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Presentación

En un número especial de 1966, dedicado a la fecha del 26 de julio de 1953 –día en que fuerzas rebeldes asaltaron dos cuarteles del ejército del dictador Fulgencio Batista–, la revista Bohemia lanzó una encuesta en su espacio habitual de Arte y Literatura. Habían pasado trece años de aquel acontecimiento militar, que para los historiadores del nuevo poder marcaría un punto de inflexión en el movimiento insurreccional, y apenas unos seis años de que la Revolución se hubiera instituido como el sistema político que removería todos los niveles de la vida pública y privada de los cubanos.

Las preguntas de Bohemia sientan en la mesa a escritores, intelectuales y críticos a pensar frente a frente una cuestión que se había estado discutiendo en sus diversas variantes (cine y revolución, arte y revolución, la novela de la Revolución) en varios gremios de la cultura. Ahora le tocaba al mundo de las letras más específicamente, y la primera interrogante sería ¿qué es una literatura revolucionaria?

Entre los convocados se hallaba escritores de la generación de las vanguardias como Alejo Carpentier y Nicolás Guillén –quienes sumados a Alfredo Guevara completaban una tríada de altos intelectuales funcionarios–; lo más representativo de los nacidos alrededor de 1930, como Cabrera Infante, Fernández Retamar, Heberto Padilla, Jaime Sarusky, Pablo Armando Fernández o Edmundo Desnoes; y un jovencísimo narrador que con tan solo veinticinco años acababa de ganar el premio Casa de las Américas con el libro de relatos Los años duros y dirigía uno de los suplementos literarios más importantes del país, El Caimán Barbudo. Su nombre, Jesús Díaz.

Precisamente serán sus respuestas a la encuesta de Bohemia las que levanten ronchas en un poeta cuya obra había cobrado cierta popularidad por la estrecha relación que esta mantenía con los discursos de la propaganda política y el adoctrinamiento mediático. Y no en balde. En su intervención, Díaz apuntó directamente a Jesús Orta Ruiz, conocido por su pseudónimo nativista de Indio Naborí, como un ejemplo de lo que no debía ser la literatura revolucionaria. Sus décimas –aseguraba– pueden “tener una muy relativa eficacia política inmediata, pero no son arte”.

La autodefensa del poeta aparecería unos días después en la misma publicación. El Indio Naborí, claramente tocado por la insolencia del joven escritor, parte de sacarle provecho a la biología y se posiciona en el lugar superior de la veteranía para desde ahí interpelarlo. Siempre desde una esgrimida altura moral y política, Orta Ruiz busca apocar a Díaz por su juventud, por su aparente falta de lecturas críticas como para emitir un juicio certero sobre algo, por restarle mérito a la literatura política de impacto popular, esa que él cultiva por extracción y por fidelidad a la causa de la Revolución. Para rematar, el decimista echa mano a su pedigrí de premios en certámenes nacionales y extiende un catálogo laudatorio de voces autorizadas a propósito de su obra.

Alentado entonces por las maneras del poeta, la réplica de Jesús Díaz es en realidad un extenso ensayo donde se despliega la artillería teórica al uso sobre liberalismo, capitalismo, cultura, arte y revolución. En un intento no sólo por dar respuesta a la carta del Indio Naborí, sino tratando de cubrir lo más holísticamente posible las cuestiones que se estaban proponiendo desde un inicio en la encuesta de Bohemia, el novelista muestra su voluntad por desmarcarse de las fórmulas extremistas de pensamiento, indagando en los intersticios de polaridades conceptuales del tipo popular/burgués, liberal/revolucionario, mercantilismo/compromiso, propagandismo/revolucionario. Con su trabajo, Díaz propone complejizar esa deontología de la literatura de la Revolución, una quimera que muchos intelectuales en el momento, incluyéndolo a él, se veían apelados a perseguir.

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