ver desde el suelo mi espalda sudorosa, alejándose, y los restos de yerba silvestre que, subido en la bicicleta, no atiné a sacudir.

Camagüey

Camagüey se encaprichó en ponerse una perla. Cortó el extremo de un cepillo de dientes y con una lima de machetero le redondeó las puntas. Al final nos mostró en la palma de la mano aquella especie de diamante de menos de un centímetro, color pastel.

Camagüey había sido condenado por tenencia de divisa e intento de salida ilegal. Ya en la cárcel se metió en un partido político para ver si al fin salía del país como prisionero de conciencia. Lo suyo era irse, sólo eso, aunque fuera en lo que quedaba del cabo del cepillo.

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Recuerdo a Camagüey, las piernas abiertas entre dos literas y el charco de sangre en el piso de cemento pulido. Él mismo se cortó el pellejo de la base del rabo, se dio dos puntos y se echó unas gotas de alcohol de bodega que le había regalado Tunas.

También recuerdo a Camagüey probando su perla en el intestino grueso de Maydolys, la oficial de Prevención que nos visitaba en la granja cada quince días. Ella, huesuda, a horcajadas sobre unos sacos de arena; ella, que chillaba, que le dolía, y Camagüey que nos miraba sonriendo con un solo lado de la boca, sus dientes reluciendo en la oscuridad y un tatuaje mal hecho en el brazo con el nombre de su madre.

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