'Ash, Night and Gold', 1990, Patrimonio Ernesto Briel, NYC
'Ash, Night and Gold', 1990, Patrimonio Ernesto Briel, NYC

Este tiempo que ahora vivimos, convulso y drástico, nos ofrece una oportunidad muy singular de releer cualquier tipo de evento o acontecimiento; y específicamente cuando se trata de la obra de un artista, esta aventura adquiere un acentuado matiz de riesgo y contiene dentro de su ejecución una energía que, en el mejor de los casos, se puede transformar en agente de rescate y actualización de todo aquello legado por el artista. Algo así experimento al enfrentarme en estos comienzos del 2024 al trabajo de Ernesto Briel (1943-1992), treinta y dos años después de su muerte.

La obra de Briel, desarrollada entre los inicios de los setenta y 1992, constituye un capítulo bastante poco explorado dentro del arte cubano de la segunda mitad del siglo XX. Briel nos obsequia un territorio visual signado por las constantes emociones que afloran producto de su sorprendente capacidad de mutar en el camino de la búsqueda, detalle que lo impulsa en una espiral ascendente a la que arrastra a los espectadores y donde lo intangible adquiere un valor descomunal, ya que constituye elemento decisivo para descubrir una singular fuerza creativa.

Su trabajo ligado al arte óptico desde un inicio estuvo marcado por visibles influencias, que iban de los latinoamericanos Jesús Soto, Julio Le Parc y Hugo De Marco, hasta los vanguardistas europeos Víctor Vasarely, Braque, Kandinsky, Mondrian y, especialmente, Malevich. Briel se vio enriquecido por un sismo interior capaz de destrozar límites y abrir puertas inimaginables. En ese sentido, sus inquietudes fueron capaces de crear el lenguaje preciso para empastar casi a la perfección las técnicas aprendidas en la academia con las libertades expresivas de ruptura que le aportó el teatro (específicamente el teatro Guiñol de la Habana, el cual estuvo abierto a las expresiones de vanguardia, y donde se desempeñó durante algunos años como actor).

En su caso, lo que se presenta como contradictorio le permite avanzar y le aporta a cada una de sus piezas una libertad muy particular, me atrevería a decir que una especie de ligereza capaz de ubicar su poética fuera de cualquier encarcelamiento formal. La progresión de su obra, que evoluciona de lo más visual a contenidos y conceptos ligados a la realidad objetiva, lo iría confirmando.

Algunas de sus creaciones de los sesenta transmiten la sensación de llevar implícito un instinto de rebelión, atmosfera o energía que se percibe con facilidad; en lo particular me detengo ante La ruptura del círculo (1969), esta me deja asombrado por la manera en que la distorsión de la figura se vuelve coherente y útil, es un llamado de atención, una voz que indica el instante de la fractura como el nacimiento de otros caminos. Aquí de alguna manera se transgrede a lo geométrico, parece colocarse en un punto que resulta imprescindible a la creación genuina, donde se vuelve protagónico el afán de problematizar.

Las propias circunstancias que marcan la vida de Briel nos conducen a dividir su obra en dos etapas, la primera que incluye todo lo realizado dentro la isla entre los inicios de los sesenta y el ochenta, y la segunda que transcurre en el exilio, a partir de ese año, cuando abandona Cuba por el puerto del Mariel hasta 1992, fecha en que muere en Nueva York.

El Ernesto Briel de los ochenta y noventa alcanza un rostro muy propio, matizado por la madurez, y por el brillo de la ciudad que lo adopta y le exige. Su pintura logra una creible proyección simbólica que se expresa a partir de la introducción de nuevos colores, más bien tonalidades, texturas que casi se reciben como estados de ánimo (esas texturas yo las definiría como ásperas maneras de disponer la mente); y además una notable metamorfosis en lo referente a lo abstracto y lo geométrico: porque ahora lo acentuadamente cinético de una etapa anterior le cede paso a un juego de ensambles entre figuras donde estas expresan un discurso que va a estar marcado por su disposición en el espacio y su relación con las otras que le complementan el sentido, entrando también, de manera casi mágica, en el juego de las dualidades (día y noche, muerte e inmortalidad, eclipse de sol, eclipse de Luna, entre otras).

'Homage to Malevich', 1991, Patrimonio Ernesto Briel, NYC
‘Homage to Malevich’, 1991, Patrimonio Ernesto Briel, NYC

Lo cierto es que su producción, tanto de una etapa como de la otra, lo confirman como un artista perceptivo que se tragaba la realidad para después devolverla a la manera de imágenes, pasando todo esto por una seductora digestión en la cual nos detendremos más adelante, por lo que cada una de las cosas que le rodeaban le fueron dejando un aliento que plasmó a través de casi todo el trecho recorrido.

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Sobre todo en la última década de su vida, Briel se acerca a grandes temas reflexionando y especulando sobre ellos a partir de esplendidas metáforas, que algunas veces provienen de campo de la cultura y de la historia y otras del equilibrio en crisis del universo: la muerte y la inmortalidad, el poder y el sometimiento, la luz y la penumbra, el tiempo como trofeo y dilema.

Entre sus cualidades destaca la lucidez con la que analizaba los fenómenos artísticos circundantes; así al referirse al auge del arte conceptual en los ochenta (en el contexto de Cuba y América Latina), opinaba: “El arte conceptual no es el camino absoluto del arte contemporáneo, sino más bien un camino más del arte de siempre”. En ese sentido, el resurgir de la pintura desde una gran diversidad dentro del arte cubano durante las dos primeras décadas del siglo XXI, le han dado la razón a Briel, confirmando la capacidad que tiene este soporte de abrirse a múltiples posibilidades, y su infinita vocación de renovarse. Ahora mismo si nos detenemos ante obras como las de: Douglas Pérez, Michel Pérez Pollo, Frank Martínez, Niels Reyes, Antonio Espinosa, Noel Morera, Richard Somonte, Rocío García, Elizabeth Cerviño, Alejandro Campins y Luis Enrique Camejo, por solo mencionar a algunos, sus obras constituyen una prueba irrefutable de ese criterio.

Retomar la obra de Ernesto Briel en medio de este visible auge de la pintura nos aporta luz y simboliza una cuota de justicia en torno a su trabajo, además de percibir una vez más lo que representa cultivar el arte de la memoria. Por otra parte, Briel también representa genuinamente esa zona (no menos importante) de la plástica cubana forzada a seguir desarrollándose en las condiciones del exilio, así lo hizo entre 1980 y 1992, año en que fallece aquejado por el SIDA. La condición de emigrado, que representa el precio a pagar para preservar “lo humano” y la libertad como hecho y como fantasía lo conducen a cambios notables dentro de su poética; estar condenado a contemplar tus orígenes a cierta distancia puede producir dolor y frustración, pero al mismo tiempo engendra un desapego capaz de expresarse en el lenguaje pictórico y en la complejidad conceptual.

Una de las grandes obsesiones del artista estaba relacionada con su necesidad constante de dibujar, así producía una gran cantidad de bocetos antes de llegar a la pieza definitiva, llenaba cuadernos enteros, testimonio muy útil de lo que ya había calificado como su digestión, que no es más que el proceso, que en algunos casos se vuelve tan atractivo y aportador como la obra en sí, entendiéndolo sobre todo como una especie de espectáculo de la mente que lo ejecuta, dejando entrever con más firmeza la singularidad de lo creado. Esa relación que establece con los bocetos pasa del drama que provoca el nacimiento de una obra a una forma de celebración o festín continuo.

'Ra', 1988, Patrimonio Ernesto Briel, NYC
‘Ra’, 1988, Patrimonio Ernesto Briel, NYC

Entre 1987 y 1992, Briel crea piezas que ilustran muy bien su inmersión en esos grandes temas filosóficos ya mencionados. Entre estas obras podríamos destacar a: The Rest is Silence (1989), Leonardo (1987), Open Secret I y III (1988), El faraón (1987), Obelisk (1991), (1988), The Door is Open (1991), Homenaje a Malevich (1991), y una serie integrada por diferentes variaciones en torno al Gilgamesh (1990). En estas obras, la muerte, el sacrificio, la purificación, la trascendencia, la inmortalidad, el culto a lo admirado, los opuestos como sucesión lógica del equilibrio y su tendencia a la crisis, alcanzan una representación estética de elevado vuelo donde predomina una vez más la eficiencia a la hora de manipular los espacios y las dualidades, estas últimas legitimándose como vehículos de expresión.

Justo de una de esas piezas, The Rest is Silence, proviene el título de un libro dedicado a su trabajo, título excepcionalmente escogido por su gran alcance simbólico y, sobre todo, porque deja en claro los fundamentos de la obra de Briel. Así, The Rest is Silence es un espléndido volumen monográfico aparecido el 2022 por la Fundación Mariano Rodríguez en colaboración con la Galería Elvira Montero de Colombia. Un viaje signado por la exquisitez para el cual armonizan el diseño de Arnulfo Espinosa, la edición de Beatriz Gago y Francisco Arévalo, y los textos críticos de Gustavo Valdés, Pedro de Oraá, Antonio Eligio Fernández (Tonel) y Ernesto Menéndez Conde. Aquí es importante resaltar la manera ejemplar en que son utilizadas las imágenes de las obras del artista, apoyadas muy especialmente por la presencia de algunos de sus bocetos que enriquecen el mencionado viaje y lo transforman en una oportunidad insuperable para conocer su legado.

The Rest is Silence igualmente contiene una valiosa cronología en torno al arte óptico y su incidencia en Cuba, intentando el rescate y la justa valoración a la luz de estos tiempos, no solo de la obra de Ernesto Briel, sino también de otros artistas cubanos que cultivaron esta vertiente como es el caso de Armando Morales, Helena Serrano y Jorge Fornés. Por ello, se trata de una pieza de lujo y también un gesto necesario para comprender mejor el devenir de nuestra cultura.

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